El Papa en la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En las audiencia generales a menudo hay personas o grupos pertenecientes a otras religiones; pero hoy esta presencia es particular, para recordar juntos al 50ª aniversario de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra ætate sobre las relaciones de la Iglesia católica con las religiones no cristianas. Este tema estaba fuertemente en el corazón del beato papa Pablo VI, que ya en la fiesta de pentecostés del año precedente al final del Concilio, había instituido el Secretariado para los no cristianos, hoy Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Expreso por eso mi gratitud y mi calurosa bienvenida a personas y grupos de diversas religiones, que hoy han querido estar presentes, especialmente a los que han venido de lejos.
El Concilio Vaticano II fue un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y oración para renovar la mirada de la Iglesia católica sobre sí misma y sobre el mundo. Una carta de los signos de los tiempos en vista de una actualización orientada por una doble fidelidad: fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad a la historia de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. De hecho, Dios, que se ha revelado en la creación y en la historia, que ha hablado por medio de los profetas y completamente en su Hijo hecho hombre (cfr Eb 1,1), se dirige al corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la verdad y los caminos para practicarla.
El mensaje de la Declaración Nostra ætate es siempre actual. Subrayo brevemente algunos puntos
- la creciente interdependencia de los pueblos (cfr n. 1);
- la búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte, interrogantes que siempre acompañan nuestro camino (cfr n. 1);
- los orígenes comunes y el destino común de la humanidad (cfr n. 1);
- la unidad de la familia humana (cfr n. 1);
- las religiones como búsqueda de Dios y del Absoluto, dentro de las diferentes etnias y culturas (cfr n. 1);
- la mirada benévola y atenta de la Iglesia sobre las religiones: esta no rechaza nada de lo que le es bello y verdadero (cfr n. 2);
- la Iglesia mira con estima los creyentes de todas las religiones, apreciando su compromiso espiritual y moral (cfr n. 3);
- la Iglesia abierta al diálogo con todos, y al mismo tiempo fiel a la verdad en la que cree, por comenzar en aquella que la salvación ofrecida a todos tiene su origen en Jesús, único salvador, y que el Espíritu Santo está a la obra, fuente de paz y amor.
Son muchos los eventos, las iniciativas, las relaciones institucionales y personales con las religiones no cristianas de estos últimos cincuenta años, y es difícil recordarlos todos. Un acontecimiento particularmente significativo fue el encuentro en Asís el 27 de octubre de 1986. Fue querido y promovido por san Juan Pablo II, el cual un año antes, por tanto hace 30 años, dirigiéndose a los jóvenes musulmanes en Casablanca deseaba que todos los creyentes en Dios favorecieran la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos (19 agosto 1985). La llama, encendida en Asís, se ha extendido en todo el mundo y constituye una permanente signo de esperanza.
Una especial gratitud a Dios merece la pena la verdadera y propia transformación que ha tenido en estos 50 años la relación entre cristianos y judíos. Indiferencia y oposición cambiaron en colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños, nos hemos convertido en amigos y hermanos. El Concilio, con la Declaración Nostra ætate, ha marcado el camino: “sí” al descubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no” a toda forma de antisemitismo y condena de toda injuria, discriminación y persecución que se deriva. El conocimiento, el respeto y la estima mutua constituyen el camino que, si vale de forma peculiar para la relación con los judíos, vale análogamente también para la relación con las otras religiones. Pienso particularmente en los musulmanes, que --como recuerda el Concilio-- “adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres” (Nostra aetate, 5). Ellos se refieren a la paternidad de Abraham, veneran a Jesús como profeta, honran a su Madre virgen, María, esperan el día del juicio, y practican la oración, la limosna y el ayuno (cfr ibid).
El diálogo que necesitamos tiene que ser abierto y respetuoso, y entonces se revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, fin del diálogo interreligioso: respetar el derecho de los otros a la vida, a la integridad física, a las libertades fundamentales, es decir a la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión.
El mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que no profesan ninguna religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos temas: la paz, el hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la violencia, en particular aquella cometida en nombre de la religión, la corrupción, el degrado moral, la crisis de la familia, de la economía, de las finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros, creyentes, no tenemos recetas para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y nosotros creyentes rezamos, debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, a la que nos acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir los dones que anhela la humanidad.
A causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una actitud de sospecha o incluso de condena a las religiones. En realidad, aunque ninguna religión es inmune al riesgo de desviaciones fundamentalistas o extremistas en individuos o grupos (cfr Discurso al Congreso EEUU, 24 de septiembre de 2015), es necesario mirar a los valores positivos que viven y proponen y que son fuentes de esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir más allá. El diálogo basado sobre el confiado respeto puede llevar semillas de bien que se transforman en brotes de amistad y de colaboración en tantos campos, y sobre todo en el servicio a los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida de los migrantes, en la atención a quien es excluido. Podemos caminar juntos cuidando los unos de los otros y de lo creado. Todos los creyentes de cada religión. Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado el jardín del mundo para cultivar y cuidar como bien común, y podemos realizar proyectos compartidos para combatir la pobreza y asegurar a cada hombre y mujer condiciones de vida dignas.
El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que está delante de nosotros, es una ocasión propicia para trabajar juntos en el campo de las obras de caridad. Y en este campo, donde cuenta sobre todo la compasión, pueden unirse a nosotros tantas personas que no se sienten creyentes o que están en búsqueda de Dios y de la verdad, personas que ponen al centro el rostro del otro, en particular el rostro del hermano y de la hermana necesitados. Pero la misericordia a la cual somos llamados abraza a todo el creado, que Dios nos ha confiado para ser cuidadores y no explotadores, o peor todavía, destructores. Debemos siempre proponernos dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cfr Enc. Laudato si’, 194), a partir del ambiente en el cual vivimos, de nuestros pequeños gestos de nuestra vida cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo interreligioso, la primera cosa que debemos hacer es rezar. Sin el Señor, nada es posible; con Él, ¡todo se convierte! Pueda nuestra oración unirse plenamente a la voluntad de Dios, que desea que todos los hombres se reconozcan hermanas y vivan como tal, formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad.