Salvador Bernal
Ha construido su mensaje con puntos indispensables para una orientación más justa de la convivencia entre los hombres y los pueblos
Escribo estas líneas antes de leer la información sobre la Jornada Mundial de las familias en Filadelfia, origen histórico del último viaje de Francisco, profundamente pastoral, por mucho que algunos subrayen posibles elementos políticos.
Resulta comprensible que, para tantos observadores −incluso, creyentes−, interesen más los mensajes pontificios en ceremonias oficiales, y no digamos sus discursos en el Congreso de EEUU y en la asamblea general de la ONU. Salvo error por mi parte, es la primera vez en la historia que el obispo de Roma habla en el Congreso, y la quinta en Naciones Unidas, desde que Pablo VI acudió con un profundo mensaje de paz hará dentro de unos días cincuenta años.
Pero las palabras de Francisco no son políticas ni diplomáticas, sino religiosas. Al menos desde la constitución pastoral Gaudium et Spes, el magisterio católico supera la teoría del poder indirecto en favor de la legítima autonomía del orden temporal. No se excluye que los obispos actualicen y apliquen la doctrina social de la Iglesia cuando lo requieran las circunstancias. Pero su juicio será siempre moral... o no será católico. Y, si se extralimitasen, se encontrarían con la indiferencia de los miembros del pueblo de Dios, acostumbrados a elegir opciones y tomar decisiones prácticas en el ejercicio de su libertad personal (que incluye, lógicamente, sopesar aquellos criterios y juicios éticos).
Lo expresó con un lenguaje claro y bello el papa Benedicto XVI en diversos lugares, concretamente, en la encíclica Caritas in veritate, 9, con citas del Concilio, de Pablo VI y Juan Pablo II: “La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores −a veces ni siquiera el significado− con los cuales juzgarla y orientarla”.
El núcleo radical de la tarea evangelizadora −nueva y vieja−, como recordaba estos días Francisco, consiste en “el anuncio gozoso de Cristo, muerto y resucitado por nosotros”. Y exigía una vez más a los pastores que eviten mezclar la fe en batallas temporales: “Es necesario que el obispo perciba lúcidamente la batalla entre la luz y la oscuridad que se combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en bandera de luchas mundanas”.
No corresponde a la Conferencia episcopal llevar adelante el futuro político de Cuba, justamente porque la clave ética es la decisión y participación de los ciudadanos. Como nadie puede concluir razonablemente que el papa Francisco haya favorecido a unos partidos o candidatos en Estados Unidos. Ni que sus expresiones ignoren esa laicidad tantas veces invocada, que pide separación y respeto, y se convierte en laicismo cuando recluye las convicciones en espacios privados.
El papa ha construido su mensaje con puntos indispensables para una orientación más justa de la convivencia entre los hombres y los pueblos. La consideración meditada de sus palabras puede contribuir a ese buen gobierno tan repetido en el plano nacional e internacional. Ojalá crezca, en concreto, la operatividad de la ONU en la resolución de tantos conflictos regionales, que evite el drama de esos millones de víctimas y refugiados inexplicables en la civilización del siglo XXI.
También el papa protege a los más débiles cuando exige un renovado empeño por el cuidado de la casa común. Porque las decisiones de los dirigentes políticos −insistencia de Francisco− conciernen a personas concretas, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que tantas veces se ven obligadas a vivir en la miseria, privadas de todo derecho. De modo particular, al afrontar esa “crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial”, con la “misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados”.
Así lo manifestó en Nueva York a los jefes de los Estados, como antes en el Congreso americano, al poner en guardia a los representantes del pueblo frente a lecturas simplistas y reductivas de la situación social y política del mundo; también para evitar la tentación de eludir lo difícil, exigido por el compromiso con un bien común quizá arduo. Porque, sin duda, los dirigentes necesitan coraje, constancia e inteligencia para resolver las múltiples crisis geopolíticas y económica actuales. El punto mínimo de partida sigue estando en las tres “t” −techo, trabajo, tierra−, como sintetizó en Bolivia; junto con la libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y las demás libertades civiles.
Vale la pena releer los documentos, para elevar el punto de mira, crecer en libertad y sentido solidario, y aceptar el reto que se marca a sí mismo el papa: construir puentes para superar las “diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado”.