3/14/15

'Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios'

    El Papa ayer en la Basí­lica de San Pedro

También este año, en vísperas del Cuarto Domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la liturgia penitencial. Estamos unidos a tantos cristianos que hoy, en todas partes del mundo, han acogido la invitación para vivir este momento como signo de la bondad del Señor. El Sacramento de la Reconciliación, en efecto, permite acercarnos con confianza al Padre para tener la certeza de su perdón. Él es verdaderamente rico en misericordia y la extiende con abundancia a cuantos acuden a Él con sincero corazón.
Estar aquí para experimentar su amor es, ante todo, fruto de su gracia. Como nos recuerda el apóstol Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia en el trascurso de los siglos. La trasformación del corazón, que nos lleva a confesar nuestros pecados, es don de Dios. ¡Solos no podemos! Poder confesar nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es obra suya (cfr. Ef 2,8-10). Ser tocados con ternura por su mano y trasformados por su gracia nos permite, por tanto, acercarnos al sacerdote sin miedo por nuestras culpas, con la certeza de ser acogidos y comprendidos por él en nombre de Dios, a pesar de nuestras miserias; y acercarnos sin abogado defensor: ¡solo tenemos uno, que dio su vida por nuestros pecados! Es Él quien, con el Padre, nos defiende siempre. Saliendo del confesionario, sentiremos su fuerza, que devuelve la vida y restituye el entusiasmo de la fe. Después de la confesión habremos renacido.
El Evangelio que hemos escuchado (cfr. Lc 7,36-50) nos abre un camino de esperanza y de consuelo. Es bueno sentir sobre nosotros la misma mirada compasiva de Jesús, como la notó la mujer pecadora en casa del fariseo. En este texto se repiten con insistencia dos palabras: amor y juicio.
Está el amor de la mujer pecadora que se humilla ante el Señor; pero antes está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la empuja a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de alegría lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su cariño puro; y el ungüento perfumado, derramado en abundancia, demuestra lo valioso que es Él a sus ojos. Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza invencible en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Y esa certeza es bellísima! Jesús le da esa certeza: acogiéndola, le demuestra el amor de Dios por ella, precisamente por ella, ¡una pecadora pública! El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque amó mucho (Lc 7,47); y ella adora a Jesús porque siente que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la comprende con amor, a ella, que es una pecadora. Gracias a Jesús, Dios se echa sus muchos pecados a los hombros, y no los vuelve a recordar (cfr. Is 43,25). Porque también esto es verdad: cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios! Para ella comienza ahora una nueva estación; ha renacido, en el amor, a una vida nueva.
Esta mujer encontró verdaderamente al Señor. En el silencio, le abrió su corazón; en el dolor, le mostró el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, apeló a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún juicio, salvo el que viene de Dios, ¡y ese es el juicio de la misericordia! El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia.
Simón, el dueño de la casa, el fariseo, por el contrario, no logra hallar la senda del amor. Todo está calculado, todo pensado… Se queda esperando a las puertas de la formalidad. ¡Es una cosa fea el amor formal, no se entiende! No es capaz de dar el siguiente paso para salir al encuentro de Jesús, que le trae la salvación. Simón se limitó a invitar a Jesús a comer, pero no lo acogió de verdad. En sus pensamientos invoca solo la justicia, y al hacerlo así, se equivoca. Su juicio sobre la mujer lo aleja de la verdad y tampoco le permite comprender quién es su invitado. Se quedó en la superficie —en la formalidad—, no fue capaz de mirar al corazón. Ante la parábola de Jesús y la pregunta sobre qué siervo amó más, el fariseo responde correctamente: Aquel a quien más se le perdonó. Y Jesús no deja de advertirlo: Has juzgado bien (Lc 7,43). Solo cuando el juicio de Simón se dirige al amor, entonces acierta.
La advertencia de Jesús nos empuja a cada uno a no quedarnos nunca en la superficie de las cosas, sobre todo cuando estamos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a apuntar al corazón para ver de cuánta generosidad es capaz cada uno. Nadie puede quedar excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen la senda para acceder, y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que cuantos sean tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón. Cuanto más grande sea el pecado, mayor debe ser el amor que la Iglesia expresa hacia los que se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! Jamás se asusta de nuestros pecados. Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decide volver al padre, piensa darle un discurso, pero su padre no lo deja hablar, lo abraza (cfr. Lc 15,17-24). ¡Pues así Jesús con nosotros! “Pero es que yo tengo tantos pecados…”. ¡Pues Él se pondrá muy contento de que vayas: ¡te abrazará con tanto amor! No tengas miedo.
Queridos hermanos y hermanas, he pensado bastante acerca de cómo la Iglesia puede hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia. Es un camino que comienza con una conversión espiritual; y tenemos que hacer ese camino. Por eso, he decidido convocar unJubileo extraordinario que tenga como centro la misericordia de Dios. Será un Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra del Señor: Sed misericordiosos como mi Padre (cfr. Lc 6,36). ¡Y eso especialmente para los confesores! ¡Tanta misericordia!
El año Santo comenzará la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y concluirá el 20 de noviembre del 2016, Domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo y Rostro vivo de la misericordia del Padre. Confío la organización de este Jubileo al Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, para que pueda animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia.
Estoy convencido de que toda la Iglesia, que tiene tanta necesidad de recibir misericordia porque somos pecadores, podrá encontrar en este Jubileo la alegría de volver a descubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la que todos estamos llamados a dar consuelo a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos que Dios lo perdona todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón. Confiemos desde ahora este Año a la Madre de la Misericordia, para que dirija su mirada hacia nosotros y vele sobre nuestro camino: nuestro camino penitencial, nuestro camino con el corazón abierto, durante un año, para recibir la indulgencia de Dios, para recibir la misericordia de Dios.