Carta del Prelado del Opus Dei
(abril 2013)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Todavía son muy recientes los momentos de gran importancia, y de los que hemos sido testigos, en la vida de la Iglesia: la elección de un nuevo Romano Pontífice. Como sucede siempre en estos acontecimientos, hemos experimentado la acción del Paráclito y lo que afirmaba Benedicto XVI al comenzar el ministerio petrino: «La Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días (...). La Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos».
Con un gozo grande, unidos a toda la Iglesia, hemos acogido todas y todos en la Obra la elección del Papa Francisco, que ha traído consigo una ráfaga de espiritualidad, de anhelos de mejora. La festividad de san José, día en el que el nuevo Romano Pontífice dio inicio solemne a su ministerio de Pastor supremo de la Iglesia universal, ha hecho especialmente tangible que el Señor, su Madre Santísima y el santo Patriarca velan por la Iglesia en todo momento; que la Esposa de Cristo nunca se encuentra sola entre los avatares y fluctuaciones que encuentra en el curso de su existencia.
¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia?, se preguntaba el Papa Francisco. Y respondía: con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto y no tanto al propio; es lo que Dios pide a David (...). Dios no desea una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. José es "custodio" porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es aún más sensible a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. Como os hice notar antes de la elección, y os confirmé luego —siguiendo en todo a nuestro Padre—, ya queremos al nuevo Papa con inmenso cariño sobrenatural y humano, al tiempo que procuramos apoyar —con abundante oración y mortificación— los primeros pasos de su ministerio, siempre importantes.
Ayer comenzó el tiempo pascual. El aleluya lleno de júbilo que sube de la tierra al cielo en todos los rincones del planeta, manifiesta la fe inquebrantable de la Iglesia en su Señor. Jesús, tras su afrentosa muerte en la Cruz, ha recibido de Dios Padre, por el Espíritu Santo, una nueva vida —una vida plena de gloria en su Humanidad Santísima— como confesamos los domingos en uno de los artículos del Credo: el mismo Jesús —perféctus homo, hombre perfecto— que padeció la muerte bajo Poncio Pilato y fue sepultado, ese mismo resucitó al tercer día, según las Escrituras, para no morir nunca más y como prenda de nuestra resurrección futura y de la vida eterna que esperamos. Digamos, pues, con la Iglesia: en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, glorificarte siempre, Señor, pero más que nunca en este tiempo en que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado. Porque Él es el Cordero de Dios que quitó el pecado del mundo: muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida.
Tratemos de ahondar, con la ayuda del Paráclito, en este gran misterio de la fe, sobre el que se apoya —como el edificio sobre sus cimientos— toda la vida cristiana. «El misterio de la Resurrección de Cristo —enseña el Catecismo de la Iglesia Católica— es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento». Lo explicaba san Pablo a los cristianos de Corinto. Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce.
El carácter totalmente excepcional de la resurrección de Cristo consiste en que su Humanidad Santísima, reunidos de nuevo el alma y el cuerpo por la virtud del Espíritu Santo, ha sido completamente transfigurada en la gloria de Dios Padre. Es un hecho histórico del que dan testimonio testigos plenamente creíbles; pero es, al mismo tiempo y sobre todo, objeto fundamental de la fe cristiana. El Señor, «en su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es el hombre celestial (cfr. 1 Cor 15, 35-50)».
Meditemos lo que san Josemaría escribió en una de sus homilías: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos (...).
Cristo vive en su Iglesia. "Os digo la verdad: os conviene que Yo me vaya; porque si Yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7). Esos eran los designios de Dios: Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida. Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad.
De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía. Por eso la Misa es centro y raíz de la vida cristiana. En toda Misa está siempre el Cristo Total, Cabeza y Cuerpo. Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso. Porque Cristo es el Camino, el Mediador: en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía. En Jesucristo, e instruidos por Él, nos atrevemos a decir —audemus dicere— Pater noster, Padre nuestro. Nos atrevemos a llamar Padre al Señor de los cielos y de la tierra.
La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.
Jesús resucitado es también Dueño del mundo, Señor de la historia: nada sucede sin que Él lo quiera o lo permita en vista de los designios salvadores de Dios. San Juan nos lo presenta en el Apocalipsis en toda su gloria: en medio de los candelabros como un Hijo de hombre, vestido con una túnica hasta los pies, y ceñido el pecho con una banda de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como lana blanca, como nieve, sus ojos como una llama de fuego, sus pies semejantes al metal precioso cuando está en un horno encendido, su voz como un estruendo de muchas aguas. En su mano derecha tenía siete estrellas, de su boca salía una espada tajante de doble filo, y su rostro era como el sol cuando brilla en todo su esplendor.
