Alberto Sánchez León
El amor arriesga, la comodidad amodorra, el miedo paraliza y la duda nos complica. Hay que escoger en qué lado se quiere vivir, y esa opción es de cada uno, íntima, personal
El incomprensible desprestigio que está sufriendo la noción de verdad desde hace ya no pocas décadas es realmente inquietante. Y no solo la noción de verdad sino, tras ella, la actitud vital del filósofo.
Si la verdad muere −cosa que es imposible, pues el día en que muera la verdad sería verdad que la verdad ha muerto−, entonces nada es verdadero, incluso la misma afirmación que acabo de hacer. Distinguir lo importante de lo no importante es para muchos la tarea de toda una vida. La pervivencia de la filosofía, más allá de la orientación que cada filósofo imprima a sus reflexiones, constituye por sí sola un recordatorio, hoy particularmente necesario, de que la vida humana no puede considerarse una simple función de la supervivencia; un indicio de que la razón no se satisface con vanos ejercicios dialécticos, al servicio de intereses distintos de la verdad.
Puede parecer entonces que el papel del filósofo queda en el aire. Sin embargo, nunca ha sido tan necesaria su tarea como amante de la sabiduría y viajero que señala una salida; porque es evidente que el descrédito de la verdad lleva a la encerrona de lo superficial.
Cuando la verdad no aparece en el tapete de las universidades, de los libros o de los discursos científicos, entonces solo cabe cobijarse en la certeza, el control y la seguridad. ¡Menudo panorama! Parece que ya no buscamos ser felices, sino estar seguros, no fallar. La diferencia es vertiginosa.
La obsesión por la seguridad refleja miedo, la gran pandemia que nos achica como seres libres. Sí, miedo de no saber a dónde vamos, que provoca angustia y por eso paraliza. La seguridad, en cambio, tranquiliza, pero no da paz. Por el contrario, arriesgar significa tomar una decisión en la que algo se puede ganar o perder. Arriesgar es jugar, jugársela, mejor. Y es que la vida constituye un juego. No reconocerlo significa estar embotado. He aquí la tragedia del hombre de hoy: duerme para huir del miedo, y además… no lo sabe.
El amor arriesga, la comodidad amodorra, el miedo paraliza y la duda nos complica. Hay que escoger en qué lado se quiere vivir, y esa opción es de cada uno, íntima, personal. La madurez tiene que ver con esta elección.
Platón pulveriza a aquellos que han apostado por lo seguro. Son los ciegos que dan la espalda a la luz del sol, cavernícolas inmersos en un mundo de sombras, de conjeturas, sumidos, en el fondo, en un no saber. Y lo que ignoran es que las sombras son sombras. Salir de la cueva: esta es la actitud propia si se quiere crecer como persona. Por eso, el confinamiento de la razón es su gran verdugo. No arriesga quien juega, sino quien se la juega. Quien se refugia se aburre, se queda imbécil (del latín sine baculo, sin sabiduría).
Así es como la verdad ya no interesa (inter-esse, introducirnos en el ser). En ese caso, ¿por qué hablar de ella? Y así, paulatinamente, desaparece del horizonte cultural, social y vital. Es el reino de lo superfluo.
Sin verdad ya no hay deseo de saber. Se bucea en la nada. Caemos entonces en el estupor, que está en las antípodas de la admiración. El filósofo inmerso en él se dedica a la retórica, como decía Leonardo Polo. Mientras el filósofo se admira, el estúpido cae en la estupefacción. En este sentido escribe Platón en su magnífico diálogo Teeteto, que versa sobre la naturaleza del saber: «Es muy propio de un filósofo este sentimiento: el maravillarse. La filosofía no tiene otro principio».
Quien se maravilla agradece la existencia misma. El estúpido es incapaz de agradecer. Por eso George Steiner, fallecido en 2020, decía: «Yo describiría nuestra época actual como la era de la irreverencia». El imbécil es irreverente, afincado en la superficialidad.
La admiración es el despertar del sueño, en palabras de Leonardo Polo. El filósofo tiene un poco de ingenuo, y en esa ingenuidad hay algo puro, noble, porque uno se topa con el ámbito de lo novedoso. Quien se admira sale de sí y entonces ocurre el milagro: el encuentro con lo nuevo. En la gran tonalidad de novedades que existen en nuestro multiverso, lo más alto es cada persona que se conoce y quiere. La persona es lo más nuevo, el novum en el que siempre podremos admirarnos.
Alberto Sánchez León es filósofo y sacerdote.
Fuente: Nuestro Tiempo