Josep Argemí
El 6 de noviembre llega a Barcelona Benedicto XVI y cada día van apareciendo en los medios más noticias acerca de aspectos tan diversos como si será recibido por Zapatero, cuál será el recorrido hasta la Sagrada Família o cuánto costará el evento. No faltan tampoco quienes, con excusa de uno u otro aspecto de la visita, manifiestan su indiferencia o aun su oposición desde una perspectiva laicista.
Es lógico que quienes tienen al Papa por guía espiritual de su fe valoren con entusiasmo que venga por primera vez a Catalunya. Lógico es, también, que desde el respeto animen a acompañar al Pontífice en el recorrido en lugar de quedarse cómodamente en casa. Menos sentido tiene que bajo el argumento de no ser creyente se menosprecie a una persona como la que nos visita.
Tengo la esperanza de que nuestra sociedad —donde conviven creyentes y no creyentes— responderá a la visita del Papa mayoritariamente como corresponde a una ciudadanía madura, lejos de aquel maniqueísmo que, cuando surge (antipático e irracional) tanto emborrona nuestra historia. La razón es sencilla: el Papa no interesará solo a creyentes, sino a muchas otras personas. Mi previsión, pues, se basa sobre todo en la confianza hacia el personaje, cuya gran altura intelectual y moral queda muchas veces sepultada por el ruido mediático.
Los méritos de Ratzinger-Benedicto XVI son, en muchos campos, muy notables. Como universitario podría destacar sus siete doctorados honoris causa o su brillante carrera de profesor en Alemania. Pero su trabajo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, ahora, al frente de toda la Iglesia Católica, también merecen un reconocimiento.
A pesar de llegar a la sede de Pedro con una imagen de inquisidor antipático y terco —hábilmente alimentada por sus adversarios— los hechos posteriores contradicen una vez y otra ese odioso retrato.
Ha demostrado en cada una de las dificultades y contrariedades que se le han presentado (y han sido bastantes, por qué negarlo) que tiene una mente ordenada, mantiene una coherencia admirable y no rehúye los envites. Las entrevistas que hicieron hace unos años al entonces cardenal Ratzinger y que dieron lugar a los libros La sal de la tierra y Dios y el mundo, o el debate con Jürgen Habermas, son ejemplos de ello. Muestra agudeza y precisión ante preguntas indiscretas o incómodas; manifiesta humildad para reconocer errores; creatividad para explicar con un lenguaje fresco verdades tradicionales; y también erudición para analizar interdisciplinariamente cualquier tema.
Quizá por esta gran capacidad intelectual Benedicto XVI sea una persona que se maneja bien en mares revueltos. En el ámbito del ecumenismo pocos han dado pasos tan audaces como él en relación con el anglicanismo. En mi opinión, esto ha sido posible porque siempre ha mantenido una auténtica tolerancia, aquella que se basa en tratar de entender al otro desde unas firmes convicciones, sin esconderlas, desde la transparencia y la lealtad. Con Ratzinger uno podrá estar o no de acuerdo; pero sí sabrá qué piensa en cada cuestión, y en qué puntos puede coincidir. No disimula por miedo a incomodar, pero al mismo tiempo su honestidad intelectual le lleva a saber ver y reconocer en las posturas contrarias los méritos que le corresponden. Fue él quien, en el viaje a Portugal, animó a «encontrar una síntesis y un diálogo profundo y de vanguardia» entre secularismo y fe.
El reciente viaje a Gran Bretaña ha sido otro ejemplo de cómo afrontar con valentía —y éxito— una situación compleja, tras la intensa campaña de descrédito que precedió la visita. Lo mismo cabe decir del ponzoñoso tema de la pederastia. Es difícil encontrar paralelismo con cualquier otra institución pública o privada que ante tamaño despropósito haya sido capaz de hacerle frente con tanto arrojo. Su compromiso con los más débiles ha demostrado ser (también en este tema) una constante de su trayectoria. En un día ya lejano del 2008 afirmó: «Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia». Aquí, como en muchos otros aspectos, el peso de la imagen estereotipada ha impedido valorar los hechos en su justa proporción.
La visita de Benedicto XVI puede resultar incómoda para algunos. Nunca llueve al gusto de todos, y el marco democrático en el que nos movemos permite que cada cual opine y manifieste lo que le plazca. De todos modos, sería lamentable que el prejuicio impidiera dar una oportunidad al primer Papa alemán en medio milenio; y ello no solo por su relevancia internacional, sino porque es probablemente uno de los referentes más sólidos en este mundo globalizado, donde el reino de la razón ha dado paso al de la emoción, y donde los valores parecen haberse derretido para adaptarse a las conveniencias de cada uno, bajo el fragor de un relativismo acrítico y profundamente egoísta.