1/02/13


De sabios, tesoros y estrellas. 


Higinio Marín Pedreño 


Los magos de oriente, revestidos de reyes, son la mejor imagen de la libertad humana que se sobrepone a desiertos y mudanzas y es capaz de permanecer; pero ellos son también la imagen del estudio y del esfuerzo por hacerse con lo permanente y guardarlo

      Es muy posible que los Reyes Magos y su breve historia conocida no parezcan de entrada un asunto muy propicio para la filosofía. Sin embargo, podría ser que su historia encerrara un tesoro donde rastrear y aprender algo de la esencia de lo humano. En concreto les propongo que tomemos su historia como punto de partida para reflexionar sobre qué significa en realidad hacer un regalo y, después, sobre qué significa estudiar y aprender en compañía de otros.

Sobre los regalos

      El desbordamiento general de lo ordinario que caracteriza a una fiesta tiene en los regalos una expresión particular. Sin embargo, regalar no es un asunto tan sencillo como podría parecer. En primer lugar, es necesario reparar en que ‘dar’ siempre es ‘dar de más’ o simplemente no es ‘dar’ propiamente hablando, sino intercambiar, devolver o prestar. En sentido estricto el dar es siempre un exceso, pura gratuidad y de ahí que expresiones como “dar regalos” sean casi un pleonasmo, pues dar y regalar son en realidad lo mismo. El que da, es decir, el que da de más y regala manifiesta al hacerlo que tiene de más; ahora bien, eso que se tiene de más y que se regala no es lo sobrante, sino algo que por su valor −y no por su abundancia− es un ‘más’ que se puede dar. Dicho de otro modo, para regalar hay que tener un tesoro. Obviamente no quiero decir que para regalar haya que tener riquezas inmensas. De hecho, todas las riquezas materiales juntas solo componen un tesoro en un sentido menor y secundario. Los tesoros son otra cosa.
      En la tradición literaria los tesoros suelen estar escondidos en sitios que solo se abren si se dicen unas ciertas palabras o enterrados en lugares a los que solo se puede llegar mediante un mapa del que solo se tiene una parte. De ese modo se nos hace notar la dificultad de encontrarlos, que no surge solo de que sean raros o escasos, sino de que llegar hasta ellos requiere de una cierta peripecia. En realidad emprender una búsqueda para encontrar algo con solo medio mapa o sin conocer la clave secreta es algo parecido a lo que hacemos con la propia vida, cuyo secreto y destino nos resulta en buena medida incierto.
      Pero en la tradición literaria hay otro aspecto incluso más relevante: los tesoros ‘abundan’ en islas perdidas en los océanos y en cuevas o tumbas escondidas en los desiertos. Unos y otros tienen en común que son lugares en los que la acción del hombre no deja rastro y que en ellos nada está fijo y todo está inminentemente amenazado. Por eso el mar y el desierto son lugares de prueba y purificación: allí desaparece todo lo caduco y lo que el tiempo se puede llevar o deshacer, por eso de ellos se vuelve como desde un principio nuevo, resurgidos de la informalidad primordial. Retirarse al desierto es como sumergirse en las aguas: volver renovado. Pero esa cualidad pone de manifiesto que nada permanece allí y que son algo así como la geografía del tiempo: el tiempo allí no tiene rival, porque todo lo disuelven y con tal rapidez que casi hacen visible su invencible transcurrir. De hecho, la informalidad líquida del mar o arenosa del desierto engullen cuanto alcanzan descomponiéndolo.
      Pero precisamente porque son los lugares donde todo es movimiento y nada permanece, resulta que hay islas o cuevas de acceso difícil pero donde se ha conservado aquello cuyo valor es la inalterabilidad: el oro y las piedras preciosas. Esos cofres repletos hasta rebosar que nos describen los relatos literarios y que suponen la fortuna y el cambio del destino de la vida de quienes los encuentran, son una imagen colorida de un descubrimiento crucial: “tesoro”, en sentido propio, solo es lo inalterable y permanente, lo que supera el tiempo y mantiene sus cualidades propias, al menos las esenciales.
      Por eso es difícil regalar, porque para regalar hay que tener un tesoro, es decir, algo que haya sobrevivido a la prueba del tiempo y que a través de todos los cambios conserve su cualidad primordial y se mantenga nuevo e inalterado. Si el oro o el diamante son las piezas simbólicas de cualquier tesoro que se precie es porque representan la inalterabilidad que no sucumbe a los cambios o el desgaste. Y si no se tiene un tesoro lo único que puede ser objeto digno de regalo, es su promesa; la promesa de algo que no cambiará con la vida y cuyo brillo durará.
      Lo demás son obsequios que pueden llegar a ser costosísimos, pero obsequiar no es lo mismo que regalar. Tampoco lo principal de un regalo es dar a otro algo que sirva para recordar al que regala; eso no es tanto un regalo como uno de sus aspectos por los que sirve de “prenda” o recordatorio. En realidad lo único que puede merecer la forma de un regalo, y lo que esperamos recibir con ellos, es la ratificación gozosa del ser del otro, la ingastable afirmación de lo buena que es la existencia de aquel al que regalamos. Por eso el regalo tiene las mismas raíces antropológicas que la fiesta y, con frecuencia, forma parte central de ella. De hecho, antropológicamente, la fiesta misma es regalo.

