Homilía del Papa en el 7º aniversario de su viaje a Lampedusa
Queridos hermanos y hermanas:
El salmo responsorial de hoy nos invita a una búsqueda constante del rostro del Señor: “Buscad continuamente el rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro” (Sal 104) . Esta búsqueda constituye una actitud fundamental en la vida del creyente, que ha entendido que el objetivo final de la existencia es el encuentro con Dios.
La búsqueda del rostro de Dios es una garantía del éxito de nuestro viaje en este mundo, que es un éxodo hacia la verdadera Tierra prometida, la Patria celestial. El rostro de Dios es nuestra meta y también es nuestra estrella polar, que nos permite no perder el camino.
El pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera lectura (cf. 10,1-3.7-8.12), en ese momento era un pueblo extraviado, que había perdido de vista la Tierra prometida y deambulaba por el desierto de la iniquidad. La prosperidad y la riqueza abundante habían alejado del Señor el corazón de los israelitas y lo habían llenado de falsedad y de injusticia.
Es un pecado del cual nosotros, cristianos de hoy, tampoco estamos exentos. “La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia” (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
La exhortación de Oseas nos llega hoy como una invitación renovada a la conversión, a volver nuestros ojos al Señor para ver su rostro. El profeta dice: “Sembrad con justicia, recoged con amor. Poned al trabajo un terreno virgen. Es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre vosotros la justicia” (10,12).
La búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro personal con el Señor, un encuentro con su inmenso amor y su poder salvador. Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy (cf. Mt 10,1-7), tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno, (lo hemos escuchado) mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, un tiempo de gracia y salvación, lleva a la misión. Mientras iban de camino, Jesús les exhortó: “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos” (v. 7).
Este encuentro personal con Jesucristo también es posible para nosotros, discípulos del tercer milenio. Cuando buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en el rostro de los pobres, de los enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y este encuentro también se convierte para nosotros en un tiempo de gracia y de salvación, confiriéndonos la misma misión encomendada a los apóstoles.
Hoy se cumple el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la Palabra de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el encuentro “Libres del miedo”, en febrero del año pasado: “El encuentro con el otro es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos, pidiendo poder desembarcar. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: ‘En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’ (Mt25,40)”.
“Todo cuanto hicisteis…”, para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de gran actualidad. Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental de nuestro examen diario de conciencia, eso que hacemos todos los días. Pienso en Libia, en los campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren los migrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos. “Todo cuanto hicisteis… a mí me lo hicisteis”.
Recuerdo aquel día, hace siete años, justo al sur de Europa, en aquella isla… algunos me contaban sus propias historias, cuanto habían sufrido para llegar allí. Y había intérpretes. Uno contaba cosas terribles en su propio idioma, y el intérprete parecía traducir bien; pero hablaba mucho y la traducción era corta. “Bueno – pensé – puedes ver que este lenguaje tiene giros más largos para expresarse”.
Cuando regresé a casa, al mediodía, por la tarde, en la recepción, había una señora –que Dios la tenga en su gloria, ya ha partido—que era hija de etíopes. Entendía el idioma y vio el encuentro en la televisión. Y me dijo esto: “Mire, lo que le jo el traductor etíope no es ni siquiera la cuarta parte de la tortura, el sufrimiento, por el que pasaron”. Me dieron la versión “destilada”. Esto sucede hoy con Libia: nos dan una versión “destilada”. La guerra es mala, lo sabemos, pero no podéis imaginar el infierno que se está viviendo allí, en esos campos de prisioneros. Y esta gente vino sólo con la esperanza de cruzar el mar.
Que la Virgen María, Solacium migrantium (Ayuda de los migrantes), nos haga descubrir el rostro de su Hijo en todos los hermanos y hermanas obligados a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen a nuestro mundo.