(julio de
2016)
"El carnet de identidad del
cristiano es la alegría", dice el Prelado en su carta repitiendo una
expresión del Santo Padre. Nuestra alegría, aun en medio de las
contradicciones, será un modo evangélico de consolar a quien lo necesita.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis
hijas y a mis hijos!
A lo largo de estos meses, nos estamos
esforzando por situar en primer plano la práctica de las obras de misericordia.
Consideremos hoy una a la que Jesucristo se refiere expresamente al trazar el
programa del caminar cristiano, las bienaventuranzas. Bienaventurados
los que lloran, porque serán consolados.
Se trata de una obra de misericordia
que, como el perdón de las ofensas, nos permite parecernos más a Dios,
imitarle. Ya en el Antiguo Testamento, el Señor había anunciado: como
alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré. Y Jesús, en la
última cena, manifiesta esa consolación del modo más perfecto posible, pues
promete el envío del Espíritu Santo, la Persona divina a la que se atribuye
—por ser el Amor subsistente— la misión de consolar a los cristianos en sus
penas y, en general, de fortalecer a los afligidos para superar toda clase de
males.
Hijos míos, contemplando la situación
del mundo, nos damos cuenta de que muchas personas lloran, sufren. Los dramas
que ocasionan las guerras provocan grandes tragedias, que no nos pueden dejar
indiferentes; la emergencia de los inmigrantes o las situaciones de injusticia
que claman al cielo causan muchas lágrimas. Pienso, en particular, en los que
están sufriendo por defender su fe, incluso poniendo en riesgo sus vidas.
Al leer vuestras cartas, o en las
conversaciones que mantengo con vosotras o con vosotros, comparto de todo
corazón vuestras alegrías y también vuestras penas y dolores. ¡Cuántas familias
padecen un sufrimiento grande, porque alguno de sus miembros vive alejado del
Señor, o ven sufrir a un enfermo y se sienten impotentes para aliviarle el
dolor! Somos personas que estamos en medio del mundo, y es lógico que los
dramas contemporáneos —el flagelo de la droga, la crisis de la unión familiar,
el hielo producido por el individualismo, la crisis económica— nos toquen muy
de cerca.
Comprobar esta realidad no nos ha de
llevar a la tristeza. Contamos con la seguridad de que —si permanecemos junto
al Corazón de Jesús— seremos consolados, y no sólo en la vida eterna. Ya aquí
en esta tierra el Señor nos ofrece el consuelo de su cercanía. Como un padre
amoroso, no nos deja nunca a solas. Como enseñó siempre san Josemaría, la raíz
de la alegría sobrenatural de los cristianos brota de la conciencia de nuestra
filiación divina. A
mí me causa un consuelo inmenso la seguridad, tan propia de los hijos de Dios,
de que nunca estamos solos, porque Él siempre está con nosotros. ¿No os
conmueve esta ternura de la Trinidad Beatísima, que no abandona jamás a sus
criaturas?.
Fijémonos que, entre las razones de la
conversión del mundo pagano, en los primeros tiempos del cristianismo, se habla
del ejemplo de aquellos predecesores nuestros, los primeros fieles bautizados,
que no perdían la alegría sobrenatural ante las penalidades y persecuciones que
sufrieron por amor a Jesucristo. En el libro de los Hechos se apunta
expresamente cómo los Apóstoles, después de haber sido azotados por predicar el
Evangelio, salían gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían
sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre.
También ahora el gozo sobrenatural y
humano de los seguidores de Cristo, aun en medio de las mayores
contradicciones, ha de ser como un imán capaz de atraer a quienes se encuentran
inmersos en la tristeza o en la desesperación, porque no conocen cuánto les ama
Dios. «El
cristiano vive en la alegría y en el asombro gracias a la Resurrección de
Jesucristo. Como vemos en la Primera Carta de San Pedro (1, 3-9), aunque seamos
afligidos por las pruebas, nunca se nos quitará la alegría de lo que Dios ha
hecho en nosotros (...). El carnet de identidad del cristiano es la alegría: la
alegría del evangelio, la alegría de haber sido elegidos por Jesús, salvados
por Jesús, regenerados por Jesús; la alegría por la esperanza de que Jesús nos
espera, la alegría que — incluso en las cruces y en los sufrimientos de esta
vida — se expresa de otro modo, que es paz con la seguridad de que Jesús nos
acompaña, está con nosotros. El cristiano hace crecer esa alegría con la
confianza en Dios»..
En este contexto de fe y de esperanza
teologales, se entiende la seguridad con que nuestro Padre podía afirmar que la alegría es un bien cristiano, que
poseemos mientras luchamos, porque es consecuencia de la paz, además de que tiene
sus raíces en forma de Cruz.