Cofres y tesoros

      Se ha dicho antes que para regalar es necesario tener un tesoro, y hemos visto después que tesoro es lo que ha prevalecido al tiempo. Y también que si el tiempo todavía no ha transcurrido y no se tiene en rigor todavía un tesoro, lo único que puede ser objeto de regalo es su promesa. Algo tiene que ver, por tanto, la promesa y el tesoro. De hecho, prometer algo es anticipar un tesoro: asegurar que algo no cambiará desde el día de la promesa hasta el de su cumplimiento.
      Además, quien promete entra ya en posesión de lo que todavía no tiene, el futuro, para entregarlo a otro, al que se le da como fianza de ese futuro una palabra. En la cultura y la filosofías grecolatinas, la libertad es “tenerse” y así no poder ser tenido por otro (la esclavitud). Pero si ahora contrastamos esa idea de libertad y lo que parece ser una promesa nos encontraremos ante una paradoja: quien promete entra en posesión de sí mismo, y de lo que no tiene, su futuro, pero solo mediante su entrega a otro. Esto es: en la promesa cabe descubrir que hay un modo más intenso de tenerse que evitando ser de otro y, ese modo es, precisamente, dándose a otro con la forma de lo libre, de lo prometido. Solo el hombre puede prometer −y, como dijo Scheler recordando a Nietzsche−, el hombre mismo se podría definir como el ser que promete, porque solo el hombre puede entrar en posesión de lo que no tiene, el futuro, mediante su entrega a otro. Al contrario de lo que creían los hombres de la antigüedad grecolatina, no es el servicio lo que nos aleja de la libertad (ni el trabajo), sino que es mediante el servicio y la entrega a otro (también mediante el trabajo) como tiene lugar la plenitud de nuestro ser libre.
      Quien promete se anuncia y ofrece al otro inalterable a través del tiempo al respecto de lo prometido. El objeto de la promesa puede ser un asunto menor, una devolución o el cumplimiento de un acuerdo, pero puede ser también la entrega de uno mismo y en tal caso uno queda “prometido”. Realizar una promesa de esa índole significa entrar en posesión de mí mismo mediante mi entrega a otro, pero en aquello de lo que todavía no dispongo efectivamente de mí, a saber, el tiempo que queda de mi vida. En cierto sentido, pues, la promesa es la forma más genuina del tiempo libre o, más exactamente, la forma cabal del tiempo con la forma de la libertad, y de la libertad misma como la forma de la vida. Quien se promete no deja de ser libre sino que se da a sí mismo y a su vida la forma de lo libre, de la promesa como toma de posesión de sí en y mediante la entrega a otro. Haberse prometido significa, por tanto, darse a sí mismo la forma de la libertad que dispone de sí mediante un acto cuya consumación requiere el paso del tiempo sin que éste lo mude.
