9/16/11


Formación de la conciencia


Sólo cuando sea capaz de apreciar tanto la grandeza como la delicadeza de la conciencia, sólo aprendiendo a obedecerla y a interrogarla, a escucharla y a formarla, puede contar el hombre con un instrumento eficaz a su servicio

Miedo a ser influidos
      El miedo a ser influidos es uno de los miedos más característicos de muchos hombres de nuestra época. Es bueno que un hombre esté alerta contra la influencia indebida o la influencia mala. Pero el miedo a cualquier tipo de influencia, evidentemente, no es bueno. Hoy, sin embargo, este miedo ha alcanzado, entre muchos, la categoría de una neurosis. No es bueno, entre otras razones, porque en la práctica resulta totalmente imposible al hombre evitar el ser influido. Lo máximo que puede hacer es procurar distinguir entre las influencias que le llegan; distinguir las influencias positivas y constructivas de las negativas o nocivas, para colaborar con las primeras y resistir a las últimas.
      Estamos siendo influidos, nos guste o no, nos demos cuenta de ello o no. Por la moda, por los puntos de vista que se nos presentan en los periódicos o en la televisión, por comentarios e incluso actitudes de nuestros amigos, etc. Estas influencias atañen a nuestras ideas, a nuestros criterios y, por tanto, también a nuestras conciencias. Pues si se puede definir la conciencia como una facultad o juicio moral que distingue entre el bien y el mal, evidentemente, tiene que juzgar de acuerdo con alguna norma, criterio o criterios.
      Aunque existe un criterio básico, cuasi innato, para la conciencia —un criterio o distinción elemental entre el bien (lo que se debe hacer) y el mal (lo que se debe evitar) que la conciencia descubre inmediatamente que empieza a tener experiencia y a razonar—, por regla general este criterio se desarrolla precisamente con sucesivas experiencias y razonamientos y, por tanto, bajo las influencias que nos rodean y afectan desde los primeros años: el hogar, la escuela, el ambiente, los amigos, las lecturas, etc.
      Se van descubriendo y adquiriendo así leyes o normas morales más concretas, criterios morales más precisos. Con el paso del tiempo, unos maduran, se confirman e intensifican. Otros se rectifican, porque se ve que eran más o menos equivocados, o dan lugar a otros criterios nuevos, etc. El caso es que el contenido de nuestra conciencia —los elementos de juicio que constituyen nuestro criterio del bien y del mal— está siendo constantemente formado o reformado (a mejor o a peor; luego hablaremos de ello).
      Toda educación —lo mismo, por ejemplo, que toda publicidad o toda propaganda política— tiene la finalidad de ejercer una influencia. El objetivo de los educadores es inculcar un conjunto de normas o principios y de datos que hacen que una persona esté mejor preparada para la vida. La finalidad de la educación moral, en concreto, es inculcar principios de conducta. Inculcar principios y datos o, dicho de otra manera, ayudar a que el educando los descubra e incorpore a su conciencia más rápidamente y mejor que sí lo hiciera por sí solo (cosa que en muchos puntos sería difícil, y en algunos  imposible). En este sentido, la educación moral es la finalidad de padres, maestros, líderes de movimientos de la juventud, propugnadores de campañas en pro de los derechos civiles, etc.
      Toda educación que busca inculcar algunas normas morales o cívicas está encaminada, por tanto, a formar nuestra conciencia, a aumentar nuestra sensibilidad al bien y al mal. Sin embargo, las influencias que operan sobre el desarrollo de la conciencia no son siempre ni necesariamente formativas. Pueden ser deformativas; como, por ejemplo, en el caso de un padre o de un maestro que siembre principios de prejuicio racial, de esnobismo, de lucha de clases...
