Luis Ladaria
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
«Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). Si la Iglesia puede ofrecer vida y salvación al mundo entero es gracias a estar arraigada en Jesucristo, su fundador. Este arraigo tiene lugar en primer lugar a través de los sacramentos, en cuyo centro está la eucaristía. Instituidos por Cristo, son columnas fundantes de la Iglesia que la generan continuamente como su cuerpo y su esposa. Íntimamente ligado a la eucaristía se encuentra el sacramento del orden, en el que Cristo se hace presente en la Iglesia como fuente de su vida y de su obrar. Los sacerdotes son configurados «con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza» (Presbyterorum ordinis, n. 2).
Cristo quiso conferir ese sacramento a los doce apóstoles, todos hombres, que, a su vez, lo han comunicado a otros hombres. La Iglesia se ha reconocido siempre vinculada a esa decisión del Señor, la cual excluye que el sacerdocio ministerial pueda ser válidamente conferido a las mujeres. Juan Pablo II, en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, del 22 de mayo de 1994, enseñó, «con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4). La Congregación para la doctrina de la fe, en respuesta a una duda sobre la enseñanza de Ordinatio sacerdotalis, ha repetido que se trata de una verdad perteneciente al depósito de la fe.
En este sentido, produce seria preocupación ver surgir todavía en algunos países voces que ponen en duda el carácter definitivo de esta doctrina. Para sostener que no es definitiva, se argumenta que no ha sido definida ex cathedra y que, entonces, una decisión posterior de un futuro Papa o concilio podría cambiarla. Sembrando esas dudas se crea grave confusión entre los fieles, no solo sobre el sacramento del orden como parte de la constitución divina de la Iglesia, sino también sobre el magisterio ordinario que puede enseñar de modo infalible la doctrina católica.
En primer lugar, por lo que se refiere al sacerdocio ministerial, la Iglesia reconoce que la imposibilidad de ordenar mujeres pertenece a la «sustancia del sacramento» del orden (cfr. Denzinger-Hünermann, 1728). La Iglesia no tiene capacidad de cambiar esa sustancia, porque es precisamente a partir de los sacramentos, instituidos por Cristo, donde ha sido engendrada como Iglesia. No se trata solo de un elemento disciplinar, sino doctrinal, en cuanto afecta la estructura de los sacramentos, que son lugar originario del encuentro con Cristo y de la trasmisión de la fe. Por tanto, no estamos ante un límite que impediría a la Iglesia ser más eficaz en su actividad en el mundo. Si la Iglesia no puede intervenir, de hecho, es porque en ese punto interviene el amor originario de Dios. Él es quien actúa en la ordenación de los presbíteros, de modo que la Iglesia contenga siempre, en cada situación de su historia, la presencia visible y eficaz de Jesucristo «como fuente principal de la gracia» (Francisco, Evangelii gaudium, n. 104).
Consciente de no poder modificar, por obediencia al Señor, esta tradición, la Iglesia se esfuerza también en profundizar su significado, ya que el querer de Jesucristo, que es el Logos, nunca está privado de sentido. El sacerdote, en efecto, actúa en la persona de Cristo, esposo de la Iglesia, y su ser hombre es un elemento indispensable de esta representación sacramental (cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inter insigniores, n. 5). Ciertamente, la diferencia de funciones entre el hombre y la mujer no comporta ninguna subordinación, sino un enriquecimiento mutuo. Recuérdese que la figura completa de la Iglesia es María, la Madre del Señor, la cual no recibió el ministerio apostólico. Se ve así que lo masculino y lo femenino, lenguaje originario que el creador ha inscrito en el cuerpo humano, son asumidos en la obra de nuestra redención. Precisamente la fidelidad al designio de Cristo sobre el sacerdocio ministerial permite, entonces, profundizar y promover cada vez más el papel específico de las mujeres en la Iglesia, dado que «ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor» (1Cor11,11). Además, se puede arrojar así una luz sobre nuestra cultura, a la que le cuesta comprender el significado y la bondad de la diferencia entre el hombre y la mujer, que toca también su misión complementaria en la sociedad.
En segundo lugar, las dudas levantadas sobre el carácter definitivo de Ordinatio sacerdotalis tienen consecuencias graves también en el modo de comprender el magisterio de la Iglesia. Es importante recordar que la infalibilidad no afecta solo a pronunciamientos solemnes de un concilio o del Sumo Pontífice cuando habla ex cathedra, sino también la enseñanza ordinaria y universal de los obispos dispersos por el mundo, cuando proponen, en comunión entre sí y con el Papa, la doctrina católica que debe considerarse definitiva. A esa infalibilidad se refirió Juan Pablo II en Ordinatio sacerdotalis. Así, no declaró un nuevo dogma sino que, con la autoridad que le fue conferida como sucesor de Pedro, confirmó formalmente e hizo explícito, con el fin de eliminar toda duda, lo que el magisterio ordinario y universal ha considerado a lo largo de toda la historia de la Iglesia como perteneciente al depósito de la fe. Precisamente ese modo de pronunciarse refleja un estilo de comunión eclesial, pues el Papa no quiso actuar solo, sino como testigo en escucha de una tradición ininterrumpida y vivida. Por otra parte, nadie negará que el magisterio pueda expresarse infaliblemente sobre verdades que están necesariamente conectadas con el dato formalmente revelado, ya que solo de ese modo puede ejercer su función de conservar santamente y exponer fielmente el depósito de la fe.
Prueba ulterior del compromiso con que Juan Pablo II examinó la cuestión es la consulta previa que quiso tener en Roma con los presidentes de las conferencias episcopales que estaban seriamente interesados en dicha problemática. Todos, sin excepción, declararon, con plena convicción, por la obediencia de la Iglesia al Señor, que esta no posee la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal.
Sobre esta enseñanza insistió también Benedicto XVI, recordando, en la misa crismal del 5 de abril de 2012, que respecto a la ordenación de las mujeres, «Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto». Benedicto XVI se preguntó a continuación, a propósito de algunos que no acogieron esta doctrina: «Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?»
Sobre el tema ha vuelto también el Papa Francisco. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium, reafirma que «el sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión», e invita a no interpretar esta doctrina como expresión de poder, sino de servicio, de modo que se perciba mejor la igual dignidad de hombres y mujeres en el único cuerpo de Cristo (n. 104). En la conferencia de prensa, durante el vuelo de regreso del viaje apostólico a Suecia, el 1 de noviembre de 2016, el Papa Francisco recordó: «Sobre la ordenación de mujeres en la Iglesia Católica, la última palabra clara fue pronunciada por san Juan Pablo II, y esta permanece».
En este tiempo, en que la Iglesia está llamada a responder a tantos desafíos de nuestra cultura, es esencial que permanezca en Jesús, como los sarmientos en la vid. Por eso el maestro nos invita a que sus palabras permanezcan en nosotros: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,10). Solo la fidelidad a sus palabras, que no pasarán, asegura nuestro arraigo en Cristo y en su amor. Solo la acogida de su sabio designio, que toma cuerpo en los sacramentos, fortalece las raíces de la Iglesia, para que pueda dar frutos de vida eterna.