      Dicho de otro modo, prometerme es convertirme a mí mismo en tesoro mediante la entrega a otro, o, si se quiere, mediante mi hacerme regalo para otro, precisamente para festejar lo bueno que es que exista y celebrarlo. De hecho, la manera más plena de festejar lo bueno que es que exista otro es ofrecerse como regalo, lo que no puede significar sino prometerse inalterable en dicha celebración a través del tiempo. Lo que a su vez significa que uno queda convertido en promesa o prenda de lo que, una vez cumplido el tiempo, será ciertamente un tesoro.
      Prometido en latín se dice sponsus cuya traducción castellana es esposo, es decir, estar hecho −ser− promesa. Toda promesa que deja prometido al que la hace es esponsal. La promesa que nos convierte en prometidos sin más fianza que la prenda de la libertad que supone la palabra dada, es esponsal y supone una alianza. Esa promesa que se entrega en forma vicaria y anticipatoria del tesoro que se alcanzará una vez vencido el tiempo y la mudanza general, también la propia, no tiene más fianza que la libertad que la sostiene. Es decir: el único cofre que puede guardar ese tesoro es la libertad que se mantiene fiel sobreponiéndose al tiempo. De donde se sigue que la fidelidad es la alhaja esencial, o, más claro: lo que hace tesoro al tesoro.
      Este es el único y auténtico cofre del tesoro: la libertad del hombre que permanece en su darse a otro a través de la mudanza de todo, en medio del océano y el desierto del mundo que todo lo descomponen, y de la fugacidad del tiempo, de los afectos y las pasiones. El cofre es la libertad; el tesoro son sus promesas. Pero el cofre del tesoro tiene un nombre más antiguo y venerado: “arca de la alianza”, es decir, el cofre que guarda la promesa. Por cierto, el primer arca, la de Noé, prevaleció a los océanos desbordados del diluvio; la segunda, la de Moisés, a la travesía del desierto; y la tercera, la Nueva, se dice que prevalecerá al mundo mismo[1].
      No se trata, pues, de que el hombre sea el ser que promete, sino que más propiamente el hombre es el ser prometedor, o la libertad como ser: un arca de alianza o el lugar donde las promesas se pueden guardar. El ser libre es el arca del tesoro, el lugar donde las palabras dadas prevalecen al tiempo. Pero, también, el lugar donde los tesoros son asaltados por bucaneros y piratas que dejan cofres y arcas descerrajadas y vacías. El ser que promete de Scheler es el animal que tiene palabra (zoon logistikón) de Aristóteles, pero para estar en posesión real de la palabra hay que hacerla prevalecer sobre el tiempo, hay que convertirla en tesoro mediante las palabras que se dan a otros, mediante las promesas que atraviesan el tiempo.
      Por tanto, para prometer no basta con ser libre y hay que disponer de tiempo al que prevalecer y sobrevivir. El tiempo es el medio de las promesas como el mar y el desierto eran los lugares en los que cabía encontrar tesoros. Pero, al mismo tiempo, prometer es tanto como sobrevivir al tiempo. La promesa en su más genuino cumplimiento es, pues, como un viaje a través de las arenas del desierto para entregar un tesoro que es uno mismo, guardado en un cofre que no puede ser sino la libertad sellada y sin abrir a lo largo del tiempo.