      De modo que hay una manera correcta y una manera equivocada de formar la conciencia personal. Hay normas acertadas, que se deben inculcar, y hay normas erróneas. La gente, desde luego, tiene opiniones muy distintas sobre cuáles son exactamente las normas correctas y cuáles son las equivocadas; sobre qué es lo que crea una conciencia recta en un hombre y qué es lo que crea una conciencia errónea en otro.
      La idea católica es que una conciencia es verdadera o correcta cuando tiende a juzgar de acuerdo con la realidad y verdad de las cosas. Está equivocada o es errónea cuando los criterios o principios por los que juzga son, objetivamente, falsos[1].
      La formación de la conciencia, por tanto, es aquel proceso por el que principios verdaderos de conducta llegan, progresivamente, a ser operativos en la inteligencia de una persona. La deformación de la conciencia es el proceso por el que principios falsos llegan, poco a poco, a configurar y gobernar la operación de la mente.
Cuando la conciencia protesta
      La posesión de principios rectos (de las normas y leyes morales verdaderas) es la primera condición para la formación sana de la conciencia. Pero una condición no menos importante es vivir según estos principios. En otras palabras, la conciencia tenderá a formarse cuando uno vive de acuerdo con ella, y a deformarse cuando uno vive en su contra. Tener determinados principios en la conciencia y luego actuar en contra de ellos es algo que se da siempre en el mal moral, es decir, en el pecado. Todo hombre que se conoce ha tenido la experiencia del pecado, de esa elección de algo que su conciencia dice que está mal. En tales casos, cuando la voluntad escoge en contra de la conciencia, puede no contentarse con una sencilla ruptura. Cabe que intente avasallar la conciencia, manipularla, adaptarla a principios que se avienen más a sus preferencias o gustos del momento.
      Examinemos esto más de cerca. La conciencia juzga que algo es moralmente bueno y que debe hacerse. Por ejemplo, un hombre siente que debe decir la verdad aunque, en sus circunstancias particulares, le resulte sumamente difícil. Ahora bien, la voluntad es libre, y puede decidir con independencia de lo que dice la conciencia. Puede elegir la mentira. Naturalmente, en tal caso, la mentira aparece a la voluntad como algo bueno (no como un bien moral, sino como un bien en el sentido que le ofrece algún desahogo o satisfacción de otro orden). La conciencia puede oponerse a esta elección de la voluntad, manteniendo la convicción clara de que esa elección, a un nivel más profundo, no es buena. O puede, tras un breve debate, dar su conformidad momentánea, concediendo que aquello parece ser bueno. Pero esta conformidad es aparente y, normalmente, tiene corta duración. Una vez satisfecha la voluntad en sus objetivos, sus exigencias se apaciguan, y la mente puede pasar revista a la situación con mayor libertad y objetividad; entonces, la voz de la conciencia emite su juicio: "Aquello estaba mal". La voluntad se siente acusada, y uno no puede quitarse de encima esta convicción: "He hecho mal".
      Pero si un hombre adquiere el hábito de pecar, si permite que su voluntad escoja el mal habitualmente en un campo concreto de la conducta, entonces puede hallarse fuertemente tentado de querer silenciar la voz acusadora de la conciencia y permitir que, de este modo, la voluntad quede "libre"...
      Este es el momento crítico. La voluntad puede, por decirlo así, "conspirar" contra la mente y la conciencia. Puede intentar que la mente se incline hacia "razones" que parecen justificar la conducta en cuestión. Y puede conseguir lo que intenta.
      Está claro que la voluntad, del mismo modo que, por ejemplo, puede elegir el centrarse en una verdad enseñada por la Iglesia —y en todos los motivos sobrenaturales y humanos para aceptarla como tal—, puede, asimismo, preferir centrarse en algún error y en los argumentos que parecen apoyarlo.
      La conciencia protestará de entrada. Luchará. Luchará con tanta mayor fuerza cuanto que se trata de una lucha donde lo que está en juego puede muy bien ser su propia supervivencia, su independencia y su libertad.
