Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Han transcurrido algunas fechas desde el comienzo de la Cuaresma. Además de repasar, con agradecimiento y ánimo de aprender, los cuarenta días de oración y ayuno de Jesucristo en el desierto, y su lucha vencedora contra el espíritu maligno, la Iglesia nos propone que nos preparemos muy bien para adentrarnos en las escenas de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor en la próxima Pascua. Por eso nos invita a recorrer muy unidos al Maestro este tiempo litúrgico, como recordaba san Juan Pablo II hace unos años.
«Mirad que subimos a Jerusalén (Mc 10, 33). Mediante estas palabras el Señor invita a los discípulos a recorrer junto a Él el camino que partiendo de Galilea conduce hasta el lugar donde se consumará su misión redentora. Este camino a Jerusalén, que los evangelistas presentan como la culminación del itinerario terreno de Jesús, constituye el modelo de vida del cristiano, comprometido a seguir al Maestro en la vía de la Cruz.
»Cristo dirige esta misma invitación de "subir a Jerusalén" a los hombres y mujeres de hoy. Y lo hace con particular fuerza en este tiempo de Cuaresma, favorable para convertirse y encontrar la plena comunión con Él, participando íntimamente en el misterio de su muerte y resurrección. Por tanto, la Cuaresma representa para los creyentes la ocasión propicia para una profunda revisión de vida».
Conocemos las principales prácticas que la Iglesia recomienda, durante la Cuaresma, para manifestar este afán de conversión: la oración, la penitencia, las obras de caridad. Querría que, en esta ocasión, nos fijásemos especialmente en estas últimas. El Papa Francisco, en su mensaje para la Cuaresma, se refiere a la globalización de la indiferencia: un mal que se ha acentuado en nuestra época y que se opone frontalmente al modo de actuar de Dios. En efecto, el Señor, en su infinita misericordia, cuida de todos y de cada uno, nos busca también cuando nos alejamos, no cesa de enviarnos la claridad de su luz y la fuerza de su gracia, para que nos decidamos a conducirnos en todo momento como buenos hijos suyos. Pero ocurre —subraya el Pontífice— que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen....
Para superar este peligro, hemos de considerar que somos solidarios unos con otros. Y, sobre todo, reflexionar sobre la Comunión de los santos, que nos impulsará a servir, a ocuparnos —día tras día— de nuestras hermanas y de nuestros hermanos menesterosos de atención espiritual o material. La Cuaresma se convierte así en un tiempo especialmente propicio para imitar a Cristo con una entrega generosa a los miembros de su Cuerpo místico, pensando en cómo Él se nos da.
La fuerza para comportarnos de esta manera proviene de la escucha atenta de la palabra de Dios y de la recepción de los sacramentos —la Confesión, la Eucaristía—, señalados de modo concreto en los mandamientos de la Iglesia, en estas fechas. Consideremos que, al recibir el Cuerpo del Señor en la Comunión con las disposiciones espirituales necesarias, nos iremos pareciendo más y más a Él, se hará más perfecta nuestra identificación con Jesús, hasta llegar a ser —como repetía nuestro Padre— ipse Christus, el mismo Cristo. Y haremos muy nuestras todas las indigencias de los demás, sin dejar que se forme en nuestros corazones la costra del egoísmo, de centrarse en el propio yo: quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. Cómo no recordar la predicación rotunda de san Pablo: si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él.
Me interesa, y mucho, hijas e hijos míos, que apliquemos estas consideraciones al cuidado de los enfermos: una obra de misericordia que Jesucristo premia de modo especial. Recemos también a diario por los que sufren persecución a causa de sus convicciones religiosas. ¡Nadie nos ha de resultar ajeno! Roguemos al Señor que los asista con su gracia y les conceda fuerzas. Y como la caridad es ordenada, ha de llegar, en primer término, a quienes se hallan más cercanos —miembros de nuestra familia sobrenatural o humana, amigos y vecinos, compañeros de trabajo—, a todos aquellos con quienes nos unen especiales lazos de fraternidad, por las distintas situaciones que atravesamos.
Muy claras son las sugerencias que transcribo: ¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cfr. Lc 16, 19-31).
Aprovecho estas líneas para agradecer nuevamente a mis hijas y a mis hijos, y a tantas otras personas que cuidan de los enfermos y de las personas ancianas, su dedicación generosa a esta labor: ¡cómo les sonríe Dios! No se me oculta que, en ocasiones, en esa tarea quizá brote el cansancio. Pero entonces volvamos los ojos a una realidad muy clara a la luz de la fe: atender a quienes no pueden valerse por sí mismos, tanto en el propio hogar como en otros lugares, nos introduce derechamente en el Corazón misericordioso del Señor. Esmerémonos en dedicarles nuestros mejores servicios, sin regatear jamás el sacrificio personal. Con frecuencia leo cómo san Josemaría acudía gozoso —¡era una necesidad, también para hacer el Opus Dei!— a visitar a los enfermos, a estar con ellas o con ellos. De esos momentos sacaba fuerzas para cumplir lo que Dios le pedía.
Contamos en la Obra con una amplia experiencia de estas obras de misericordia: no en vano —repito— el Opus Dei nació y se consolidó entre los pobres y los enfermos. Muy significativo para nuestro caminar es que el 19 de marzo de 1975, pocos meses antes de su tránsito al Cielo —han transcurrido cuarenta años—, nuestro Padre recordara con viveza aquellos comienzos durante una tertulia en familia. Os invito a detenernos de nuevo en sus palabras.
Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (....). ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis (...).
Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros —algún día os lo contarán con más detalle, con documentos y papeles— que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.
A las enfermas y a los enfermos les sugiero que sean dóciles y se dejen atender; que agradezcan el cariño humano y cristiano que les dispensa el mismo Jesucristo por medio de quienes se ocupan de ellas o de ellos. ¡Cuántas personas, también entre las que no poseen el tesoro de la fe, quedan removidas ante estas manifestaciones del verdadero amor cristiano y humano, y acaban por descubrir el rostro de Jesús en los enfermos o en las personas que por ellos se gastan!
Qué gozo nos causa también la cercanía de las solemnidades de san José y de la Anunciación de Nuestra Señora. Cobran una significativa relevancia en este año mariano dedicado a la familia, pues colocan ante nuestros ojos el ambiente del hogar de Nazaret. Allí se hizo presente la gran misericordia de Dios con la humanidad, el amor de la Trinidad mediante la encarnación del Verbo en el seno purísimo de María. Allí pasó Jesús largos años, rodeado en todo momento por el cariño y el desvelo de su Madre y de san José. Allí trabajó con perfección humana y sobrenatural el santo Patriarca. Son excelentes motivos para confiarles la santidad de los hogares cristianos e impetrar su protección sobre todas las familias de la tierra.
En sus recientes catequesis, el Papa ha subrayado el importantísimo papel de la madre y del padre en el seno de la familia: las madres —decía en una de estas ocasiones— son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta. Lo mismo cabe afirmar de los padres, que juegan igualmente un papel fundamental. Cada familia precisa la presencia de un padre, aunque desgraciadamente hoy se ha llegado a afirmar que nuestra sociedad es una "sociedad sin padres" (...). Especialmente en la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. Esta actitud constituye un error muy grave, pues tanto el padre como la madre resultan completamente imprescindibles para el desarrollo armónico de los hijos en todas sus facetas. ¿Es intensa, generosa, nuestra oración por esta célula vital —la familia— de la Iglesia y de la sociedad civil? ¿Rezamos para que cada hogar sea una prolongación del que albergó al Hijo de Dios en Nazaret? ¿Cómo agradecemos la abnegación generosa y alegre de tantos padres y madres? ¿Nos acordamos de rezar por la felicidad de los esposos a los que Dios no concede hijos, para que amen la Voluntad del Cielo, dando además ejemplo de servicio a la humanidad entera?
En cualquier caso, sean muchos, pocos o ninguno los hijos que Dios conceda, es preciso que todos los hogares cristianos promuevan la alegría de saberse iglesia doméstica. Por eso recojo las siguientes enseñanzas de san Josemaría, cuando afirmaba que hay que recibir los hijos siempre con alegría y agradecimiento, porque son regalo y bendición de Dios y una prueba de su confianza. Y añadía: no dudéis de que la disminución de los hijos en las familias cristianas redundaría en la disminución del número de vocaciones sacerdotales, y de almas que se quieran dedicar de por vida al servicio de Jesucristo. Yo he visto bastantes matrimonios que, no dándoles Dios más que un hijo, han tenido la generosidad de ofrecérselo a Dios. Pero no son muchos los que lo hacen así. En las familias numerosas es más fácil comprender la grandeza de la vocación divina y, entre sus hijos, los hay para todos los estados y caminos.
No siempre los esposos tienen descendencia. En estos casos, no han de considerarse fracasados, porque no lo son. Es otro modo —también divino— que el Señor tiene de bendecir el amor conyugal. Las familias numerosas —afirmaba nuestro Padre— me causan mucha alegría. Pero cuando me encuentro un matrimonio sin hijos, porque Dios no se los ha concedido, me lleno también de gozo: no sólo pueden santificar lo mismo su hogar, sino que además disponen de más tiempo para dedicarse a los hijos de los otros, y son ya muchos los que lo hacen con una abnegación conmovedora. Tengo el orgullo de poder asegurar que nunca he apagado un amor noble de la tierra; al contrario, lo he alentado, porque debe ser —cada día más— un camino divino. Agradezcamos a Dios la fidelidad alegre de estos esposos.
En la fiesta de san José, todas y todos acudimos al santo Patriarca pidiéndole que colme de fidelidad a Dios toda nuestra existencia, día a día, como cumplió este varón justo, respondiendo a todas las peticiones divinas. Y, antes de concluir, deseo recordar que el 28 de marzo se cumplen noventa años de la ordenación sacerdotal de nuestro Padre. Invocadle especialmente con una súplica piadosa y constante por la Iglesia y el Papa; por las vocaciones sacerdotales y religiosas; por las vocaciones —también divinas— a una entrega total en medio del mundo, en el celibato apostólico o en el matrimonio; por la fidelidad de todos los cristianos. Dirigid vuestras plegarias, con fe y confianza, a la Virgen y a san José, para que sepamos caminar de modo contemplativo en medio del mundo. Y seguid encomendando todas mis intenciones.
Me da mucha alegría deciros que, antes de comenzar el curso de retiro, he ido a rezar a Loreto, con todas y con todos, y con nuestro Padre. Pude acompañarlo en varias ocasiones y contemplar cómo sabía querer a nuestra Madre y dejar en sus manos la vida de sus hijas y de sus hijos, la suya: ¡la Obra!, para servir más y mejor a la santa Iglesia.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier