1/15/13


La fe, 


un renacer con la fuerza de Dios



¿Qué tiene que ver el origen de Jesús con la fe? ¿Qué podemos aprender de la actitud de María en ese origen? ¿De qué nos puede servir esto ante las dificultades?

      Al comienzo del año, y en la “cuesta” de Enero, nos conviene plantearnos cómo nos ayuda la fe.

      De esto se ocupó Benedicto XVI en su audiencia general del 2 de enero, con el título: “Fue concebido por obra del Espíritu Santo”. Ante la gruta de Belén surge la pregunta de cómo pudo aquel Niño cambiar radicalmente el curso de la historia. Y aún otra pregunta más profunda, que hizo Pilatos: «¿De dónde eres tú?»(Jn 19, 9).
      Jesús había dicho «Yo soy el pan bajado del cielo» (Jn 6, 41), pero muchos no le habían querido escuchar, pensando que conocían bien a su padre y a su madre (cf. Jn 6, 42). Y luego les había insistido: «Yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz» (Jn 7, 28).

      El Papa se detiene mostrando cómo el origen de Jesús está claro en los Evangelios, sobre todo en las palabras del ángel Gabriel a María. Al mismo tiempo, todo ello nos enseña acerca de lo que supone la fe cristiana.

El verdadero origen de Jesús

      Los cuatro Evangelios, señala Benedicto XVI, responden con claridad a la pregunta de dónde viene Jesússu verdadero origen es Dios Padre, pero de una manera muy distinta a cualquier otro profeta o enviado por Dios. «El Espíritu Santo −se lee en el Evangelio según San Lucas− vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Y en el de San Mateo, las palabras dirigidas a San José: “Lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).

      De hecho, apunta el Papa, al rezar el Credo en estos días navideños, y llegar a la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», la liturgia nos pide que nos arrodillemos. Y muchas grandes obras de música sacra (como la Misa de la Coronación, de Mozart) se detienen de modo especial en esa frase, «casi queriendo expresar con el lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre».

      Observa también Benedicto XVI que en la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», se incluyen cuatro sujetos: además del Espíritu Santo y María, se sobreentiende Jesús, que se hizo carne en el seno de la Virgen. Y si miramos cómo define el Credo a Jesús (unigénito Hijo de Dios, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, de la misma naturaleza del Padre), descubrimos que Jesús remite a la persona del Padre, que es, en realidad, el primer sujeto de esa frase: el Padre, que con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.

El papel de María

      A continuación el Papa profundiza en el papel de María en la encarnación del Hijo de Dios. Gracias a ella, tenemos a Dios con nosotros. «Así, María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, ‘acepta’ convertirse en lugar en el que habita Dios. (…) Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran Imperio romano». Por eso no debemos temer ante nuestra pobreza o inadecuación para dar testimonio de Jesucristo.

      La explicación del ángel a María: «El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35), remite en primer lugar al comienzo de la creación cuando «el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (Gn. 1, 2); Él es el Espíritu creador que está en el origen de todas las cosas y del ser humano. Por eso «lo que acontece en María −observa el Papa−, a través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva creación: Dios, que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a un nuevo inicio de la humanidad». Por eso los Padres de la Iglesia hablan de Cristo como “el nuevo Adán”.

Nacer de nuevo como hijos de Dios

      Y en el Año de la Fe, añade Benedicto XVI: «Esto nos hace reflexionar sobre cómo la fe trae también a nosotros una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo nacimiento». En efecto −agrega−, «en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace renacer como hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene con el Padre». Hace notar que el Bautismo no es algo que nosotros hacemos sino que recibimos, y al recibirlo nos hace hijos de Dios (cf. Rm 8, 14-16).

      Cabría preguntar cómo se concreta, en nuestro caso, ese “nacer de nuevo”. Así lo dice el Papa, explicando que no se trata de algo que sucede sólo cuando nos bautizamos, sin que tomemos parte “activa” en ello, como es el caso del bautismo de los niños pequeños. Ahora sigue sucediendo, pero solo si nos abrimos a Dios por la fe«Solo si nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona».

Ser morada de Dios entre los hombres

      En segundo lugar, el ángel le dice a María: «la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Alude así a la nube que, durante el camino del éxodo del pueblo de Israel por el desierto, se detenía sobre la tienda que guardaba el arca de la Alianza, indicando la presencia de Dios (cf. Ez 40, 34-38). Aquí se quiere indicar −señala Benedicto XVI− que «María, por lo tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca de la alianza: con su ‘sí’ a las palabras del arcángel, Dios recibe una morada en este mundo, Aquel que el universo no puede contener establece su morada en el seno de una virgen».

      Y esto también se nos aplica. También Dios puede hacerse presente en el mundo por medio de nosotros«Aunque a menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante las dificultades y el mal del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra maravillas precisamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co 12, 9-10)».