      Pero si gana la voluntad, si un hombre permite que su voluntad venza una y otra vez, entonces, a fuerza de acogerse a los puntos atractivos del error, puede obnubilar su mente y enmudecer su propia conciencia. Si, en esta lucha, un hombre traiciona su conciencia acaba no con una conciencia libre, sino con una conciencia esclava de su (mala) voluntad; con una conciencia siempre dispuesta a unirse a —y a aprobar— cualquier cosa que la voluntad quiera. El hombre al que le ocurre esto ha perdido su libertad en la conciencia y la libertad de su conciencia.
Supremacía de la conciencia
      Se invoca mucho hoy, y con razón, a aquel gran inglés, el cardenal Newman, como uno de los exponentes modernos más destacados de la "supremacía de la conciencia". Su Carta al Duque de Norfolk (1874) contiene la conocida frase: "Si se me obligara a hacer de la religión un motivo de brindis (lo que realmente no parece lo más oportuno), brindaría por el Papa, desde luego; pero, antes, por la Conciencia. Por el Papa, después"[2].
      Esta frase, de vigorosos contrastes, corre el riesgo de ser mal entendida. No es ahora nuestro propósito directo defender la ortodoxia de las concepciones del gran cardenal. Simplemente, nos sirven sus palabras como muestra de un posible escollo y como punto de partida de una clarificación que se va haciendo necesaria. La conciencia no es una especie de intermediario entre Dios y el hombre, como decía Calvino, ni tampoco un simple instinto o sentimiento moral, individual e intransferible; la conciencia es un juicio de nuestra razón que señala lo que es bueno y malo en nuestra conducta, justamente porque nuestra facultad cognoscitiva es capaz de entender la naturaleza de las cosas y su ordenación real hacia su perfección, hacia Dios. Esa es su supremacía. Pero, a la vez, también es muy claro que nuestro conocimiento sigue la misma realidad de las cosas, dispuestas por Dios, y de ahí que la "supremacía" subjetiva de nuestra conciencia siga y responda estrechamente a otra "supremacía" objetiva de la realidad (Dios y el universo), que es su fundamento. Hay que "brindar" por la conciencia, pero también hay que brindar para que esta nuestra "ventana" por la que nos asomamos a la realidad tenga cristales limpios y sin distorsiones (algunos hay que la cierran del todo, y se ponen a imaginar que ven lo que sueñan). Conocer la verdad es conocer la realidad, de fuera y de dentro. Todo lo que impida nuestra proclividad a engañarnos (ausencia de prejuicios a "intereses creados", enseñanza de maestros autorizados, etc.) garantizará también la supremacía de las "verdades de conciencia".
      Newman, de hecho, al defender la supremacía de la conciencia, es muy explícito sobre qué tipo de conciencia puede considerarse como supremo y sobre cuál debe ser nuestra actitud hacia su supremacía: la conciencia entendida "no como un capricho ni como una opinión, sino como una obediencia onerosa hacia lo que se presenta como una voz Divina que habla dentro de nosotros" (ib.). Muchos de los que invocan a Newman hoy, en este tema de los derechos de la conciencia, hacen caso omiso de su insistencia en los deberes de la conciencia y en los deberes hacia la conciencia.
      En primer lugar, hay deberes de la conciencia. El deber de buscar la verdad, las normas o criterios morales verdaderos y auténticos, que llevan realmente al bien. Es decir, el deber de buscar la auténtica "voz divina", las rectas leyes morales, naturales y eternas, divinas. Así, por ejemplo, en caso de duda, no puedo actuar a capricho o sólo según mi personal conveniencia; tengo que poner los medios posibles para salir de la duda o para actuar lo más correctamente posible (estudiar el caso, consultar, etc.). Y, en general, es deber de conciencia el poner los medios para formarla recta y verdaderamente (estudio, reflexión, conocimiento de las leyes de Dios y de la Iglesia, etc.).