Esta soberanía de Nuestro Señor sobre el mundo y la historia en toda su amplitud, exige que sus discípulos nos empeñemos con todas nuestras fuerzas en la edificación de su reino en la tierra. Una tarea que requiere no sólo amar a Dios con todo el corazón y toda el alma, sino amar con caridad afectiva y efectiva, con obras y de verdad, a cada uno de nuestros semejantes, de modo especial a quienes se hallan más necesitados. Se comprende muy bien, por eso —escribió san Josemaría—, la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (cfr. Tertuliano, Apologético, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Ésta es, como sabéis, una de las preocupaciones que el nuevo Papa ha manifestado desde los primeros momentos de su pontificado. Impulsados por el ejemplo y las enseñanzas de nuestro Padre, sigamos esforzándonos por llevar la caridad de Cristo, la solicitud espiritual y material por los demás, al ambiente en el que cada uno trabaja; de modo personal, pero también buscando y urgiendo la colaboración de otras personas que manifiestan esta preocupación por los necesitados. No olvidemos nunca que el Opus Dei nació y se reforzó, por querer divino, entre los pobres y enfermos de las barriadas extremas de Madrid; y a ellos se dedicó nuestro Fundador con generosidad y heroísmo, con gran empleo de tiempo, en los primeros años de la Obra. En 1941 escribía: no hace falta recordaros, porque estáis viviéndolo, que el Opus Dei nació entre los pobres de Madrid, en los hospitales y en los barrios más miserables: a los pobres, a los niños y a los enfermos seguimos atendiéndolos. Es una tradición que no se interrumpirá nunca en la Obra[12].
Pocos años después, san Josemaría completaba esta enseñanza con otras palabras bien claras que, a pesar del tiempo transcurrido, conservan plena actualidad. En estos tiempos de confusión —escribía—, no se sabe lo que es derecha, ni centro, ni izquierda, en lo político y en lo social. Pero si por izquierda se entiende conseguir el bienestar para los pobres, para que todos puedan satisfacer el derecho a vivir con un mínimo de comodidad, a trabajar, a estar bien asistidos si se ponen enfermos, a distraerse, a tener hijos y poderles educar, a ser viejos y ser atendidos, entonces yo estoy más a la izquierda que nadie. Naturalmente, dentro de la doctrina social de la Iglesia, y sin compromisos con el marxismo o con el materialismo ateo; ni con la lucha de clases, anticristiana, porque en estas cosas no podemos transigir.
Dolía especialmente a nuestro Fundador que el desamor y la falta de caridad con los indigentes se diese a veces también entre cristianos. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás.
Hijas e hijos míos, meditemos estas palabras y hagámoslas resonar en los oídos de muchas personas, a fin de que el mandamiento nuevo de la caridad brille en la vida de todos y sea —como quería Jesús— el distintivo de todos sus discípulos. Querría que ahondáramos en las palabras del Evangelio, tras la resurrección de Jesús: gavísi sunt discípuli viso Dómino, los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Consideremos también que el Maestro nos sigue siempre de cerca, y hemos de descubrirlo, de mirarle, en las circunstancias extraordinarias y ordinarias de la vida corriente, con el convencimiento de lo que afirmaba san Josemaría: o lo encontramos ahí, o no lo encontraremos nunca. Por eso, tras el triunfo de Cristo, tras la seguridad de que cuenta con nosotros, ¿hemos dado un rumbo nuevo a nuestro gáudium cum pace, a nuestra alegría llena de paz?, ¿tiene contenido sobrenatural y humano?
A lo largo de este mes, junto al júbilo de la Iglesia por la Pascua y por tener de nuevo a un sucesor de Pedro en la tierra, en nuestro caso se añaden nuevos motivos de gozo: especialmente los aniversarios de la primera Comunión y de la Confirmación de san Josemaría el día 23. ¡Qué buena ocasión para que pidamos al Señor por su intercesión, en las próximas semanas, la luz abundante y la fortaleza del Espíritu Santo, para el Papa Francisco, para la Iglesia Santa, para la humanidad! No os oculto que disfruto recorriendo la historia del Opus Dei, la historia de las misericordias de Dios, y pido a la Trinidad Santísima que os suceda lo mismo a todas y a todos: no vivimos de recuerdos, sino del gozo de ver la mano de Dios en el recorrido de la Obra, en la vida de san Josemaría.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier