JESÚS TRANSFORMA NUESTRAS PENAS EN ALEGRÍAS
Jesús Álvarez SSP (Evangelio del Domingo 2° del T.O./C)
"Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino. Entonces la madre de Jesús le dijo: "No tienen vino." Jesús le respondió: "Mujer, ¿por qué te metes en mis asuntos? Aún no ha llegado mi hora." Pero su madre dijo a los sirvientes: "Hagan lo que él les diga." Había allí seis recipientes de piedra, de los que usan los judíos para sus purificaciones, de unos cien litros de capacidad cada uno. Jesús dijo: "Llenen de agua esos recipientes." Y los llenaron hasta el borde. Les dijo: ”Saquen ahora y llévenle al mayordomo." Y ellos se lo llevaron. Después de probar el agua convertida en vino, el mayordomo llamó al novio, pues no sabía de dónde provenía, a pesar de que lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. Y le dijo: "Todo el mundo sirve al principio el vino mejor, y cuando ya todos han bebido bastante, les dan el de menos calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el final". (Jn. 2,1-11)
Son incontables los matrimonios celebrados en la Iglesia católica que terminan en el fracaso de la desintegración de la familia, porque no han admitido a Cristo como miembro principal de la familia, o lo han excluido de ella, por haber fundamentado la vida matrimonial en la arena del placer, de la comodidad, del dinero, de valores pasajeros…
Jesús santifica con su presencia y acción las bodas de Caná, confirmando como sagrado el matrimonio, instituido por Dios mismo. Jesús confiere valor de salvación a la unión conyugal, a los cantos, a la alegría, a la música, al baile que la acompañan. Todo lo verdaderamente humano está abierto a lo divino y a lo eterno.
La Iglesia de Jesús ha declarado el matrimonio como sacramento; o sea, un acontecimiento de salvación eterna; una unión en el amor, --que incluye la ternura física, obra de Dios--, en la fidelidad y en la felicidad, con destino a nuestra Familia eterna, el Hogar de la Trinidad, origen, modelo y meta de toda familia. Amor que no anhela ser eterno, no es amor, sino egoísmo.
Con la celebración sacramental del matrimonio, los esposos acogen para siempre a Cristo como el primer miembro de la familia, garantía de la perseverancia en el amor fiel, en el camino de la salvación, en el perdón de las ofensas, paciencia en las pruebas y sufrimientos.
Dios está en nuestras penas, para transformarlas en fuente de felicidad y de vida eterna. Pero también está en nuestras alegrías sanas para eternizarlas. Felices quienes perciben su presencia y le hacen espacio en sus deseos, sufrimientos y alegrías, en sus corazones y en sus hogares.
¿Por qué extrañarse de que sobrevengan tempestades fatales cuando la pareja, la familia se olvida de Cristo, lo arrincona, lo excluye de su vida, del santuario doméstico, del hogar?
Eso les pasó a los apóstoles cuando se fueron a pescar sin Jesús y sin orar: no pescaron nada. Y también cuando las olas amenazaban acabar con ellos en ausencia del Maestro. Pero todo terminó bien, porque acogieron a Jesús que los salvó.
La pareja y la familia cristiana --unida a Cristo--, tiene garantizada la presencia del Resucitado por su palabra infalible: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Lo decisivo es que también la familia esté con Él todos los días. La familia que ora unida, permanece unida y se salva unida.
Y cuando amenaza el peligro, lo llama a gritos, como los apóstoles: “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!” (Mt. 8, 25), porque se hunde nuestra barca familiar.
Con Cristo presente, la pareja será feliz en la fecundidad natural, con la vida engendrada. Y hará realidad la fecundidad salvífica, que consiste en engendrar a los hijos también para la vida eterna, mediante la fe, la oración, el ejemplo, el amor a Dios, el sufrimiento ofrecido, la palabra y las obras de bien.