El Papa en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Natividad de San Juan Bautista. Su nacimiento es el evento que ilumina la vida de sus padres Isabel y Zacarías, e involucra a familiares y vecinos en alegría y asombro. Estos ancianos padres habían soñado y preparado ese día, pero ahora ya no lo esperaban: se sentían excluidos, humillados, decepcionados. No tenían hijos. Confrontados al anuncio del nacimiento de un hijo (ver Lc 1, 13), Zacarías permaneció incrédulo, porque las leyes naturales no se lo permitían; estaban viejos, mayores; como resultado, el Señor lo hizo callar durante todo el tiempo de gestación (ver v. 20). Es una señal. Pero Dios no depende de nuestra lógica y nuestras limitadas capacidades humanas. Debemos aprender a confiar y a guardar silencio frente al misterio de Dios y a contemplar con humildad y silencio su obra, que se revela en la historia y que a menudo excede nuestra imaginación.
Y ahora que el evento tiene lugar, ahora que Isabel y Zacarías experimentan que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37), su alegría es grande. La página del Evangelio de hoy (Lc 1,57-66.80) anuncia el nacimiento y luego se centra en el momento de imponer el nombre del niño. Isabel elige un nombre extraño a la tradición familiar y dice: “Se llamará Juan” (v 60), don gratuito y desde ahora inesperado porque Juan significa “Dios ha hecho gracia”. Y este niño será un heraldo, un testigo de la gracia de Dios para los pobres que esperan su salvación con humilde fe. Zacarías confirma inesperadamente la elección de este nombre al escribirlo en una tabla, porque estaba en mudo, y “de inmediato su boca se abrió y su lengua se aflojó, y habló normalmente, bendiciendo a Dios” (v. 64).
Todo el evento del nacimiento de Juan el Bautista está rodeado por una alegre sensación de asombro, sorpresa y gratitud: la gente se apodera del santo temor de Dios “y de todas estas cosas se hablaba en toda la región montañosa de Judea”. (v. 65). Hermanos y hermanas, el pueblo fiel tiene la intuición de que algo grande ha sucedido, aunque sea humilde y escondido, y se pregunta: “¿Qué será este niño?” (V. 66). El pueblo fiel de Dios es capaz de vivir la fe con alegría, con un sentimiento de asombro, de sorpresa y de gratitud.
Miremos estas gentes que hablaban bien de esta cosa maravillosa, de este milagro del nacimiento de Juan, y lo hicieron con alegría, estaban contentos, con una sensación de asombro, sorpresa y gratitud. Y mirando esto, preguntémonos: ¿cómo está mi fe? ¿Es una fe gozosa, o es siempre la misma fe, una fe “plana”? ¿Tengo un sentido de maravilla cuando veo las obras del Señor, cuando escucho acerca de la evangelización o la vida de un santo, o la cantidad de gente buena que veo: siento la gracia, internamente, ¿o no se mueve nada en mi corazón? ¿Puedo percibir las consolaciones del Espíritu o estoy cerrado? Vamos a preguntar a cada uno de nosotros, en un examen de conciencia: ¿cómo está mi fe? Es gozosa? ¿Está abierta a las sorpresas de Dios? Porque Dios es el Dios de las sorpresas. ¿He “probado” en el alma ese sentido de maravilla que otorga la presencia de Dios, este sentimiento de gratitud? Pensemos en estas palabras, que son el alma de la fe: alegría, asombro, sorpresa y gratitud.
Que la Santísima Virgen nos ayude a comprender que en cada persona humana está la huella de Dios, la fuente de vida. Ella, Madre de Dios y Madre nuestra, nos hace cada vez más conscientes de que en la generación de un niño los padres actúan como colaboradores de Dios. Una misión verdaderamente sublime que hace de cada familia un santuario de vida y que cada nacimiento de un hijo despierta la alegría, asombro y gratitud.