Presencias reales

      No hay, por tanto, tesoro si no ha sobrevivido a un desierto. Más todavía, en rigor solo tiene tesoros que entregar quien ha cruzados océanos y desiertos y ha sobrevivido al riesgo de perder el rumbo y perderse. Ahora se verá por qué el relato de los tres Reyes Magos es tan fascinante antropológicamente. Son que yo sepa, los únicos personajes de los que se cuenta que atravesaron un desierto con el objeto de hacer unos regalos, hasta el punto de que no sabemos propiamente si eran reyes, ni sus nombres, ni su raza, ni su edad pero conocemos sus regalos; oro, incienso y mirra.
      Pero además, la historia de los tres Reyes Magos revela otra de las dimensiones centrales del regalo. Los regalos sacan a la luz la realidad. En el caso de los Reyes Magos sacaron a la luz la presencia de un Niño que era en realidad un Rey con un alto destino. Para que ese Niño se mostrara según su auténtica realidad lo adornaron con los atributos tradicionales de la realeza.
      En realidad si llamamos a los tres Magos de Oriente ‘Reyes’ es porque aquel esplendor de la realidad que pusieron al descubierto les alcanza y refleja sobre ellos su luz. Eso es lo que la antigüedad pensaba que eran los Reyes que poseían por participación el poder venido de lo alto y reflejaban su esplendor. Y es que lo realmente real en su presencia difunde su condición y la transmite. Las manos del rey curan, dice Tolkien, porque quien se acerca a una concentración de la realidad tan intensa participa de su virtud, de su fuerza original, y se hace también más perfectamente real, como la hemorroisa que hizo salir la virtud de aquel Niño ya crecido tocando su túnica.
      Todas las culturas revisten a sus reyes de metales, piedras, telas y aceites (o de colmillos, pieles, plumas y ungüentos de color) que les hacen brillar, a veces con la piel ungida, otras con el brillo de las piedras sobre la cabeza adornada de oro reluciente, impregnados en aromas y cubiertos de ropajes de colores, texturas y brillos resplandecientes. No se trata de vanidades humanas, al menos no esencialmente, porque todos esos adornos lo que hacen es volver luminosa la presencia del Rey que, sobre cualquier otra cosa, lo es por ser más ‘real’, más intensamente real. Y solo esa peculiar concentración de realidad en su persona, cuya única representación posible es la luz, representa y justifica su poder. Hay poder donde hay realidad, y más donde más intensa sea ésta.
      De ahí que si los regalos sacan a la luz la realidad es porque, más bien, sacan la luz de la realidad y reflejan y hacen brillar su interno esplendor. Los regalos de los Reyes hicieron visible, en la medida de la capacidad humana, lo que más tarde vieron quienes subieron al Tabor y exclamaron que allí se estaba muy bien y que podrían quedarse una temporada. Ese sacar a la luz el esplendor interior de la realidad es lo que hacen los “tesoros” que ornamentan la liturgia cristiana que es toda ella una epifanía, un regalo divino, prenda, recordatorio y promesa de la visión completa y cabal. Por eso los “tesoros” materiales y estéticos de los ornamentos son a la liturgia, lo que los regalos de los Reyes a la transfiguración del Tabor: la pobre cooperación humana a la revelación de la presencia real de Dios en el mundo.
      De ahí que el culto sea, en efecto, la forma suprema de la fiesta, y el lugar en donde se revela que el fundamento divino del mundo y de lo real es aquella afirmación gozosa de Yahvé de que era bueno cuanto había hecho, de la que nuestra agradecida alegría es solo un eco que le sirve de coro. “Celebrar una fiesta significa [dice Pieper] ponerse en presencia de la divinidad”[2]. Más todavía, celebrar una fiesta es reconocer y cooperar a la presencia de la divinidad en el mundo y en la vida, en la misma medida que uno se “hace presente”, y en el doble sentido de la expresión; es decir, que cobra presencia y se hace regalo: el regalo hace presente lo real.
      Esa epifanía principal −la fiesta como culto− es la medida de todas las epifanías mundanas que el hombre y el mundo necesitan para mostrarse o, más propiamente, para ‘hacerse presentes’: entre ellas y en los primeros lugares están todas las artes -incluida la gastronomía que convierte el alimento en regalo-, pero también la filosofía que saca a la luz, el saber y las ciencias, y también, en otro orden, la gastronomía y, junto a ella, la cosmética y el adorno. Cuando alguien se reviste de modo singular se transfigura para dejar ver una cualidad interior; pienso en los uniformes profesionales o en los trajes académicos, pero eso mismo cabe decir de los ‘vestidos de fiesta’, es decir, de los vestidos para hacernos presentes –y eso incluye hacernos regalo- en la fiesta. Y entre ellos, claro, los vestidos de novios, los de quienes se transfiguran en promesa y quieren dejar ver una luz que no se apagará. Las telas preciosas, la confección esmerada, el uso de adornos o alhajas y el brillo de la cosmética no ocultan sino que revelan y sacan a la luz la realidad, o mejor, sacan la luz de la realidad, ensombreciendo su imperfección. Ese resplandor y esa transfiguración, al intensificar nuestra presencia nos dejan, aunque fugazmente, lograr una mutua presencia real y ver un reflejo titubeante pero esplendoroso de la gloria.
      La fiesta es, pues, el colmo de la vida, un regalo divino, decían los griegos. Prenda, recordatorio y promesa del tesoro que se sobrepone a todo tiempo, podemos agregar nosotros. Los magos de oriente, revestidos de reyes, son la mejor imagen de la libertad humana que se sobrepone a desiertos y mudanzas y es capaz de permanecer; pero ellos son también la imagen del estudio y del esfuerzo por hacerse con lo permanente y guardarlo.