      En segundo lugar, hay deberes hacia la conciencia; esencialmente, el deber de obedecerla. Hasta el punto que Newman, en su Apología pro vita sua, escribe: "Siempre he mantenido que la obediencia incluso a una conciencia errónea es el camino para alcanzar la luz" (cap. IV). Sin duda, hablaba por su experiencia personal. Y cualquiera que conozca algo de su vida sabe cómo le hacía sufrir esa obediencia inmensamente sensible hacia su conciencia, y cómo el sufrimiento le acompañaba hacia la luz.
      Hoy, más que nunca, hay que decir que el hombre que realmente escucha su conciencia y está dispuesto a serle fiel tendrá muchas veces la sensación de obedecer a una voz que le lleva en una dirección que gran parte de su propio yo no quiere seguir. Hablamos, como es lógico, del hombre que toma su conciencia en serio, que la mira con respeto y acatamiento, y que por esta razón está dispuesto a reconocer su supremacía y a obedecerla.
      Newman escribe, en otra parte, que si queremos hallar la verdad religiosa (o moral) debemos "interrogar nuestros corazones, y (ya que se trata de un asunto personal e individual) interrogar nuestro propio corazón; interrogar nuestras propias conciencias; interrogar, diría yo, el Dios que mora allí", y hacer esto "con un deseo sincero de conocer la verdad y una intención sincera de seguirla"[3].
      La conciencia es un guía de inestimable valor, pero delicado. Su voz fácilmente se deforma o se oscurece. Dictar a la conciencia es silenciarla y, a la larga, destruirla. Hay que escucharla, y escucharla con finura. Necesita ser sometida a un serio interrogatorio. Sólo los que interrogan a su conciencia de modo habitual y están dispuestos a hacer caso incluso a las respuestas menos cómodas, no la engañarán ni serán engañados por ella[4].
La conciencia: nuestro sistema de seguridad
      Todo pecado nos aparta de Dios y nos encierra en nosotros mismos. El egocentrismo del pecado, por tanto, es enemigo no sólo de nuestra salvación eterna, sino también de nuestro desarrollo humano y de nuestra felicidad aquí en la tierra. Ser vencido por el pecado es ser herido, sufrir un daño, en la propia integridad y personalidad. Estamos en constante peligro de parte de este enemigo, pero la naturaleza nos ha dotado de un sistema de defensa básico, que es nuestra conciencia: nuestro conocimiento o discernimiento interior del bien y del mal y nuestra sensibilidad íntima ante ellos.
      El que comprende la importancia y la delicadeza de la conciencia se preocupará más por la salud de ésta que por la salud del cuerpo. Una conciencia malformada o desviada es una conciencia enferma. Y una conciencia enferma es el equivalente moral de un sistema nervioso enfermo. Hay momentos —cuando tomamos contacto con el dolor físico— en los que lamentamos la sensibilidad de nuestros nervios. En tales momentos podemos sentimos tentados a pensar que nuestro sistema nervioso es una lata, y a desear no poseerlo o que no funcionase. Sin embargo, para la vida normal, la ausencia o fallo del sistema nervioso resultaría fatal. El hombre cuyos nervios no funcionan, que no siente ningún dolor y, por tanto, no se aparta de ningún dolor, puede no sufrir como los demás hombres. Pero corre mayor peligro de hacerse auténtico daño, de herirse, quemarse o helarse una mano, un brazo, sin posibilidad alguna de curación.
      De un modo parecido, si la conciencia de un hombre dejase de funcionar, se podría decir que su sistema esencial de seguridad —el sistema de que Dios, al crear la naturaleza humana, le ha proveído— se había destruido o paralizado. Sería estar sin defensa contra el egoísmo y todo el proceso de la frustración humana: sin sensibilidad ninguna en cuanto al bien y al mal. Un hombre con la conciencia paralizada es un sub-hombre.
