Rafael María de Balbín
La idea de que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad
El libre mercado es una institución muy importante por su capacidad de obtener resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico (cf. Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 347).
Se puede afirmar que en muchas circunstancias «el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 34).
Tanto es así que, en frase de un conocido empresario, hablar de la economía de mercado es una redundancia, porque la economía es el mercado. La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrece el libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos. Como expresión de la libertad, estos mecanismos, «sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 40).
Es preciso reconocer que «Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 347).
Sin embargo el libre mercado no puede juzgarse prescindiendo del bien singular de las personas y del bien común de la sociedad. «La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social, que debe procurarse no en contraste, sino en coherencia con la lógica de mercado. Cuando realiza las importantes funciones antes recordadas, el libre mercado se orienta al bien común y al desarrollo integral del hombre, mientras que la inversión de la relación entre medios y fines puede hacerlo degenerar en una institución inhumana y alienante, con repercusiones incontrolables» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 348).
La doctrina social de la Iglesia, reconociendo al mercado la función de instrumento insustituible de regulación del sistema económico, pone en evidencia la necesidad de su ordenación moral y jurídica. La idea de que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 34). Existe el riesgo de una «idolatría» del mercado, que haría de él un bien absoluto. No tiene capacidad de satisfacer importantes exigencias humanas, que requieren bienes que, «por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 40). Hay bienes humanos de gran relevancia, que ni se compran ni se venden.
«El mercado asume una función social relevante en las sociedades contemporáneas, por lo cual es importante identificar sus mejores potencialidades y crear condiciones que permitan su concreto desarrollo. Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las diversas opciones» (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 350).
La libertad económica, debe estar regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral: «La libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando aquélla se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 39).
Hay que entender esta regulación jurídica no como una amenaza sino como una defensa del libre mercado, que ponga coto a los monopolios y oligopolios, y al abusivo afán de lucro.