Rafael María de Balbín
“El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respeto al capital” (Pontificio Consejo «Justicia y Paz». Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 276)
¿Qué se entiende por capital?: “En la actualidad, el término «capital» tiene diversas acepciones: en ciertas ocasiones indica los medios materiales de producción de una empresa; en otras, los recursos financieros invertidos en una iniciativa productiva o también, en operaciones de mercados bursátiles. Se habla también, de modo no totalmente apropiado, de «capital humano», para significar los recursos humanos, es decir las personas mismas, en cuanto son capaces de esfuerzo laboral, de conocimiento, de creatividad, de intuición de las exigencias de sus semejantes, de acuerdo recíproco en cuanto miembros de una organización. Se hace referencia al «capital social» cuando se quiere indicar la capacidad de colaboración de una colectividad, fruto de la inversión en vínculos de confianza recíproca. Esta multiplicidad de significados ofrece motivos ulteriores para reflexionar acerca de qué pueda significar, en la actualidad, la relación entre trabajo y capital” (idem).
La doctrina social de la Iglesia ha abordado las relaciones entre trabajo y capital destacando no una oposición conflictiva, sino la prioridad del primero sobre el segundo, así como su complementariedad (cf idem, n. 277). En efecto es el hombre trabajador el protagonista del trabajo, mientras que el capital es solamente una causa instrumental. Pero «Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital» (idem). Sería injusto que el uno o el otro tratara de atribuirse toda la eficacia y el mérito del trabajo.
Nuestro tiempo está presenciando imponentes transformaciones en las condiciones del trabajo y en su valoración. Se considera cada vez más que el factor decisivo en el trabajo es el hombre mismo, así como sus conocimientos, su sociabilidad, su creatividad, su emprendimiento, su capacidad de innovación, su capacidad de actuar en equipo de perseguir objetivos comunes. Es la dimensión subjetiva o personal del trabajo.
El conflicto que a menudo se planteaba en el pasado entre empresarios y asalariados, presenta hoy aspectos nuevos: “los progresos científicos y tecnológicos y la mundialización de los mercados, de por sí fuente de desarrollo y de progreso, exponen a los trabajadores al riesgo de ser explotados por los engranajes de la economía y por la búsqueda desenfrenada de productividad” (idem, n. 279).
Un trabajo a la medida de la persona trabajadora habrá de tener en cuenta las situaciones donde abunda el desempleo, el trabajo informal, el trabajo infantil, el trabajo mal remunerado, o la explotación en el trabajo. Pero habrá de poner atención a las nuevas formas de explotación en el trabajo: “el super–trabajo; el trabajo–carrera que a veces roba espacio a dimensiones igualmente humanas y necesarias para la persona; la excesiva flexibilidad del trabajo que hace precaria y a veces imposible la vida familiar; la segmentación del trabajo, que corre el riesgo de tener graves consecuencias para la percepción unitaria de la propia existencia y para la estabilidad de las relaciones familiares” (idem, n. 280).
La relación armónica entre trabajo y capital se realiza también mediante la participación de los trabajadores en la propiedad, en su gestión y en sus frutos. Debe procurarse que «toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse, al mismo tiempo, “copropietario” de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos (cf idem, n. 281). “La nueva organización del trabajo, en la que el saber cuenta más que la sola propiedad de los medios de producción, confirma de forma concreta que el trabajo, por su carácter subjetivo, es título de participación: es indispensable aceptar firmemente esta realidad para valorar la justa posición del trabajo en el proceso productivo y para encontrar modalidades de participación conformes a la subjetividad del trabajo en la peculiaridad de las diversas situaciones concretas” (idem).
El Magisterio social de la Iglesia estructura la relación entre trabajo y capital también respecto a la institución de la propiedad privada, al derecho y al uso de ésta. El derecho a la propiedad privada está subordinado al principio del destino universal de los bienes y no debe constituir motivo de impedimento al trabajo y desarrollo de otros. La propiedad, que se adquiere sobre todo mediante el trabajo, debe servir al trabajo. Los medios de producción «no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer» (idem, n.282).
De tal modo que su posesión se vuelve ilegítima «cuando o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su limitación, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral» (idem).
La propiedad privada y pública, así como los diversos mecanismos del sistema económico, deben estar predispuestos para garantizar una economía al servicio del hombre, de manera que contribuyan a poner en práctica el principio del destino universal de los bienes. En esta perspectiva adquiere gran importancia la cuestión relativa a la propiedad y al uso de las nuevas tecnologías y conocimientos que constituyen, en nuestro tiempo, una forma particular de propiedad, no menos importante que la propiedad de la tierra y del capital (cf idem, n 283).
Estos recursos, como todos los demás bienes, tienen un destino universal; por lo tanto deben también insertarse en un contexto de normas jurídicas y de reglas sociales que garanticen su uso inspirado en criterios de justicia, equidad y respeto de los derechos del hombre. De modo que no sea la mera ganancia crematística, sino el bien de las personas, lo que impulse el afán de progreso.
Grandes posibilidades están abiertas para la promoción de personas y grupos sociales. Los nuevos conocimientos y tecnologías, gracias a sus enormes potencialidades, pueden contribuir en modo decisivo a la promoción del progreso social, pero pueden convertirse en factor de desempleo y ensanchamiento de la distancia entre zonas desarrolladas y subdesarrolladas, si permanecen concentrados en los países más ricos o en manos de grupos reducidos de poder (cf idem) .