      La conciencia es sana cuando los principios morales que posee son correctos y llevan verdaderamente al bien de acuerdo con la realidad y la verdad objetiva. Cuando estos principios son incorrectos o equivocados (y, por tanto, no llevan al bien), la conciencia está infectada o enferma. Cuando no se posee ningún principio moral en absoluto, la conciencia está como muerta.
      Una conciencia sana no constituye una garantía absoluta contra el obrar mal. Un hombre con una conciencia sana puede pecar. Pero se dará cuenta. Su conciencia emitirá señales de alarma y las notará. Seguirá pidiendo un cambio de rumbo —un cambio de corazón o de conducta— y, quizá, conseguirá restablecer la normalidad. Si mal está obrar el mal, peor es obrar el mal y pensar que se ha hecho el bien, engañando o tratando de engañar a la conciencia.
      Incluso aunque la voluntad haya sido totalmente infectada y minada por el apegamiento al pecado, mientras la conciencia esté sana, se puede —con la ayuda de Dios— recuperar la voluntad Pero si es la misma conciencia (y, por tanto, la inteligencia o mente) la que queda minada, si el pecado o el error alcanza, de hecho, la mente y la infecta, falsificando su verdad, torciendo sus principios, oscureciendo su luz..., entonces el mal es todavía mucho mayor. Las palabras del Señor —"si la luz que hay en ti es tinieblas..." (Mt 6, 23)— nos alertan ya contra esta posibilidad. La conciencia se puede oscurecer sin culpa propia. O un hombre puede, culpablemente, oscurecer su propia conciencia. En ambos casos, la conciencia funcionará como una computadora averiada; interpretará mal y tergiversará la información que se le programe, ofreciendo como correctas respuestas equivocadas.
La conciencia es personal y singular
      La conciencia es el sentido y capacidad de discernimiento o juicio que cada persona posee —individualmente— del bien y del mal. La conciencia, por tanto, es personal y singular. Yo puedo decir: mi conciencia me dice que esto está bien o que aquello está mal. No puedo decir lo que las conciencias de otras personas les dicen a ellos, y mucho menos puedo ser guiado por las conciencias de los demás.
      ¿Existe tal cosa como una conciencia "colectiva" acerca de las cuestiones morales? Hablar de "conciencia colectiva" es impropio y equívoco. En primer lugar sería una conciencia que nadie puede nunca examinar adecuadamente. Sólo uno puede examinar adecuadamente su propia conciencia. De todos los tipos de encuesta sobre la opinión pública, por tanto, las que se refieren a cuestiones de conciencia son las que tienen menos valor. Si es bastante difícil a veces conocer la sinceridad de la propia conciencia, es absolutamente imposible comprobar la sinceridad de una supuesta conciencia colectiva. En todo caso, incluso si una encuesta reflejara con acierto lo que los demás sienten sinceramente en sus conciencias, esa encuesta no me sirve a mí como guía segura para mis acciones, ya que yo seré juzgado no según si seguí o no las conciencias de los demás, sino según si seguí o no mi propia conciencia; o sea, según si la escuché o no sinceramente, si la respeté y la obedecí o no[5]. Como dice Newman, son nuestros propios corazones, nuestras propias conciencias, las que deben ser interrogadas, y son las que serán juzgadas.
      No se puede colectivizar la responsabilidad moral; siempre es y será personal y singular. Intentar refugiarse detrás de la presunta conciencia de los demás, para convencerse de que de este modo se diluye la propia responsabilidad, es engañarse e introducir un funesto elemento de insinceridad en la propia conducta moral.
