El Papa en la homilía de ayer
Acabamos de leer la parábola del rico que vestía de púrpura y lino finísimo y cada día daba grandes banquetes (Lc 16,19-31). No dice que sea malo; puede que fuera un hombre religioso, a su modo. Quizá rezaba alguna oración, y dos o tres veces al año seguramente iba al Templo a hacer sacrificios y dar generosas ofrendas a los sacerdotes, y éstos, con esa pusilanimidad clerical, se lo agradecían y lo sentaban en el puesto de honor. Pero no se daba cuenta de que a su puerta había un pobre mendigo, Lázaro, muerto de hambre, lleno de llagas, símbolo de sus muchas necesidades.
Cuando salía de casa, tal vez el rico iba en un coche con cristales ahumados para no ver fuera, no lo sé. Pero seguramente su alma, los ojos de su alma estaban oscurecidos para no ver. Solo veía dentro de su vida, y no advertía lo que le pasaba: no era malo, pero estaba enfermo, enfermo de mundanidad. Y la mundanidad trasforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un mundo artificial, hecho por ellos. ¡La mundanidad anestesia el alma! Por eso, este hombre mundano no era capaz de ver la realidad. Y la realidad es la de tantos pobres que viven junto a nosotros. Tantas personas que llevan una vida difícil. Pero si tengo el corazón mundano, jamás lo entenderé. El corazón mundano no puede entender las necesidades de los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer muchas cosas. Pero Jesús, en la Última Cena, en la oración al Padre, ¿qué pidió? Padre, no te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo (Jn 17, 15-16). Es un pecado sutil, o más que un pecado, es un estado pecador del alma.
En estas dos historias hay dos juicios: una maldición para el hombre que confía en el mundo, y una bendición para quien confía en el Señor (cfr. Jer 17,5-10). El hombre rico aleja su corazón de Dios, su alma está desierta, una tierra salobre e inhóspita, porque los mundanos, en realidad, están solos con su egoísmo. Tienen el corazón enfermo, tan apegado al modo de vivir mundano, que difícilmente se puede curar. Además, mientras el pobre tenía nombre, Lázaro, el rico ni lo tiene: no tenía nombre porque los mundanos pierden el nombre. Solo son uno cualquiera de esamuchedumbre acomodada, que no necesita nada. ¡Los mundanos pierden hasta el nombre!
En la parábola, el hombre rico, cuando muere y se encuentra atormentado, pide a Abraham que envíe a algún muerto a avisar a sus hermanos que aún viven. Pero Abraham responde que si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán ni aunque se les apareciese un muerto. Los mundanos piden manifestaciones extraordinarias, pero en la Iglesia está todo muy claro, Jesús habló claramente: ese es el camino.
Pero, al final, hay unas palabras de consuelo. Cuando el hombre mundano, en los tormentos, pide que envíe a Lázaro con un poco de agua, ¿qué responde Abraham? —Abraham es la figura de Dios, del Padre—: Hijo, acuérdate… Los mundanos han perdido el nombre; igual que nosotros, si tenemos el corazón mundano, lo perdemos. Pero no somos huérfanos. Hasta el final, hasta el último momento está la seguridad de que tenemos un Padre que nos espera. Confiemos en Él. ¡Hijo! Nos llama hijos en medio de aquella mundanidad: hijo. No somos huérfanos.