Un cristiano que se sabe hijo de Dios no
se debería dejar apabullar por la tristeza. Podrá sufrir en el cuerpo y en el
alma, pero incluso entonces la conciencia de su filiación divina, suscitada en
él por la acción del Espíritu Santo, le prestará nuevas energías para ir
adelante, semper in lætitia!Como aconsejaba san Josemaría, mientras luchemos con tenacidad,
progresamos en el camino y nos santificamos. No hay ningún santo que no haya
tenido que luchar duramente. Nuestros defectos no deben llevarnos a la tristeza
y al decaimiento. Porque la tristeza puede nacer de la soberbia o del
cansancio: pero en los dos casos, el que acude al Buen Pastor y habla con
claridad, encuentra el oportuno remedio. ¡Siempre hay solución, aunque se
hubiese cometido un error gravísimo!.
El recurso seguro para evitar la
tristeza o salir de su tenaza, consiste en abrir el corazón con Jesús ante el
Sagrario, y a quien —como instrumento suyo— orienta al alma entre los
vericuetos de la vida espiritual. Tengamos siempre presente, poniéndolo en práctica,
el consejo que daba san Josemaría:levantad el corazón a Dios, cuando llegue el momento
duro de la jornada, cuando quiera meterse en nuestra alma la tristeza, cuando
sintamos el peso de este laborar de la vida, diciendo: miserere mei Domine, quoniam ad te
clamavi tota die: lætifica animam servi tui, quoniam ad te Domine animam meam
levavi (Sal 85, 3-4); Señor, ten misericordia de mí, porque te he
invocado todo el día: alegra a tu siervo, porque a ti, Señor, he levantado mi
alma.
¡Qué hermosa labor realizan los
cristianos al consolar a quienes se encuentran afligidos por una contrariedad,
grande o pequeña, que les roba la paz! Además de rezar por ellos, es preciso
fomentar una acogida cariñosa, pues muchas almas sólo buscan a alguien que
escuche con paciencia sus penas. ¡Cuántas caras tristes encontramos en nuestro
caminar terreno, porque nadie les ha enseñado a abandonarse en el Señor, y con
qué consolación fraterna debemos acogerlos! «Cuántas lágrimas se derraman a
cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras; y juntas forman como
un océano de desolación, que implora piedad, compasión, consuelo. Las más
amargas son las provocadas por la maldad humana: las lágrimas de aquel a quien
le han arrebatado violentamente a un ser querido; lágrimas de abuelos, de
madres y padres, de niños (...). Tenemos necesidad de la misericordia, del
consuelo que viene del Señor. Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero
también nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene
a secar las lágrimas de nuestros ojos».
Así se condujo el Maestro durante su
paso entre los hombres. Movido por su misericordia, se detuvo en el camino para
consolar a la viuda de Naín, que lloraba la muerte de su único hijo; de igual
modo se comportó con Marta y con María, en Betania, afligidas por la muerte de
su hermano Lázaro. También lloró por la suerte que iba a correr la ciudad de
Jerusalén[.
Al comenzar su pasión, ya en el Huerto de los Olivos, sufrió hasta el punto de
sudar sangre, y permitió queun ángel —una criatura— le consolase (cfr. Lc 22, 39-46). ¿Puede darse
mayor muestra de humanidad que admitir el consuelo, ese refuerzo que otro nos
presta para levantar nuestra languidez, nuestra debilidad, nuestro
descorazonamiento?.
Siguiendo los pasos del Maestro,
consolemos a quienes lo necesiten. Es algo que está en las entrañas del
espíritu cristiano. Así se dirigía san Francisco al Señor, en una oración
también repetida por muchas generaciones: «Señor, hazme instrumento de tu paz.
Donde hay odio, siembre yo amor; donde haya injuria, perdón; donde haya duda,
fe; donde haya tristeza, alegría; donde haya desaliento, esperanza; donde haya
oscuridad, tu luz».
El 22 de este mes recordamos a María
Magdalena. Pocos días atrás, el Papa ha elevado su memoria litúrgica a la
categoría de fiesta. Sus lágrimas de arrepentimiento borraron todos los errores
de su vida pasada, y le permitieron luego unirse al Señor en su Pasión y en su
Resurrección como ninguna otra de la santas mujeres, a excepción, claro está,
de la Santísima Virgen. Recurramos a la Madre de Dios y Madre nuestra en todas
nuestras necesidades; Ella es Consoladora de los afligidos, Refugio de los
pecadores, Auxilio de los cristianos, y no cesa de cuidarnos. ¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te
escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la
gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te
encontrarás reconfortado para la nueva lucha.
Sigamos rezando por el Papa y sus
intenciones. Acompañémosle espiritualmente en el viaje apostólico a Polonia con
ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará en Cracovia.
Con todo cariño, os bendice vuestro
Padre + Javier