      Dentro de la singularidad general de la esencia de cada persona humana, lo más individual es precisamente la conciencia. Y lo es por esencia, por definición; tanto la conciencia puramente psicológica (consciencia de sí) como la conciencia moral (consciencia del bien o del mal). Si es impropio hablar de inteligencia o de voluntad "colectiva" (sólo se podría hablar así en un sentido metafórico, porque propiamente la inteligencia y la voluntad son de cada uno), mucho más impropio, por no decir imposible, es hablar de "conciencia colectiva". En todo caso, podría tornarse como "voluntad" colectiva una "voluntad" de voluntad de muchos; análogamente, podría entenderse como "conciencia" colectiva el criterio o criterios morales coincidentes en muchos. Pero lo que muchos, o pocos, quieran o piensen que es bueno o malo, sea o no acertado, aunque pueda influir y pueda tenerse más o menos en cuenta, no es nunca ley moral ni criterio último de conciencia. En realidad, hablar de "conciencia colectiva" es un contrasentido, pues la conciencia es personal e individual o no es conciencia.
      Guiarse por el "se dice" o "se piensa", por lo que hacen o dejan de hacer los demás (sean muchos o pocos), por una pretendida "conciencia colectiva", decíamos, es una forma de engañarse. La conciencia es conocimiento personal interior de las leyes y criterios morales verdaderos para toda conducta, y, además, conocimiento aplicado a mi caso particular, aquí y ahora, y no se puede sustituir por nada (ni es conocimiento de lo que piensan los demás). Sustituir la conciencia personal por cualquier otra cosa equivale a faltar a los más elementales deberes de y hacia la conciencia de que ya hemos hablado antes. (Y téngase en cuenta que obedecer o seguir el criterio del superior legítimo en lo que es de su competencia, y no va contra las leyes morales superiores, no es prescindir de la propia conciencia ni de la propia responsabilidad; al contrario, es hacer el mejor uso de ellas).
Sinceridad
      Sinceridad: indudablemente también es un factor clave en la formación de una conciencia sana. Pero porque existe en todos nosotros una fuerte tendencia hacia el autoengaño, sería prudente que no diéramos por supuesta la sinceridad de nuestra conciencia. Esta sinceridad se puede lograr, pero sólo si estamos dispuestos a someter nuestros corazones a aquella interrogación constante de la que habla Newman.
      Como ya hemos hecho notar, la conciencia puede ser sincera y estar, sin embargo, informada por principios erróneos (malformada, deformada). De todos modos, el hombre que se somete habitualmente a la autointerrogación (el hombre que, por decirlo así, habitualmente comprueba su propia sinceridad o, mejor, su propia objetividad) pronto o tarde alcanzará la luz necesaria para corregir sus principios donde estaban equivocados. Aquí Newman destaca como ejemplo notable.
      La alta consideración de la que, en nuestra época, goza la conciencia será beneficiosa siempre que goce de igual consideración el examen de conciencia. Esta práctica tradicional de la ascética cristiana —examen de conciencia— nunca tuvo tanta importancia como tiene hoy. Es lógico esperar que se convierta en un tema cada vez más frecuente de sermones, artículos, mesas redondas, etc.
      Colocarse en la presencia de un Dios que todo lo ve es la mejor protección contra la insinceridad, contra la más velada tentación de engañarse, en lo profundo del corazón o de la conciencia. Dios, que, además de amarnos, conoce nuestros pensamientos y motivos más íntimos, no permitirá que nos engañemos, con tal de que continuamente le busquemos y le escuchemos. El asegurará que la luz de nuestra conciencia sea auténtica luz, y no la oscuridad que nosotros hayamos podido tomar por luz.
Cormac Burke
(Capítulo del libro ‘Conciencia y Libertad’, Rialp, Madrid 1976)

    [1] La cuestión de lo acertado o no acertado de la conciencia puede considerarse, de momento, al margen de la cuestión de la buena fe, de la sinceridad de la conciencia. Un hombre puede ser sincero con su conciencia, creer que los principios que mueven sus acciones son los auténticos principios de la conducta y el desarrollo humanos y, aun siendo totalmente sincero en su creencia, estar totalmente equivocado. Si está equivocado, a pesar de su sinceridad, esos mismos principios le pueden llevar a una existencia humanamente frustrada e infeliz. Lo mismo que un viajero puede sinceramente escoger una carretera, convencido de que ha escogido la carretera de Birmingham. Pero si fue errónea su elección, si la carretera por la que discurre no va, de hecho, a Birmingham, su sinceridad no le va a hacer llegar. Esto no quiere decir que la sinceridad no constituya una protección para la conciencia. La protege precisamente en el sentido de que un hombre que es auténtica y profundamente sincero —con humildad suficiente como para reconocer que necesita orientación— llega, tarde o temprano, a comprender si sus principios se han desviado y que existe la posibilidad de enderezarles. Volveremos más tarde sobre este punto.
