Homilía del Papa el Domingo de Ramos
Esta Liturgia suscita cada año en nosotros un sentimiento de asombro. Pasamos de la alegría que supone acoger a Jesús que entra en Jerusalén al dolor de verlo condenado a muerte y crucificado. Es un sentimiento profundo que nos acompañará toda la Semana Santa. Entremos pues en este asombro.
Jesús nos sorprende en seguida. Su gente lo acoge con solemnidad, pero Él entra en Jerusalén sobre un humilde burrito. Su gente espera para la Pascua al libertador poderoso, pero Jesús viene para cumplir la Pascua con su sacrificio. Su gente espera celebrar la victoria sobre los romanos con la espada, pero Jesús viene a celebrar la victoria de Dios con la cruz. ¿Qué le pasó a aquella gente, que en pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar “crucifícalo”? ¿Qué les sucedió? En realidad, esas personas seguían más una imagen del Mesías, que al Mesías real. Admiraban a Jesús, pero no estaban dispuestas a dejarse sorprender por Él. El asombro es distinto de la admiración. La admiración puede ser mundana, porque busca los gustos y expectativas de cada uno; en cambio, el asombro permanece abierto al otro, a su novedad. También hoy hay muchos que admiran a Jesús, porque habló bien, porque amó y perdonó, porque su ejemplo cambió la historia... y tantas cosas más. Lo admiran, pero sus vidas no cambian. Porque admirar a Jesús no basta. Es necesario seguir su camino, dejarse cuestionar por Él, pasar de la admiración al asombro.
¿Y qué es lo que más sorprende del Señor y de su Pascua? El hecho de que llegue a la gloria por el camino de la humillación. Triunfa acogiendo el dolor y la muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del éxito, evitaríamos. Jesús, en cambio −nos dice san Pablo−, «se despojó de sí mismo, […] se humilló a sí mismo» (Flp 2,7.8). Sorprende ver al Omnipotente reducido a nada. Verle a Él, la Palabra que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que tiene por trono un patíbulo. Ver al Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de espinas y no de gloria. Verle a Él, la bondad en persona, que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda esa humillación? Señor, ¿por qué dejaste que te hicieran todo eso?
Lo hizo por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nuestra existencia, todo nuestro mal. Para acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y en la muerte. Para recuperarnos, para salvarnos. Jesús subió a la cruz para descender a nuestro sufrimiento. Probó nuestros peores estados de ánimo: el fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el abandono de Dios. Experimentó en su propia carne nuestras contradicciones más dolorosas, y así las redimió, las transformó. Su amor se acerca a nuestra fragilidad, llega hasta donde nosotros sentimos más vergüenza. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está con nosotros en cada herida, en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas.
Pidamos la gracia del asombro. La vida cristiana, sin asombro, es gris. ¿Cómo se puede manifestar la alegría de haber encontrado a Jesús, si no nos dejamos sorprender cada día por su amor admirable, que nos perdona y nos hace recomenzar? Si la fe pierde su capacidad de sorprenderse se queda sorda, ya no siente la maravilla de la gracia, ya no experimenta el gusto del Pan de vida y de la Palabra, ya no percibe la belleza de los hermanos y el don de la creación. Y no tiene ninguna otra salida que refugiarse en el legalismo, en el clericalismo y en todas esas actitudes que Jesús condena en el capítulo 23 de Mateo.
En esta Semana Santa, levantemos nuestra mirada a la cruz para recibir la gracia del asombro. San Francisco de Asís, mirando al Crucificado, se asombraba de que sus frailes no llorasen. Y nosotros, ¿aún logramos dejarnos remover por el amor de Dios? ¿Por qué hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante él? ¿Por qué? Tal vez porque nuestra fe ha sido corroída por la rutina. Tal vez porque permanecemos encerrados en nuestros remordimientos y nos dejamos paralizar por nuestras insatisfacciones. Tal vez porque hemos perdido la confianza en todo y nos creemos perdidos. Pero detrás de todos esos “tal vez” está el hecho de que no nos hemos abierto al don del Espíritu, que es Aquel que nos da la gracia del asombro.
Recomencemos desde el asombro; miremos al Crucificado y digámosle: “Señor, ¡cuánto me amas, qué valioso soy para Ti!”. Dejémonos sorprender por Jesús para volver a vivir, porque la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino en descubrirse amados. Esa es la grandeza de la vida, descubrirse amados. Y la grandeza de la vida está precisamente en la belleza del amor. En el Crucificado vemos a Dios humillado, al Omnipotente reducido a un descarte. Y con la gracia del asombro entendemos que, acogiendo a quien es descartado, acercándonos a quien es humillado por la vida, amamos a Jesús. Porque Él está en los últimos, en los rechazados, en aquellos que nuestra cultura farisaica condena.
Hoy el Evangelio nos muestra, justo después de la muerte de Jesús, la imagen más hermosa del asombro. Es la escena del centurión que, al verlo «expirar así, exclamó: “¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!”» (Mc 15,39). Se dejó asombrar por el amor. ¿Cómo había visto morir a Jesús? Lo había visto morir amando, y eso le impresionó. Sufría, estaba agotado, pero seguía amando. Eso es el asombro ante Dios, que sabe llenar de amor incluso el morir. En ese amor gratuito e inaudito, el centurión, un pagano, encuentra a Dios. ¡Realmente este hombre era Hijo de Dios! Su frase ratifica la Pasión. Muchos antes que él en el Evangelio, admirando a Jesús por sus milagros y prodigios, lo habían reconocido como Hijo de Dios, pero Cristo mismo los había mandado callar, porque existía el riesgo de quedarse en la admiración mundana, en la idea de un Dios que había que adorar y temer en cuanto poderoso y terrible. Ahora ya no, ante la cruz no hay lugar a malas interpretaciones. Dios se ha revelado y reina sólo con la fuerza desarmada y desarmante del amor.
Hermanos y hermanas, hoy Dios continúa sorprendiendo nuestra mente y nuestro corazón. Dejemos que este asombro nos invada, miremos al Crucificado y digámosle también nosotros: “Realmente Tú eres el Hijo de Dios. Tú eres mi Dios”.
En la oración del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, hemos entrado en la Semana Santa. Por segunda vez la vivimos en el contexto de la pandemia. El año pasado estábamos más alterados, este año estamos más probados. Y la crisis económica se ha hecho más pesada.
En esta situación histórica y social, ¿qué hace Dios? Toma la cruz. Jesús toma la cruz, es decir, asume el peso del mal que dicha realidad comporta, mal físico, psicológico y sobre todo mal espiritual, porque el Maligno aprovecha las crisis para sembrar desconfianza, desesperación y cizaña.
¿Y nosotros? ¿Qué debemos hacer? Nos lo muestra la Virgen María, la Madre de Jesús, que es también su primera discípula. Ella siguió a su Hijo. Cargó con su cuota de sufrimiento, de oscuridad, de desconcierto, y recorrió el camino de la pasión, manteniendo encendida en su corazón la lámpara de la fe. Con la gracia de Dios, también nosotros podemos hacer ese camino. Y, a lo largo del vía crucis cotidiano, encontramos los rostros de tantos hermanos y hermanas en dificultad: no pasemos de largo, dejemos el corazón se mueva a compasión y acerquémonos. En ese momento, como el Cirineo, podemos pensar: “¿Por qué yo?”. Pero luego descubriremos el don que, sin merecerlo, se nos ha concedido.
Recemos por todas las víctimas de la violencia, especialmente por las del atentado ocurrido esta mañana en Indonesia frente a la catedral de Makassar.
Que nos ayude la Virgen, que siempre nos precede en el camino de la fe.