José Antonio García-Prieto Segura
El monumento del Sagrado Corazón en Bilbao, y su simbolismo, fue protagonista anticipado del llamamiento a ‘abrir las puertas a Cristo’, y no excluir su presencia y valores de nuestro vivir cotidiano
La foto que encabeza este artículo no es composición gratuita de su autor, sino imagen real fotografiada por él y vista cientos de veces. Por encima del letrero luminoso del autobús municipal 56 donde se lee “Sagrado Corazón”, puede distinguirse la estatua erigida en su honor, en 1927, al final de la Gran Vía de Bilbao; da nombre a la glorieta, una cabecera del recorrido. Desde sus 40 metros de altura, representa a Cristo que, con la mano izquierda junto a su Corazón, bendice con la otra al mundo entero. Hoy, este “enlace” podría simbolizar su bendición a cuantos embarcados en el autobús de la vida hacemos su travesía terrena. Es como si viajara con nosotros y dijese a cada uno: “No me quedo lejos, en las alturas, sino que te ofrezco mi compañía para hacer contigo el recorrido de tu vida”.
Cristo, Hijo eterno de Dios-Padre, al hacerse hombre nos ha revelado la inmensa dignidad de cada persona, ha compartido nuestra existencia y desea llevarnos a la parada final del viaje terreno: la casa del Cielo. Como ha recordado el Concilio Vaticano II, Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (Const. Gaudium et spes, n. 22). Solo Él puede hacerlo porque con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre (Ibid.). Hace 21 siglos, Jesús tomó el autobús de nuestra vida y nosotros, hoy, hemos subido a su mismo vehículo.
Amó con corazón de hombre: aquí está todo sintetizado. La fiesta del Corazón de Jesús que celebramos los cristianos habla de la cercanía de Dios y de su amor humano por todos, como proclama la Iglesia: Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros (...) Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, (…) ‘es considerado como el (…) símbolo del amor con que el divino Redentor ama continuamente (…) a todos los hombres’" (Catecismo n. 478).
Aunque esta verdad interpele de modo directo a los cristianos, los valores que Cristo pregona y vivió plenamente son universales porque proclaman la dignidad de cada persona, más allá de la fe que se tenga o deje de tenerse. Son valores humanos que enriquecen si los traducimos en virtudes, so pena de quedarse en ideales muertos. El viajero terreno que fue Jesús los vivió y los ofrece a caminantes de todos los tiempos, para hacerlos vida propia. Los brinda con sencillez y dulzura, al decirnos: Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré (…), aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas (Mt 11, 29).
Merecen acogida porque nos va la vida en ello, y no solo esta de ahora, sino también la venidera y eterna. Se comprende que san Juan Pablo II, nada más ser elegido Papa, el 16 de octubre de 1978, pidiera al mundo entero: ¡Abrid las puertas a Cristo!, y seis días después lo volviera a proclamar en la Misa con que inició su Pontificado: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». Sus dos sucesores, Benedicto XVI y Francisco le han hecho eco. Por citar solo a Francisco, en su twitter del 22 de octubre de 2019, escribía: “Demos gracias a Dios por todo el bien realizado en el mundo y en los corazones mediante las palabras, las obras y la santidad de #JuanPabloII. Recordemos siempre su llamamiento: “¡Abrid las puertas a Cristo!”.
El monumento del Sagrado Corazón en Bilbao, y su simbolismo, fue protagonista anticipado del llamamiento a abrir las puertas a Cristo, y no excluir su presencia y valores de nuestro vivir cotidiano. En efecto: a los dos años de instaurarse la República, en febrero de 1933, la corporación Municipal planteó, en una votación, derruir imagen y obelisco. Esto provocó reiteradas manifestaciones de protesta de numerosos ciudadanos, y un recurso contencioso-administrativo. Tres meses después, el 20 de mayo el intento de demolición quedó anulado. Buen ejemplo de sana ciudadanía y de laicidad −que no laicismo− para cualquier Estado que mire por la libertad y bien común de sus ciudadanos, sean creyentes de cualquier religión, agnósticos, ateos, o indiferentes. Ejemplo de vivísima actualidad y digno de seguir, para que cruces y símbolos cristianos no desaparezcan y menos aún, como ya ha sucedido, terminen arrojados en un estercolero.
Hasta el emplazamiento que acoge el monumento al Sagrado Corazón es como un grito silencioso −valga el oxímoron−, en defensa de la amable convivencia entre las personas y de respeto de símbolos y sentimientos religiosos, aunque no se compartan. El obelisco se eleva, justamente, en la glorieta donde confluyen como dándose la mano, dos grandes avenidas: una lleva el nombre del fundador de la Villa de Bilbao; la otra, el de un hijo nacido en ella, fundador de una conocida formación política. Y Cristo, Fundador −esta vez con mayúscula−, de la Familia de Dios en la tierra, bendice desde su altura y sin exclusivismos, a cuantos trabajen por el bien común y respeten la dignidad de la persona, al margen de sus libres opciones temporales del tipo que sean. Solo si esas opciones contradicen los valores opuestos a una sana antropología y laicidad, serán ellas mismas las que se excluyan porque, en su esencia, irían contra la dignidad del hombre: ya sean ataques contra su vida naciente en el seno materno, o en sus fases finales, agresiones físicas o verbales por discrepancias en cuestiones temporales, etc.
Vale la pena hacer eco a la petición de Juan Pablo II para abrir a Cristo las puertas del corazón -o, al menos, a sus propuestas de vida-, y dejarle viajar con nosotros. Por lo demás, para los cristianos que ya lo hemos hecho, baste recordar que el viaje dura toda la vida; y que siempre podremos abrirnos más y mejor a los requerimientos concretos de su amor infinito.