Rafael María de Balbín
El ejercicio de las responsabilidades empresariales y directivas exige, además de un esfuerzo continuo de actualización profesional, una constante reflexión sobre los valores morales que deben guiar sus actuaciones
Una mentalidad marxista y populista ha ido construyendo la imagen del empresario como un individuo indeseable y explotador, como el malo de la película. Pareciera fruto de un modo de ver mezquino y envidioso con respecto al que triunfa produciendo riqueza.
Nada más lejano a la realidad, pues el empresario honesto es un auténtico benefactor de la sociedad. La iniciativa económica es expresión de la creatividad humana para responder a las necesidades de cada hombre en colaboración con los demás: «En este proceso están implicadas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 32).
El papel del empresario y de todo dirigente reviste una importancia capital, porque se sitúan en el corazón de la red de vínculos técnicos, comerciales, financieros y culturales, que caracterizan la presente realidad de la sociedad. Las decisiones empresariales producen múltiples efectos conjuntos de gran relevancia no sólo económica, sino también social. Por eso el ejercicio de las responsabilidades empresariales y directivas exige, además de un esfuerzo continuo de actualización profesional, una constante reflexión sobre los valores morales que deben guiar sus actuaciones.
Los empresarios y los dirigentes no pueden tener en cuenta exclusivamente el objetivo económico de la empresa, los criterios de la eficiencia económica, las exigencias del cuidado del «capital» como conjunto de medios de producción: el respeto concreto de la dignidad humana de los trabajadores que laboran en la empresa, es también su deber preciso (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2432). Las personas constituyen «el patrimonio más valioso de la empresa» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 35), el factor decisivo de la producción (Idem, nn. 32-33). Son de gran relevancia y responsabilidad las grandes decisiones estratégicas y financieras, de adquisición o de venta, de reajuste o cierre de instalaciones, de la política de fusiones. En esos y otros asuntos semejantes los criterios no pueden ser exclusivamente de naturaleza financiera o comercial.
El empresario y el dirigente están llamados a estructurar la actividad laboral en sus empresas de modo que favorezcan a la familia, especialmente a las madres de familia en el ejercicio de sus tareas (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, n. 19), a secundar la demanda de calidad «de la mercancía que se produce y se consume; calidad de los servicios públicos que se disfrutan; calidad del ambiente y de la vida en general» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 36), a invertir, en caso de que se den las condiciones económicas y de estabilidad política para ello, en aquellos lugares y sectores productivos que ofrecen a los individuos y a los pueblos «la ocasión de dar valor al propio trabajo» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 36).