Gabriela Jatib
Conforme pasan los años y queda atrás el horror del Holocausto, la lectura de ‘El hombre en busca de sentido’ resulta decisiva para muchos jóvenes que en nuestra sociedad buscan sentido a su vida
Puede decirse que es un libro que de día en día cobra más actualidad.
Viktor Frankl, el fundador de la logoterapia, es un gran referente de la psicología del siglo XX. Su vida está marcada por vivencias de incomprensibles designios, pero llena de una convicción y una fuerza estremecedoras. Quizá por esto nos deja huellas que inspiran y emocionan. En su obra El hombre en busca de sentido (Herder, Barcelona, 2018, 3ª ed.) nos relata un pintoresco diálogo con su pequeña hija −de apenas 6 años− que apunta a una problemática permanente tanto en filosofía como en la enseñanza de religión. La niña le pregunta: “Papá, ¿por qué decimos ‘buen Dios’?”. La respuesta parece contundente, pero no lo es: “Hace unas semanas tenías sarampión y el buen Dios te curó”, respondí. La niña no quedó satisfecha y replicó: “Sí, papá, pero no olvides que primero me lo envió” (p. 146). Este planteamiento ingenuo es un buen exponente de la cuestión que ha suscitado interrogantes a los seres humanos desde siempre: la presencia del mal en el mundo que parece antagónica con la idea de un Dios que ama a sus criaturas y las cuida. “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”, dirá −quizá con sarcasmo ante la realidad de su ceguera− Jorge Luis Borges en su Poema de los dones.
Frankl reconoce un largo nihilismo existencial en su juventud y el haber sufrido desgarradores decaimientos a las pocas semanas de entrada en Auschwitz. También tuvo una fuerte angustia a los pocos meses de su liberación en abril de 1945: los campos de concentración le habían hecho perder la capacidad para la felicidad.
Uno de sus pasajes más inspiradores es aquel en el que relata, poco después de su liberación, una caminata por un campo florido, un bellísimo paisaje natural y con la libertad tan añorada. Una libertad minada por el historial de indignidad y de pérdida al que fue sometido, la muerte de sus padres y de su esposa embarazada, la destrucción perversa de su obra en el Lager… Ahora, “no se veía a nadie en varias millas a la redonda, no había nada más que el cielo y la tierra y el júbilo de las alondras, la libertad del espacio. Me detuve, miré a mi alrededor, después al cielo, y caí de rodillas. En aquel momento yo sabía muy poco de mí y del mundo, no tenía sino una única frase en mi cabeza: ‘En la angustia clamé al Señor y Él me contestó desde el espacio en libertad’. No recuerdo” −concluye− “cuánto tiempo permanecí allí, repitiendo mi jaculatoria. Pero estoy seguro de que aquel día, en aquel instante, mi vida comenzó de nuevo. Fui avanzando, poco a poco, hasta volverme otra vez un ser humano” (p. 119).
La tarea de Frankl en este impresionante libro es mostrar un camino de salvación que es posible después de haber transitado el infierno de los campos y de haber padecido cansancio extremo, hambre, suciedad, enfermedad, maltratos de toda naturaleza; pese a todo, se puede resurgir desde la esperanza hacia una vida que nos reencuentra con un sentido profundo a descifrar; en oposición al existencialismo ateo de Sartre, para quien el hombre se inventa a sí mismo y crea su sentido, Frankl expresará: “Yo afirmo, en cambio, que el hombre no inventa el sentido de su vida, sino que lo descubre” (p. 128). Es quizá por esto que “el hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien la vida interroga” (p. 137). Porque el ser humano está animado por “una voluntad de sentido”, la misma que le permitió a Viktor Frankl peregrinar por los campos de concentración sin perder un atisbo de dignidad.
Leemos en el Evangelio de san Juan: “¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte lo mismo que para ponerte en libertad? Entonces Jesús le contestó: No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si Dios no te lo hubiera permitido” (Jn 19, 10-11). Estas benditas palabras abren interrogantes cruciales sobre la presencia del mal en la vida de las personas.
Hemos encontrado una huella del camino que conduce a la verdad en las palabras de Adolfo Pérez Esquivel, premio nobel de la paz (1980) y amigo del Papa Francisco, quien en su obra Resistir en la esperanza (2011) narra el hallazgo de una gran mancha de sangre en los muros de la prisión en la que fue sometido a agravios y torturas; con esa misma sangre el prisionero o prisionera había escrito “Dios no mata”. Esta expresión le llenó de congoja al comprender que alguien había tenido la capacidad de escribir esto con su propia sangre y en medio de la más pura desesperación. Esquivel lo considera como un grito de la humanidad: “Dios no mata”, en el contexto en que fue escrito, “es uno de los mayores actos de fe que conozco”.
La presencia estremecedora del mal ha mostrado su rostro más descarnado en momentos cruciales de la historia, como fueron las guerras o los totalitarismos que avasallaron la dignidad del ser humano, cercenando sus libertades individuales y colectivas. “La historia” −escribe Frankl− “nos brindó la posibilidad de conocer la naturaleza humana quizá como ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre?” (p. 115), y concluirá el libro con esta impresionante respuesta: “El hombre es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios” (p. 160).
La lectura de El hombre en busca de sentido sigue dejando huella en todos aquellos que se acercan a este libro porque nos muestra con radicalidad la hondura de ser humano.
Fuente: omnesmag.com