Monseñor Enrique Díaz Díaz
I Reyes 3, 5-13: “Por haberme pedido sabiduría”
Salmo 118: “Yo amo, Señor, tus mandamientos”
Romanos 8, 28-30: “Nos predestina para que reproduzcamos en nosotros mismos la imagen de su Hijo”
San Mateo 13, 44-52: “Vende cuanto tiene y compra aquel campo”
En nuestro mundo, que teóricamente ha optado por el reconocimiento de la dignidad y de los derechos de la persona, nos encontramos, en la práctica, con fuertes discriminaciones, violación de los derechos, depresiones, suicidios, complejos y negación de las personas. Y todo tiene su razón en los valores que nos motivan. Una de las más grandes desgracias de nuestro tiempo es la escala de valores que rige nuestra sociedad a la cual se apegan muchísimas personas en busca de felicidad. Una escala que nos domina y manipula. Hay quienes, con culpa o sin ella, están atrapados en el anzuelo de engañosos tesoros que los alienan y dividen. El placer, la droga, la ambición de poder, el deseo incontrolable de bienes, el alcohol, la sexualidad desenfrenada, la buena vida, y otros atractivos por el estilo, son los valores que nos mueven en la actualidad. Por estos “tesoros” estamos dispuestos a dar casi todo. Y cuando descubrimos que no sacian nuestra sed de felicidad y de amor, nos encontramos vacíos y caemos en pesimismos y depresiones pensando que el hombre no vale nada. San Pablo previene a los Romanos y les ofrece una pauta para descubrir el verdadero valor de la persona: Dios predestina a las personas para que reproduzcan en sí mismas la imagen de su propio Hijo, las llama, las justifica y las glorifica. No valemos por lo que traemos encima, no estamos aquí por casualidad, somos amados, escogidos y llamados por Dios para una misión especial.
Ya en la primera lectura de este domingo, tomada del primer libro de los Reyes, Salomón, en una narración romántica y acomodada, pide al Señor en sus sueños no la acumulación de las riquezas, no la muerte de los enemigos, no la docilidad de los súbditos, sino que se declara un muchacho inexperto y pide la “sabiduría del corazón”, para distinguir entre el bien y el mal. ¿Qué pediríamos nosotros si tuviéramos la oportunidad? ¿Qué es lo que más ambicionamos? Los hombres y mujeres, buenos y justos, los que han encontrado el éxito y se sienten realizados, son los que saben distinguir una escala de valores que orienta su vida y se rigen por ella. Son los que han sabido descubrir el tesoro que hay en su corazón y no necesitan de apariencias y ropajes exteriores que disfracen su resequedad interior. Dentro de tu corazón se hace presente Dios con todo su amor y nos permite mirar de otra forma todas las cosas y los acontecimientos. Nos permite descubrir la verdadera sabiduría que nos lleva a discernir lo que es bueno y lo que es malo. Tan confundidos andamos que, ateniéndonos a nuestras ambiciones, nos atrevemos a llamar “bien”, a aquello que nos agrada, aunque sea injusto, destruya a la humanidad y coarte la verdadera libertad.
Jesús con sus parábolas también nos pone en alerta: el tesoro y la perla preciosa cuando son encontrados producen una gran felicidad. ¡Atención! Todo vale nada frente a ellos y se deja todo para adquirirlos, pero no para hacer negocios sino para guardarlos en el corazón. No es el comerciante que compra un tesoro sólo para obtener más ganancias negociando con él. No es la perla que se adquiere para revenderla después. Sí, este tesoro y esta perla producen gran alegría en el corazón. Es el signo de la presencia de Jesús en el corazón del discípulo y el Reino de Dios en la vida de los hombres. Es un tesoro valiosísimo que nos seduce y que produce una gran alegría que el que lo encuentra se olvida de todo lo que tiene, lo abandona todo y mira el mundo a través de este tesoro. No son reglas exteriores, no son títulos o reconocimientos, es la seguridad de tener a Dios en el corazón, de saberse amado por Él, de reconocerse hermano de todos los hombres y mujeres, de sentir la inmensa satisfacción que da el amar y saberse amado. Es la alegría de encontrar el Reino. No como una carga que se impone, sino como una riqueza que llena y da plenitud. No se necesita nada más, no se va a acumular más, ese tesoro basta para dar la plena felicidad. Encontrar a Cristo, encontrar su Reino, nos llena de la verdadera alegría.
Alguien diría que es una suerte encontrar este tesoro, pero Jesús nos dice que es un regalo y que responde a una búsqueda. Hay que abrir el corazón y los ojos para descubrirlo. Lo tenemos dentro de nosotros, pero necesitamos hacer el “hallazgo” y estar dispuestos a sacrificar lo que no es “tesoro”, lo que es basura, lo que ata y engaña, lo que seduce y atrofia. Las otras dos parábolas que nos presenta Jesús nos dicen que el encontrar este tesoro no es una casualidad, sino que tenemos la responsabilidad y la obligación de encontrarlo. Es decir, para esto fuimos hechos y si no lo logramos estaremos fallando en lo más íntimo de nuestro ser. Fuimos llamados para la felicidad y encontrar el tesoro es nuestra responsabilidad. Si no fuera así, no se entiende esta especie de juicio que a unos condena y a otros justifica. Así, debemos rechazar este conformismo que nos asegura que todo es igual. No es cierto: hay tesoro y hay oropel; hay valores y hay antivalores. Por esos estas parábolas continúan con la exigencia de un seguimiento radical y una búsqueda sin excusas del Reino. Cada momento de nuestra vida es decisivo en esta elección. No podemos decir que ahora no tenemos tiempo o que no es el momento preciso. Cada instante es precioso y debemos vivirlo a plenitud. Al igual que el escriba, debemos encontrar tanto en las cosas antiguas como en las nuevas, aquellas que son valores y que nos llevan a tener vida y felicidad verdaderas. Cristo nos pone la comparación de este escriba sabio que va escogiendo lo mejor de cada momento. Cada etapa tiene sus valores, pero es necesario escoger y actuar conforme a los valores de Jesús. Y los valores de Jesús son el Reino, el amor al prójimo, la voluntad de su Padre, el perdón y el servicio.
¿Cuáles son los valores que mueven mi vida? ¿Cuáles valores rescato de lo antiguo y cuáles valores nuevos voy adquiriendo? ¿Cómo juzgo tanto lo nuevo como lo antiguo? ¿Vivo mi existencia de forma mediocre sin entusiasmarme por el Reino?
Dios, Padre Bueno, concédenos sabiduría para descubrir el significado y la importancia del Reino que tu Hijo anunció e inauguró entre nosotros; que lo acojamos en nuestra existencia como el tesoro más precioso, y que dediquemos a él toda nuestra vida. Amén.