    [2] W. Ward, Life of Cardinal Newman, II, 404.
    [3] Ward, o. c., 330.
    [4] Hay un episodio del Evangelio (Mc 11, 27-33) que presenta las consecuencias desastrosas de la insinceridad. Un grupo de sacerdotes y líderes religiosos de los judíos se acercan al Señor para interrogarle: "¿Con qué autoridad haces estas cosas o quién te ha dado la autoridad para hacerlas?" El Señor está dispuesto a contestar a su pregunta, con tal de que ellos estén dispuestos antes a interrogarse a sí mismos, a dar pruebas de su sinceridad. Les pide que le digan su opinión acerca del bautismo de Juan: si era "del cielo" (y gozaba, por tanto, de la aprobación divina) o meramente "de los hombres" (y, como tal, no merecedor de distinción especial alguna). Pero ellos no le dan su opinión, su auténtica opinión, su opinión en conciencia. No se preguntan qué es lo que, de corazón, creen ser la verdad, estar bien o estar mal. Lo que hacen es sopesar las consecuencias de sus posibles respuestas, procurando encontrar una que les convenga: "Si decimos del cielo, dirá: "Pues, ¿por qué no habéis creído en él?" Pero si decimos que de los hombres, es de temer la muchedumbre, porque todos tenían a Juan por verdadero profeta."
    A pesar de ser líderes religiosos, no son hombres de principios. Son hombres "prácticos", se dedican a hacer "política". En lo que atañe a su interés o comodidad, su razonamiento es inteligente. Pero no están dispuestos a ir más allá en su razonar: son hombres en quienes la comodidad ha sustituido a la conciencia.
    El relato evangélico nos narra cómo no encuentran respuesta a la pregunta del Señor. Por comodidad —o más bien por incomodidad— alegan ignorancia: "No sabemos".
    La reacción de Jesús ante su hipocresía es muy significativa: "Entonces tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas." Es como si dijera: "Si no estáis dispuestos a ser sinceros, a mirar en vuestros corazones y enfrentaros con la verdad, es inútil que intentemos el diálogo. Yo no puedo hablar con vosotros, ni vosotros conmigo". Lo mismo ocurre en la práctica. La persona cuya vida no esté regida por la sinceridad, por una disposición habitual a enfrentarse con la verdad o con las exigencias de la conciencia —por incómodas o duras que sean—, se aparta rotundamente de toda posibilidad de comunicación divina. El que tiene miedo de enfrentarse a su conciencia tiene miedo de enfrentarse a Dios, y sólo los que afrontan el estar cara a cara con Dios pueden tener verdadero trato con El.
    [5] Seré juzgado según mi conciencia, no sólo en el sentido de que se me pedirá cuenta de las veces que traicioné mi propio sentir moral, sino también de las maniobras por las que responsablemente vicié su objetividad, condicionándola con mis pasiones o despreciando habitualmente la consideración de aspectos reales — aunque incómodos— de mi conducta. Porque puede suceder que Dios tenga que condenar la actuación mala de quien, por fabricarse con el tiempo una conciencia a su gusto, quiera presumir de un posterior sincero respeto a su conciencia deformada. En este ámbito discurren las consideraciones de Monseñor Escrivá de Balaguer acerca de la intransferible responsabilidad de cada hombre: "El consejo de otro cristiano, y especialmente —en cuestiones morales o de fe— el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones" (Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 93).