Editorial de ‘L’Osservatore Romano’
“Hoy en día es difícil y casi inquietante para nosotros entender las pasiones que tanto conmovieron y amargaron los eventos de aquel tiempo y los años que siguieron. Algo faltó a la vida italiana en su primera formación, no fue otra cosa sino su unidad interior, su consistencia espiritual, su humanidad patriótica, y por consiguiente su plena capacidad para resolver los problemas de su desigual sociedad, tan necesitada de nuevos sistemas, y ya desde aquellos días atravesada por feroces corrientes de agitación y subversión. Afortunadamente para nosotros hemos llegado a un acuerdo satisfactorio con la famosa conciliación de 1929 y con la afirmación de la libertad y la democracia en nuestro país”.
Así se expresó el cardenal Giovanni Battista Montini el 10 de octubre de 1962 en el Capitolio, en vísperas de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, en un memorable discurso sobre el fin del Estado Pontificio; un discurso en el que básicamente evaluó los eventos romanos del siglo anterior como providenciales. Los documentos del Concilio, y en particular la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, confirmarían implícita pero sustancialmente este juicio.
Aquellas palabras y aquel juicio de quienes, unos meses más tarde, sería llamado a ascender al trono de Pedro, ayudan a comprender mejor el doble aniversario de este año y de este día: el fin del Estado Pontificio, con la toma de Roma el 20 de septiembre de 1870, y el fin de la Cuestión Romana que este acontecimiento político-militar había abierto, con la firma de los Pactos de Letrán el 11 de febrero de 1929. El ocaso de los antiguos Estados de la Iglesia significó para ésta la liberación de una carga que se había vuelto demasiado pesada; promovió procesos de reforma de la institución eclesiástica y de su derecho destinados a poner de relieve más claramente sus fines propiamente espirituales; favoreció a los ojos del mundo, y sobre todo de la comunidad internacional, la aparición en toda su realidad de la muy peculiar naturaleza de la Santa Sede, sin las ambigüedades y ofuscaciones debidas a la soberanía territorial.
Los Acuerdos de Letrán de 1929, por otra parte, y más tarde su incorporación en el artículo 7 de la Constitución de la República Italiana, en el contexto de un marco teórico para las relaciones entre la Iglesia y el Estado que recuerda un pasaje del par. 76 de Gaudium et spes, completaron y perfeccionaron una nueva estructura. La Santa Sede recibió las más amplias garantías para el desempeño de su misión en el mundo; se ofrecieron a la Iglesia Católica en Italia los instrumentos jurídicos apropiados para garantizar -como se afirma en el artículo 2 del Acuerdo que en 1984 modificó el Concordato de Letrán- “la plena libertad de llevar a cabo su misión pastoral, educativa y caritativa de evangelización y santificación”, así como “la libertad de organización, de ejercicio público del culto, de ejercicio del Magisterio y del ministerio espiritual y de jurisdicción en materia eclesiástica”. Para Italia los Pactos significaron el fin de esa especie de “secesión moral” de los católicos de la vida política, que siguió a la cuestión de conciencia surgida tras los acontecimientos de Roma capital. A partir de ese momento, la Iglesia y los católicos aseguraron al país un gran compromiso generoso, incisivo y difundido, en la alimentación del cuerpo social de valores, en el apoyo a los grandes principios sobre los que se reconstruyó la casa común de los italianos después de la Segunda Guerra Mundial, en la intervención extensa en el llamado tercer sector, especialmente en los campos de la educación y los servicios sociales, en la ayuda para hacerse cargo de las múltiples formas de marginación y de la nueva pobreza que el desarrollo de la sociedad también trae consigo.
De manera más general, se puede observar que a partir de los Pactos, el Tratado y el Concordato de Letrán, se ha desarrollado un estilo de relaciones entre las dos orillas del Tíber que se caracteriza por la lealtad, la cordialidad, la colaboración en la distinción de las esferas de competencia, un sano laicismo, la solidaridad en las emergencias que de vez en cuando han desafiado a la sociedad. Un estilo de relaciones que ha sido experimentado y se ha convertido en habitual, antes incluso de ser consagrado en el artículo 1 del Acuerdo de Revisión de 1984. Esto, de hecho, en la reafirmación de la independencia y la soberanía del Estado y la Iglesia, cada uno en su propio orden, compromete a ambos “al respeto de este principio en sus relaciones y a la colaboración mutua para la promoción del hombre y el bien del país”.
Mirando el largo curso de los acontecimientos, ambas partes pueden observar con satisfacción que la experiencia italiana se ha convertido progresivamente en paradigmática para muchas convenciones estipuladas por la Santa Sede con los Estados, lo que parece elocuente sobre la bondad de las elecciones realizadas. Pero, sobre todo, ambas partes pueden encontrar en dicha experiencia el estímulo y el aliento para afrontar y resolver, con el estilo y el espíritu relativo establecidos, las nuevas cuestiones que el devenir del tiempo y de la sociedad puede plantear en lo que -para usar las palabras con las que Arturo Carlo Jemolo cerró su conocida obra- es la “historia eterna de las relaciones entre lo humano y lo divino”.