El Papa ayer en Santa Marta
La Primera Lectura (1Re 11,4-13) nos cuenta la apostasía –digamos así– de Salomón, que no fue fiel al Señor. Cuando era viejo, “sus mujeres desviaron su corazón tras otros dioses”. Antes fue un joven estupendo, que solo pidió al Señor la sabiduría, y Dios lo hizo sabio, hasta el punto de que venían a él los jueces e incluso la Reina de Saba, desde África, con regalos, porque había oído hablar de su sabiduría. Se ve que esta mujer era un poco filósofa y le hizo preguntas difíciles de las que Salomón salió victorioso, porque supo responder.
En aquel tiempo se podía tener más de una esposa, lo que no quiere decir que fuese lícito ser un mujeriego. Pero el corazón de Salomón no se debilitó por haberse casado con esas mujeres –podía hacerlo–, sino porque las había elegido de otro pueblo, con otros dioses. Y Salomón cayó en la trampa cuando sus mujeres le dijeron que adorara a Camós o a Milcón. “Lo mismo hizo con todas sus mujeres extranjeras que quemaban incienso y sacrificaban a sus dioses”. En una palabra, lo permitió todo, y dejó de adorar al único Dios. Con un corazón debilitado por demasiado afecto por las mujeres, el paganismo entró en su vida. Y aquel hombre sabio que había rezado bien pidiendo la sabiduría, cayó hasta ser rechazado por el Señor.
No fue una apostasía de un día para otro, sino una apostasía lenta. También el rey David, su padre, había pecado –de modo fuerte al menos dos veces–, pero enseguida se arrepintió y pidió perdón: y fue fiel al Señor, que lo protegió hasta el final. David lloró por aquel pecado y por la muerte de su hijo Absalón y cuando, antes, huía de él, se humilló pensando en su pecado, cuando la gente lo insultaba. Era santo. Salomón no es santo. El Señor le dio muchos dones, pero él lo desperdició todo porque se dejó debilitar el corazón. No se trata del pecado de una vez, sino de ir resbalando. Las mujeres le desviaron su corazón y el Señor se enfada: “Has desviado tu corazón”. Y esto pasa en nuestra vida. Ninguno de nosotros es un criminal, ni comete pecados gordos, como hizo David con la mujer de Urías. ¿Y dónde está el peligro? En dejarse resbalar lentamente, porque es una caída con anestesia, y no te das cuenta, pues lentamente se resbala, se relativizan las cosas y se pierde la fidelidad a Dios. Esas mujeres eran de otros pueblos, tenían otros dioses, y cuántas veces olvidamos al Señor y entramos “en negociaciones” con otros dioses: el dinero, la vanidad, el orgullo. Eso pasa lentamente, y si no está la gracia de Dios, se pierde todo.
El Salmo 105 dice que mezclarse con los gentiles y actuar como ellos significa hacerse mundanos, paganos. Para nosotros, ese resbalar lento en la vida es caer en la mundanidad, ese es el pecado grave: “Pero si lo hacen todos, sí, no hay problema, no es lo ideal, pero...”: palabras que nos justifican al precio de perder la fidelidad al único Dios. Son los ídolos modernos. Pensemos en el pecado de la mundanidad, de perder lo genuino del Evangelio, lo genuino de la Palabra de Dios, de perder el amor de ese Dios que dio la vida por nosotros. No se puede estar a bien con Dios y con el diablo. Eso lo decimos todos cuando hablamos de una persona que es un poco así: “Ese está a bien con Dios y con el diablo”. Ha perdido la fidelidad. Y, en la práctica, significa no ser fiel ni a Dios ni al diablo.
Pensemos en este pecado de Salomón, pensemos en cómo cayó aquel Salomón sabio, bendecido por el Señor, con toda la herencia de su padre David, cómo cayó lentamente, anestesiado hacia esa idolatría, esa mundanidad, y se le quitó el reino. Pidamos al Señor la gracia de saber cuando nuestro corazón empieza a debilitarse y a resbalar, para detenernos. Será su gracia y su amor quien nos pare si se lo pedimos.