Salvador Bernal
Ciertamente no es necesario ser un gran deportista para valorar la importancia humana de esa faceta cultural tan vieja y tan nueva
Cuando escribía sobre varios sucesos internacionales que, a mi juicio, amenazan el espíritu deportivo clásico, ignoraba por completo que la Santa Sede preparase un extenso documento sobre esa faceta tan importante de la vida contemporánea. Lo ha elaborado el Dicasterio para los laicos, la familia y la vida, con el título Dar lo mejor de uno mismo. Se presentó en Roma el día primero de junio, con la principal intervención del prefecto de ese departamento vaticano, el Cardenal Kevin Farrell, un prelado americano nacido en Dublín. El mejor prólogo del documento es el mensaje que, con este motivo, le envió el papa Francisco.
En los Evangelios hay referencias a los juegos infantiles, pero −salvo error mío− no se menciona ningún tipo de atletismo o ejercicio lúdico. Esa realidad humana penetra en el Nuevo Testamento a través de san Pablo: presenta en diversas ocasiones el modelo del atleta que corre en el estadio, con las exigencias de su preparación para conseguir un premio que no se concede a todos. Es un rasgo análogo y diferencial de la ascética cristiana: exige moderación e iniciativa para alcanzar el premio, pero éste no se concede a unos privilegiados, sino a muchos.
Muchas veces se han citado los textos de san Pablo, hombre abierto a la cultura de su tiempo, como demostró en el famoso discurso del Areópago de Atenas, que inspiró a san Juan Pablo II para lanzar los “nuevos areópagos” de nuestro tiempo. Pero siempre me ha emocionado la solicitud paternal de Pablo hacia Timoteo: desde el consejo para aliviar sus dolencias estomacales, hasta la prevención de la posible mitificación del deporte en la cultura helénica.
En la segunda carta canónica a su hijo del alma está la sencilla confesión que enfoca la existencia humana como competición: “He peleado hasta el fin el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe”. Pero en la primera, para ayudarle a cumplir su ministerio pastoral, le encarece la primacía de ejercitarse en la piedad: porque “el ejercicio corporal sirve de poco; en cambio, la piedad es útil para todo, pues contiene promesas para la vida presente y para la futura”.
En las biografías del papa Juan Pablo II se destacan sus cualidades y aficiones deportivas. Siguió cultivándolas después de su elección para el solio pontificio gracias a la piscina de Castelgandolfo. Pero también se las ingenió casi hasta el final, con la ayuda de su secretario y de personas que le querían, para escaparse de incógnito y subir a los montes próximos o practicar el esquí. Fue él quien decidió que existiera, dentro del dicasterio de los laicos, una sección dedicada al deporte.
Ciertamente no es necesario ser un gran deportista para valorar la importancia humana de esa faceta cultural tan vieja y tan nueva. Aduciré el ejemplo de san Josemaría Escrivá, un santo del siglo XX. No me consta que hiciese deporte ni siquiera en el seminario donde realizó los estudios sacerdotales. Sin embargo, lo tenía plenamente incorporado a su meditación sobre la lucha cristiana y a su predicación sacerdotal, hasta el punto de reflejar el optimismo antropológico del cristianismo en expresiones quizá sin precedentes en la historia de la teología espiritual: ascetismo sonriente, inseparable del espíritu deportivo de la lucha ascética.
Recuerdo el afecto con que seguía a un hijo suyo atleta, con sus avances y retrocesos, lesiones y recomienzos, consciente de la gran capacidad evangelizadora de su buen comportamiento: era compañero mío en la universidad, Luis Felipe Areta, que trabajó un tiempo en Roma con un gran entrenador de triple salto. Años después siguió ocupándose de los demás tras ordenarse como sacerdote, pero muchos recuerdan cómo les apoyó siempre cuando asistían juntos a tantas competiciones atléticas por el mundo.
En la presentación del documento, el cardenal Farrell subrayó el carácter divulgativo y pastoral del documento, aunque no excluía la existencia de fuentes pontificias, al menos desde san Pío X, para elaborar una auténtica teología del deporte. Pero, de momento, el dicasterio ofrece con sencillez una reflexión sobre la situación actual, con indicaciones y sugerencias que puedan ser útiles a los pastores y a los clubes, asociaciones de aficionados y a los propios atletas.
No me alargaré, porque deseo sólo dar noticia del documento, que no he podido acabar de leer, por su extensión. Aporta criterios sugerentes y prácticos para los deportistas, pero también para impregnar de sentido deportivo muchos ámbitos de la vida que, por parafrasear el título del texto, podrían dar mucho más de sí mismos.