Estudiosos e investigadores

      Y es que, a mi juicio al menos y estoy seguro de que con la aquiescencia de Santo Tomás, las universidades de inspiración cristiana deberían considerar a los Tres Magos como a sus venerables precursores, porque pocas historias como las suyas recogen tan bienaventuradamente lo prototípico de la “profesión” universitaria, y más en general del estudio y la investigación: unos estudiosos persiguen admirados una estrella que les reúne en un arriesgado viaje y que les lleva a hincarse de rodillas ante un Niño al que entregan los tesoros que han llevado con ellos.
      Ya se ha dicho que los regalos sacan a la luz la realidad o, más propiamente, que sacan de la realidad su luz y, por tanto, la hacen visible. Hacer visible la realidad es una suerte de magia común pero, al mismo tiempo, extraordinaria, por la que se hace posible explicar y habitar la comprensión de lo real. Una universidad que merezca ese nombre es un lugar encantado al que solo se puede acceder cuando se cae bajo el hechizo de un maestro o, si se quiere, del magisterio de los que enseñan. Como sabemos, el término griego magos-magoi es la fuente del latín magi de donde deriva magister. Maestro (y mago) es el que transforma lo ordinario es fascinante porque lo convierte en territorio de la inteligencia y en objeto de una atención insospechada. Ahí, en la sociedad que forman mediante esa esforzada fascinación quienes nada tenían en común, se encuentra en lugar de otro modo inaccesible y repleto de tesoros al que merecería llamarse universidad.
      Ya se ha dicho que tesoro es lo permanente y lo que supera el tiempo; pero tesoro es también lo que sobrevive a su inmersión o retiro en el desierto y nos permite volver a empezar de nuevo. La verdad y todo lo valioso que los hombres han llegado a saber son, en efecto, como tesoros porque si bien les afecta el tiempo también pueden prevalecer mediante el estudio de unos hombres que se transmiten unos a otros lo que saben, y que se lo entregan entre sí como un tesoro para que no se pierda en el tiempo.
      La universidad es una de esas islas del tesoro cuyo acceso está vedado por encantamientos o mapas incompletos y donde lo valioso permanece. El saber tiene que sobrevivir al tiempo y para hacerlo necesita ser reiniciado de continuo por cada uno de los estudiosos que tienen que redescubrir a diario el mediterráneo, es decir, lo ya sabido, pero que se olvidaría si él y otros como él no lo reaprendieran. Además, el estudio también es un viaje que tiene que atravesar desiertos con frecuencia, porque su carácter esforzado pone a prueba y amenaza con desvanecer la voluntad de proseguir hasta el fin. Cruzar juntos el desierto es superar la prueba sirviéndose de la voluntad del otro cuando la propia flaquea y quedar así asociados en un mismo principio. En realidad sólo quien cruza desiertos tiene tesoros que entregar; lo demás son dádivas, es decir, dar de lo que sobra o de lo que se tiene sin esfuerzo en su posesión.
      En la tradición bíblica “magos” eran los sabios orientales avezados conocedores de los astros. Pero fuera ese el caso u otro distinto, lo cierto es que es necesario escrutar con mucha atención y cuidado el firmamento y estar muy sinceramente comprometido con los hallazgos de las propias indagaciones, para salir en persecución de una estrella por grande y singular que fuera su aparición. A mi juicio es necesario mirar el cielo de una manera especial y no sólo con curiosidad, sino con cierta admiración por algo superior que se expresa mediante su inmensidad y que compromete nuestra pequeñez. Me refiero a mirar el mundo y el universo como el escenario donde resulta aprehensible una verdad tan inagotable como capaz de comprometer nuestra vida transformándola. Los tres Reyes Magos eran más que probablemente hombres atentos y piadosos que escrutaban el firmamento con la veneración que produce lo que forma parte del misterio de nuestra existencia. Por eso no es casual ni irrelevante que el latín magi proceda del griego magos: entre los magos y el magister hay una genealogía etimológica y esencial.
