Queridos hermanos, os doy mi cordial bienvenida a los participantes en el primer Congreso internacional de pastoral de los ancianos −“La riqueza de los años”−, organizado por el Dicasterio para Laicos, Familia y Vida; y agradezco al Cardenal Farrell sus amables palabras.
La “riqueza de los años” es riqueza de las personas, de cada persona que lleva a sus espaldas tantos años de vida, de experiencia y de historia. Es el tesoro precioso que toma forma en el camino de la vida de cada hombre y mujer, cualquiera que sean sus orígenes, su proveniencia, sus condiciones económicas o sociales. Pues la vida es un don, y cuando es larga es un privilegio, para sí mismos y para los demás. Siempre, siempre es así.
En el siglo XXI la vejez se ha convertido en uno de los rasgos distintivos de la humanidad. En pocos años, la pirámide demográfica −que un tiempo se apoyaba en un gran número de niños y jóvenes y tenía en su vértice pocos ancianos− se ha invertido. Si antes los ancianos podían poblar un pequeño estado, hoy podrían poblar un entero continente. En ese sentido, la ingente presencia de los ancianos constituye una novedad para todo ambiente social y geográfico del mundo. Además, a la vejez hoy corresponden etapas diferentes de la vida: para muchos es la edad en que cesa el empeño productivo, las fuerzas declinan y aparecen los signos de la enfermedad, de la necesidad de ayuda y el aislamiento social; pero para tantos es el inicio de un largo periodo de bienestar psicofísico y de libertad de las obligaciones laborales.
En ambas situaciones, ¿cómo vivir esos años? ¿Qué sentido dar a esa fase de la vida, que para muchos puede ser larga? La desorientación social y, de muchas maneras, la indiferencia y el rechazo que nuestra sociedad manifiesta con los ancianos, llaman no solo a la Iglesia, sino a todos, a una seria reflexión para aprender a captar y apreciar el valor de la vejez. Pues, mientras por un lado, los Estados deben afrontar la nueva situación demográfica a nivel económico, por otro, la sociedad civil necesita valores y significados para la tercera y la cuarta edad. Y aquí sobre todo se sitúa la contribución de la comunidad eclesial.
Por eso he acogido con interés la iniciativa de este congreso, que ha centrado la atención en la pastoral de ancianos y ha puesto en marcha una reflexión sobre las implicaciones derivadas de una presencia notable de abuelos en nuestras parroquias y en la sociedad. Os pido que no se quede en una iniciativa aislada, sino que marque el inicio de un camino de profundización pastoral y discernimiento. Debemos cambiar nuestras costumbres pastorales para saber responder a la presencia de tantas personas ancianas en las familias y en las comunidades.
En la Biblia la longevidad es una bendición. Nos enfrenta a nuestra fragilidad, con la dependencia mutua, con nuestros lazos familiares y comunitarios, y sobre todo con nuestra filiación divina. Concediendo la vejez, Dios Padre da tiempo para profundizar en el conocimiento de Él, en la intimidad con Él, para entrar cada vez más en su corazón y abandonarse en Él. Es el tiempo para prepararse a entregar en sus manos nuestro espíritu, definitivamente, con confianza de hijos. Pero es también un tiempo de renovada fecundidad. «Aún en la vejez darán fruto», dice el salmista (Sal 92,15). El plan de salvación de Dios, en efecto, se realiza también en la pobreza de los cuerpos débiles, estériles e impotentes. Del seno estéril de Sara y del cuerpo centenario de Abraham nació el Pueblo elegido (cfr. Rm 4,18-20). De Isabel y del viejo Zacarías nació Juan Bautista. El anciano, también cuando es débil, puede hacerse instrumento de la historia de la salvación.
Consciente de este papel insustituible de las personas ancianas, la Iglesia se convierte en un lugar donde las generaciones están llamadas a compartir el proyecto de amor de Dios, en una relación de intercambio mutuo de los dones del Espíritu Santo. Ese compartir intergeneracional nos obliga a cambiar nuestra mirada hacia los ancianos, para aprender a mirar el futuro junto a ellos.
Cuando pensamos en los ancianos y hablamos de ellos, mucho más en la dimensión pastoral, debemos aprender a modificar un poco los tiempos de los verbos. No es solo el pasado, como si, para los ancianos, existiese solo una vida a las espaldas y un archivo mohoso. No. El Señor puede y quiere escribir con ellos también páginas nuevas, páginas de santidad, de servicio, de oración… Hoy quería deciros que también los ancianos son el presente y el mañana de la Iglesia. ¡Sí, son también el futuro de una Iglesia que, junto a los jóvenes, profetiza y sueña! Por eso es tan importante que los ancianos y los jóvenes hablen entre ellos, es muy importante.
La profecía de los ancianos se realiza cuando la luz del Evangelio entra plenamente en su vida; cuando, como Simeón y Ana, toman entre sus brazos a Jesús y anuncian la revolución de la ternura, la Buena Noticia del que vino al mundo a traer la luz del Padre. Por eso os pido que no dejéis de anunciar el Evangelio a los abuelos y a los ancianos. Id a su encuentro con la sonrisa en la cara y el Evangelio entre las manos. Salid por las calles de vuestras parroquias e id a buscar a los ancianos que viven solos. ¡La vejez no es una enfermedad, es un privilegio! La soledad puede ser una enfermedad, pero con la caridad, la cercanía y el consuelo espiritual podemos curarla.
Dios tiene un pueblo numeroso de abuelos en todas partes del mundo. A día de hoy, en las sociedades secularizadas de muchos Países, las actuales generaciones de padres no tienen, en su mayoría, esa formación cristiana y esa fe viva, que en cambio los abuelos pueden trasmitir a sus nietos. Son ellos el anillo indispensable para educar en la fe a los pequeños y jóvenes. Debemos habituarnos a incluirlos en nuestros horizontes pastorales y a considerarlos, de manera no episódica, como uno de los componentes vitales de nuestras comunidades. No son solo personas a las que estamos llamados a asistir y proteger para proteger su vida, sino que pueden ser actores de una pastoral evangelizadora, testigos privilegiados del amor fiel de Dios.
Por eso agradezco a todos los que dedicáis vuestras energías pastorales a los abuelos y a los ancianos. Sé bien que vuestro compromiso y vuestra reflexión nacen de la amistad concreta con tantos ancianos. Espero que la que hoy es la sensibilidad de pocos se convierta en patrimonio de toda comunidad eclesial. No tengáis miedo, tomad iniciativas, ayudad a vuestros Obispos y a vuestras Diócesis a promover el servicio pastoral a los ancianos y con los ancianos. ¡No os desaniméis, seguid adelante! El Dicasterio de Laicos, Familia y Vida os seguirá acompañando en esta labor. Yo también os acompaño con mi oración y mi bendición. Y vosotros, por favor, no olvidéis de rezar por mí. Gracias.