Antonio García-Prieto Segura
Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios (Mt 22, 21)
El título de este artículo habría sido buen epitafio para la tumba de santo Tomás Moro, cuya fiesta celebra la Iglesia el 22 de junio. Sin embargo, en su monumento funerario de San Dunstan, en Canterbury, bajo el nombre y apellido se leen, en inglés, estas palabras: “Caballero – erudito – escritor – estadista”. Y debajo: “Decapitado en Tower Hill: sepultado en esta Capilla”. Finalmente, las fechas de su muerte: 1535 y de su canonización por el Papa Pío XI en 1935.
Sus dotes personales y extraordinaria preparación cultural le hicieron eminente hombre de Estado. Miembro del Parlamento y prestigioso abogado en Londres, en 1529 fue nombrado Lord Canciller por Enrique VIII. Como es sabido, el mismo rey años más tarde decretó su pena de muerte, acusado de alta traición. Surgió así el eterno dilema -objeto de este artículo- ante los imperativos de la conciencia personal y sus consiguientes decisiones, al tener que pronunciarse sobre difíciles cuestiones en las que están implicados valores esenciales de la persona y dignidad humanas.
Tomás se enfrentó a un gravísimo problema de carácter político religioso, y conviene recordar los hechos: Enrique VIII deseando tener un hijo varón para sucederle en el trono, buscó la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Con tal motivo, en 1530 dirigió al papa Clemente VII una carta firmada por nobles y prelados, pero no por Tomás Moro que ya era Canciller. La negativa de Roma marcó el inicio de lo que podría calificarse de “huida hacia adelante” del rey: los sucesivos hechos consumados por parte del monarca se anticiparon a las leyes que ‘a posteriori’ pretendieron legitimarlos. En 1532 buena parte del clero inglés se somete a las pretensiones de Enrique VIII de ir adelante y suplantar la jurisdicción del Papa.
Ante tal atropello, Moro no accede y guarda silencio, pero su sentido jurídico y su conciencia le llevan a renunciar al cargo de Lord Canciller. Celebrada la boda de Enrique con Ana Bolena en enero de 1533, el Parlamento la acepta poco después como reina. En marzo de 1534, se proclama el Acta de Sucesión reconociendo a los herederos de Ana sucesores de la Corona, y negando a Catalina su condición de Reina. Cuestiones esencialmente políticas, al fin y al cabo, aunque con un gravísimo “pero”: el Preámbulo del Acta de sucesión negaba la supremacía espiritual del Papa sobre la Iglesia católica en Inglaterra y reconocía la invalidez del matrimonio de Enrique con Catalina. Temas distintos, pero juntos en el mismo saco.
Hasta aquel momento, Tomás había hablado con hechos bien sonoros, como renunciar al cargo de Lord Canciller y retirarse de la vida pública, sin mostrar rechazo ni aprobación a las decisiones meramente políticas del Parlamento. Sin embargo, su actitud le distanciaba del monarca y de quienes se seguían acomodando a sus pretensiones; esto le colocó ya en el centro de la diana y más tarde en la picota.
Efectivamente: cuando en abril de 1534 le presentan el Acta de Sucesión para suscribirla, Tomás se niega a hacerlo porque su mente y su conciencia le impiden aceptar el Preámbulo del Acta, donde se repudiaba la supremacía papal en cuestiones religiosas; decía textualmente: el rey es la única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra. Al rechazarlo, Tomás es encarcelado en la Torre de Londres, donde permanecerá hasta su muerte. El rey continuó su “huida hacia adelante”: al Acta de Sucesión le seguirá el Acta de Traiciones a finales de 1534, estableciendo que quien rechazara maliciosamente la primera, sería reo de alta traición. La suerte para Moro estaba echada y el cadalso se divisaba a lo lejos: el 6 de julio de 1535 fue decapitado. Tres meses antes, al defenderse en el juicio, dejará las cosas claras: su inteligencia y su conciencia le llevaban a no oponerse a las decisiones políticas sobre las que el Parlamento podía pronunciarse. Pero a la vez, la misma mente y conciencia le hacían rechazar el acto ilegítimo, no conforme a derecho, por el que el Parlamento usurpaba la autoridad religiosa del papa en favor del rey.
Tomás hilaba fino, sin contradecirse, como cabe esperar de toda persona que actúe con rectitud: capta primero, hasta donde sea posible, la verdad que ilumine el problema planteado, y actúa después conforme al juicio que se haya hecho, sin traicionar la conciencia. Ciertamente el cristianismo ha destacado la distinción entre política y religión, con las palabras de Cristo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios (Mt 22, 21).
Este luminoso principio, además de afirmar que las dos esferas -civil y religiosa- conviven inseparables porque conforman nuestra existencia personal, también nos pide no incurrir en extremismos enfrentados como si fidelidad a Dios y lealtad al César fuesen irreductibles. Tan rechazables son un laicismo que se creyese dueño absoluto de las realidades terrenas, como un clericalismo igualmente erróneo, pero de signo contrario. Y esas palabras de Cristo, aunque dirigidas directamente a los judíos sirven para todo hombre porque -al margen de sus sensibilidades religiosas- ninguno está desprovisto de conciencia, que nos pide actuar conforme a justicia y verdad ¿Imaginamos que alguien nos dijera?: “Tú.., ¡es que no tienes conciencia!” Con razón nos sentiríamos gravemente ultrajados. Se podrá ser creyente o no serlo, pero jamás persona sin conciencia.
Entonces, ¿estamos introduciendo en este tema la dimensión moral o, si se quiere, ética? No; está ya presente por derecho propio, esperándonos. Cuando Benedicto XVI visitó Inglaterra, en su Discurso en Westminster Hall, se refirió de lleno al tema que nos ocupa. Recordó “la figura de Santo Tomás Moro (...), admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un ‘buen servidor’, pues eligió servir primero a Dios”.
Tomando pie de este hecho, el papa abordó el aspecto ético que toda actuación libre comporta, y que está presente también en los procesos políticos de la vida en democracia. Decía: “Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia.” (Discurso a representantes de la sociedad Británica,17-IX-2010). El Primer Ministro inglés, J. Cameron, en su despedida al papa le dijo: «Usted realmente ha retado a todo el país a sentarse y pensar, y eso sólo puede ser algo bueno». ¿Cabe mayor elogio? ¿No es todo esto de ardiente actualidad?
Aspecto esencial, pues, de nuestra conciencia: ser luz, en su dimensión intelectual, y voz interior, en su dimensión ética. Estos dos componentes, reflejos al fin de la Verdad y del Bien divinos, son inseparables para acertar en las decisiones que tomemos: ya sea en acciones estrictamente individuales, o como miembros de una formación política, asociación médica, sindical, de comunidad de vecinos, o lo que fuere.
En éstas, después de estudiar el tema objeto de debate, la máxima de “al César lo del César y a Dios lo que es de Dios” -que Tomás Moro vivió como “Primero Dios y después el rey”-, la transformaríamos hoy en: primero lo que ve mi mente y dicta mi conciencia, y después el partido político; primero mi conciencia y después el sindicato; primero mi conciencia… Y esto, sin traicionar al partido, al sindicato o a la asociación que sea, como Tomás Moro que tampoco se vendió a sí mismo, porque no traicionó a su conciencia, ni al rey, ni a Dios.
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com/