      Los tres Magos son, además, los únicos hombres de ciencia que aparecen en los Evangelios, y los primeros entre los gentiles que llevados por el estudio y lo que aprendieron en la naturaleza, veneraron a Jesús llevándole sus tesoros preservados durante el largo viaje tras la estrella. No obstante, toda su perspicacia en la interpretación de los astros no les impidió alertar y turbar a Herodes y a toda Jerusalén sobre el nacimiento de un niño de alto destino. Es cierto que no necesitaron como los pastores un ángel para llegar hasta el Niño, pero fue necesario avisarles en sueños para que no regresaran a contarle a Herodes, cuyas previsibles intenciones se supieron bien pronto. Esa ingenua torpeza recuerda la de otro célebre estudioso del firmamento, Tales, que pasa por ser el primer filósofo y del que las jóvenes se reían viéndole caer en las trampas del suelo mientras miraba el cielo. Uno y otros fueron, como decía Platón que les ocurre a los filósofos, “amigos de mirar”.
      Viene de antiguo, pues, el tópico del sabio torpe, y es que el estudio requiere de una forma de obsesión que selecciona las relevancias y la atención que se les presta. Todo indicio o intuición es como una estrella cuyo seguimiento requiere abandonar lo seguro y dejar el rumbo del futuro en manos de lo desconocido pero prometedor, cuyo resplandor oscurece a lo demás. La sociedad de los que así viven intensifica esa focalización al tiempo que la mitiga completándola con otras visiones y escenarios. La sociedad del saber surge en torno a esa torpeza consiguiente al estudio, y a la compensación vital e intelectual que significa encontrase a otros por el camino persiguiendo su estrella.
      No hay prueba racional que pueda soslayar o ahorrar la necesidad de tener abierta la expectativa de que la realidad nos desborde. El conocimiento humano está penetrado de libertad y no se endereza en ninguna dirección por sí solo, como si fuera un mecanismo autónomo. Las pruebas racionales de la existencia de Dios, que las hay, solo lo son desde una dirección previa de la libertad que se hace expectación y acogida. Si no se me acusara de inmediato de infantil, me gustaría decir que no hay rastro en el mundo que sea más seguro acerca de la existencia de Dios que aquella estrella que condujo a los Magos a Belén. Era un simple astro, tal vez mayor o más resplandeciente, pero estrella al fin, un astro entre otros. Y, por tanto, para que señalara el camino hacia falta estar previamente abierto a lo que pudiera llegar, sin excluir todo lo que excediera nuestro campo de visión interior.
      Que esa estrella lleve a los estudiosos a postrarse ante jóvenes −a imagen de los Reyes que se postraron ante el Niño− a los que entregan sus tesoros encontrados y puestos a salvo tras azarosas e inciertas jornadas, hace visible que la sociedad del saber incluye su comunicación, y que lo que se posee mediante el saber como un tesoro, no se pone a salvo evitando su participación sino precisa y venturosamente mediante su comunicación. No atesora solo quien guarda, porque la única y mejor forma de guardar es dar; esa es la peculiar −la excepcional− forma de sociedad del saber que suponen las universidades como expresión visible de la esencia del hombre.


  Notas

    [1] Judíos y cristianos decimos tener un arca en la que guardamos una promesa de Dios, que es también don, predilección, prenda y presencia real suya. Por eso cuando esa promesa ha tomado la forma de regalo o presente, pero con presencia real, Dios mismo resulta ser el tesoro que guarda nuestras arcas, y entonces a su relación con nosotros le llamamos alianza y a Él mismo lo llamamos “Esposo”. Una visión sobre la relación entre Dios y el hombre a través de la noción de ‘alianza’ puede encontrarse en Hanh, Scott, La cena del cordero, Rialp, Madrid, 2005.
    [2] Pieper, J., Una teoría de la fiesta, Rialp. Madrid, 1974, p. 53.