La época más importante de la vida
Jaume Pujol Balcells, Arzobispo de Tarragona
Santiago Ramón y Cajal, que llegó a ser Premio Nobel de Medicina, cuando era pequeño fue al colegio en la escuela de Valpalmas, un pequeño pueblo de Zaragoza. Allí aprendió las primeras letras y recibió las primeras clases de religión. Un día, mientras estaban en clase, se desencadenó una tormenta y un rayo cayó en la iglesia y en la escuela, situada justo al lado. El estruendo fue horrible, cayeron escombros del techo, el aula se llenó de polvo y, en medio de un fuerte olor a azufre, los alumnos consiguieron llegar a la puerta, con excepción de la maestra, que quedó inconsciente sobre su mesa. Ella se salvó, pero no el párroco del pueblo, al que le atrapó el rayo que cayó en el campanario. A la edad de ocho años aquel suceso impresionó tanto al futuro médico que lo recordó siempre y lo mantuvo unido en sus memorias escolares.
Sin duda, una experiencia así no se olvida fácilmente, aunque el alumno pudo olvidar con el tiempo otros acontecimientos, más pacíficos, que influyeron más en su vida. Me refiero a las lecciones de las diversas materias que fue recibiendo bajo la apariencia de una rutina diaria. Pero, ¿quién duda que aquella primera descripción del cuerpo humano, o aquellas salidas al campo para ‘investigar’, tendrían también una gran influencia en la actitud futura del médico?
Al inicio del curso escolar es importante recordar que los pequeños están en la etapa más importante de sus vidas, no por ella misma, sino por la manera de cómo condiciona las otras. En esta etapa es cuando se estudia la geografía, que algún día se recorrerá en persona; es cuando se aprenden matemáticas, que servirán para los cálculos más elementales que nos tocará hacer; lengua, con la cual nos expresaremos ... y también religión, que marcará en nosotros algo más importante aún que los conocimientos: las actitudes.
Se llamen virtudes, como se decían antes, o valores, como se prefiere decir ahora, la verdad es que hay una serie de comportamientos que definirán en el futuro nuestra personalidad. Y esto arranca en la línea de boxes, desde la que hay que hacer una buena salida.
Hace unos años se suscitó en los diarios británicos un debate que mereció diversos artículos y cartas al director, a propósito de un proyecto de ley para prohibir hablar en la escuela de lo que es bueno y de lo que es malo. Fue un intento del relativismo para procurar salvar a los alumnos de los supuestos prejuicios de sus padres y abuelos. Naturalmente, fracasó el intento y se impuso el sentido común. Un lector escribió con humor y sentido común: "Si no aprenden en la escuela lo que está bien y lo que está mal, algún día lo aprenderán cuando les llegue a casa la policía con una orden judicial."
Como otras veces, pido a los padres que apunten a sus hijos a las clases de religión, y si ya están apuntados, que les pregunten y hablen sobre estas cuestiones. Es la mejor garantía de una formación completa, sin lagunas incluso culturales, y que aprendan en esta etapa de su vida lo que es bueno y lo que es malo, poniendo a Dios en sus vidas, máxima garantía de que serán personas que amarán a sus padres y a sus amigos.