Monseñor Enrique Díaz Díaz
Domingo XVIII Domingo Ordinario
Isaías 55, 1-3:
Salmo 144: “
Romanos 8, 35. 37-39:
San Mateo 14, 13-21:
Ante una misma situación qué diferentes actitudes. En todo nuestro país hemos sufrido la pandemia. Por casualidad escuché en estos días dos conversaciones muy diferentes ante el mismo problema. Unas personas se organizaron para dar comidas, despensas, insumos, en la parroquia… En cambio, otro grupo de personas presumía cómo la necesidad favoreció su negocio y esperan sacar jugosas ganancias “con el hambre” de los que lo necesitan.
La pandemia ha evidenciado las diferencias. Es insultante el contraste entre los millones de gastos superfluos e innecesarios, en armas, en protección, en propaganda y ruido, mientras los niños desnutridos y las mujeres anémicas siguen desfalleciendo en nuestro territorio. Los famosos programas pretenden disfrazar con tantos por cientos y proporciones medias, la realidad del hambre que se siente en el estómago y en la enfermedad de cada persona. Yo quisiera creer que son verdaderas las cifras que se ofrecen y que vamos avanzando, pero en la mesa pobre de miles de familias se ve cada día más miseria, menos alimentos y más enfermedad. Y frente a un mundo de despilfarro, resuenan las palabras del profeta Isaías: “¿Por qué gastar el dinero en lo que no es pan y el salario, en lo que no alimenta?”. Si lo primero es vivir con dignidad ¿por qué seguimos las normas de un mundo tan injusto, desequilibrado y superficial?
Los milagros de Jesús no tienen solamente como objeto demostrar su divinidad y su poder, encierran muchas más enseñanzas y nos confrontan con las actitudes ordinarias que tomamos. Así el milagro no quedará solamente en la bella escena de la multiplicación de los panes que sació a aquella multitud, sino que nos colocará irremediablemente frente a la ola de migrantes, campesinos, obreros, desempleados, que empujados por el hambre parecen desfallecer. Simbólica y muy llamativa la nota que nos describe el momento concreto puesta en los labios de los discípulos: “Estamos en despoblado, empieza oscurecer… no tenemos más que cinco panes y dos pescados”. Ahora podríamos añadir muchas otras circunstancias que hacen difícil proporcionar alimentos a las multitudes hambrientas: la escasez de alimentos, la multiplicación de la población, el desplome comercial y un largo etcétera que parecería disculparnos. Pero frente al hambre y la necesidad del hermano, Jesús no admite excusas: “No hace falta que vayan. Denles ustedes de comer”. Jesús no acepta nuestra retirada ni nuestra indiferencia, nos mete de lleno en un problema que es nuestro y frente al cual no podemos estar indiferentes.
Los discípulos no adoptan la postura despreocupada de muchos de nuestros contemporáneos que culpan de la pobreza y del hambre a quienes la padecen. Ya San Juan Crisóstomo solía decir que la división de la humanidad en ricos y pobres convierte a unos en inhumanos y a los otros en infrahumanos. Pero ahora todo lo quieren disimular con el anonimato y se piensa que nadie tiene la culpa de todas estas injusticias, como si tuvieran la culpa las leyes naturales y no fuera responsabilidad de la ambición de los hombres. Sin embargo, los discípulos tampoco se quieren hacer responsables y buscan la salida fácil: “que cada quien se rasque con sus propias uñas”, los despedimos y asunto arreglado. Jesús no permite jamás una solución que ponga en peligro a las personas, que rompa la comunidad y que propicie la injusticia. Exige a sus discípulos que asuman sus responsabilidades y que aporten lo que tienen para formar la mesa común. Jesús, ni en las peores circunstancias, claudica de su sueño y de mostrarnos que otro mundo es posible, que se puede vivir y compartir como hijos de un único Padre. Que un pan, partido y compartido, lejos de disminuir, se multiplica. En la narración se nos manifiesta muy claramente que una mesa en común, donde todos puedan satisfacerse, ciertamente es un regalo y un milagro de Dios, pero también necesita la disposición y el compartir humano.
La respuesta de Jesús
Denles de comer, es la respuesta de Jesús y no bromea. Sabe que un hermano no debe dar la espalda a su hermano y que la persona tiene la capacidad en sí misma para solventar los problemas que afectan el reparto de los bienes de la vida. Esa capacidad existe, pero es preciso ponerla en funcionamiento. El discípulo se excusa con lo más fácil: pone la pobreza como obstáculo insalvable. Pero Jesús hace ver que ese no puede ser un impedimento definitivo para un reparto de los bienes. La dificultad está en el corazón de la persona que se abalanza sobre la posesión y el dominio. El sentido de posesión vela y oculta las posibilidades de reparto. ¿No se ponen muros para que los demás no vengan a molestarnos con su hambre y su miseria? ¿Acaso no se gasta más en armamentos y guerras que en soluciones para el hambre? ¿No volteamos la espalda con la excusa de que apenas la vamos pasando? Para Jesús no hay excusa y hoy sigue insistiendo: denles de comer.
Pero no dice que demos migajas, si revisamos el relato, encontramos que hay diálogo, escucha de la palabra, mesa común; les pide que se sienten sobre el pasto, como lo hace quien es libre; hay la participación plena y la colaboración mutua. Se entrega todo lo que se tiene, así sea muy poco, pero también se está dispuesto a recibir; sólo esta entrega y apertura hace posible el milagro. Un milagro de aquellos tiempos, pero también un milagro actual: las palabras que nos dice Mateo nos recuerdan mucho la Eucaristía: tomó…miró al cielo… bendijo… los repartió. La Eucaristía es la más grande expresión de gratuidad y entrega. Es el más grande milagro, pero también debe ser el más grande compromiso con un deber social fortísimo hacia el hermano necesitado. Si no, la Eucaristía se convierte en una mentira y en una contradicción. ¿A qué nos comprometemos al participar en la Eucaristía? ¿Cuáles son nuestras actitudes ordinarias ante las necesidades? ¿Cuáles son las pequeñas acciones que estamos haciendo frente a la pobreza?
Señor, tú que eres nuestro creador y quien amorosamente dispone toda nuestra vida, renuévanos conforme a la imagen de tu Hijo, ayúdanos a imitarlo y a ser coherentes con nuestra fe. Amén.