8/31/21

Peregrinos y errantes. Sobre libertad y compromiso en el mundo actual

José María Torralba

(Profesor titular de Filosofía y director del Instituto Core Curriculum) 


Cada generación necesita pensar de nuevo la libertad. Hoy, esa capacidad que permite a cada uno dirigir su vida produce también una cierta sensación de malestar. No es fácil orientarse entre tantas opciones y, sobre todo, nos cuesta sentirnos libres al adquirir compromisos como la amistad, la familia o el servicio a los demás. La solución pasa por descubrir que la libertad no se reduce a la autonomía. Ese es solo el primer paso de un itinerario que termina en el amor. Necesitamos aprender a caminar por la vida como peregrinos que tienen un hogar y saben a dónde se dirigen, en vez de como errantes que se creen libres por carecer de ataduras.

«Morir es como ir a casa». Esto es lo que el pastor John Ames respondía a sus feligreses cuando le preguntaban por el final de la vida. Lo cuenta Marilynne Robinson en su novela Gilead, ganadora del Pulitzer en 2005. El narrador es el propio John, que escribe una larga carta a su joven hijo. Al pastor le sorprende descubrir que, en el ocaso de su existencia, se siente como en casa en este mundo. Con esta paradoja arranca la bella historia del libro. 

He elegido esta imagen no porque vaya a hablar de la muerte, sino porque me propongo argumentar que, en su significado más genuino, ser libre es «sentirse en casa» en el mundo, en las circunstancias de la propia vida. 


REIVINDICAR LA LIBERTAD

El sentido común nos dice que somos libres porque, aunque estemos condicionados por la cultura o la educación, podemos considerarnos autores de nuestras acciones. Actualmente, la libertad se concibe como un fin en sí misma, hasta el punto de que puede parecer que somos libres para ser libres. Es cierto que libertad significa —en primer lugar— capacidad de autodeterminarse; sin embargo, más allá de poder elegir, lo decisivo es para qué tenemos libertad. Por eso, al pensar en ella, siempre surge la pregunta «¿Hacia dónde me dirijo en la vida?». El mismo sentido común enseña que a nadie le gusta equivocarse, y nos recuerda que no son igualmente buenos todos los itinerarios vitales que podemos recorrer. 

En su significado más genuino, ser libre es «sentirse en casa» en el mundo, en las circunstancias de la propia vida.

El desconcierto que provoca la posibilidad de errar no debería llevarnos a desconfiar de la libertad. En los últimos años han surgido formas de pensamiento en las que —como reacción a la cultura contemporánea— ser libre se considera ante todo un problema, porque dificultaría acertar con el bien. No les faltan motivos a quienes así piensan. Por ejemplo, es frecuente asociar el relativismo dominante con la libertad, hasta el punto de que esta se identificaría con poder elegir lo que se desee, de modo arbitrario. 

Sin embargo, instalarse en la desconfianza supone olvidar que la libertad es limitada e imperfecta, precisamente porque se trata de una cualidad de seres humanos. Ciertamente, nos hace capaces de lo más bajo, pero también —y sobre todo— de lo más alto y noble. Sin libertad no habría amor. En su dimensión más profunda amar consiste en entregar y compartir la vida con otra persona. El amor es lo más valioso que tenemos y constituye la respuesta definitiva al para qué de la libertad: somos libres para poder amar. Una vida sin libertad sería la de un esclavo, en sentido jurídico, psicológico o cultural. Por todo ello, hoy más que nunca es necesario reivindicar la libertad tanto ante quienes desconfían de ella como ante quienes la reducen a mera elección arbitraria. 


LA TENSIÓN ENTRE AUTONOMÍA Y COMPROMISO

En la actualidad, la libertad se entiende principalmente como autodeterminación o autonomía, cuyo único límite sería la libertad de los otros. A la vez, si preguntamos a alguien qué hay de valioso en su vida, seguramente mencionará compromisos con otras personas: relaciones de amistad y de amor, vínculos familiares, proyectos profesionales, causas sociales o pertenencia a una comunidad religiosa. 

Autonomía y compromiso no se contradicen, pero a veces resulta difícil hacerlos compatibles: sin libertad no habría compromisos, pues se convertirían en meras costumbres sociales; sin compromisos, la vida perdería lo que tiene de valioso. En realidad, son dos caras de una misma moneda: tenemos libertad para comprometernos. Sin embargo, en ocasiones los compromisos acaban experimentándose como ataduras que ahogan y se toma la decisión de deshacerse de ellos, incluso pagando el alto precio del dolor de la ruptura de una amistad o de una crisis familiar. ¿Acaso la libertad es más una carga que un don? La respuesta depende de si hay algún modo mejor de entenderla que únicamente como autonomía. 

La vida de cada persona es un camino que se recorre empleando la libertad. Puede decirse —con una imagen del papa Francisco— que hay dos maneras de hacerlo: como peregrinos o como errantes. El peregrino ha partido de su hogar, tiene un destino y cuenta con vínculos personales en los que apoyarse. En cambio, el errante sigue itinerarios marcados por las necesidades inmediatas, está desvinculado de los demás y en ningún lugar se siente en casa. 

La tensión entre autonomía y compromiso es una de las principales causas de malestar en la sociedad. Se trata del mismo fenómeno que describió Charles Taylor en La ética de autenticidad hace ya casi treinta años. Nuestra época es la del «malestar de la modernidad», porque los grandes logros sociales —como los derechos individuales o el principio de eficiencia que lleva al progreso económico— son, a la vez, causas de desasosiego en la vida de las personas —como el individualismo o la mentalidad utilitarista—. Esa libertad que acertadamente defendemos produce también sinsabores. La paradoja es que en este mundo tan libre resulta difícil acertar con el modo de emplearla. El problema está en buscar soluciones externas —en la organización social, económica o política— para algo que solo puede resolverse en nuestro interior. Lo que necesitamos es responder a la pregunta «¿Para qué tenemos libertad?».


LIBERTAD-DE Y LIBERTAD-PARA

La libertad tiene diversos sentidos o dimensiones. En la época de la Revolución Francesa, Benjamin Constant distinguió entre la libertad de los antiguos —característica de la polis griega— y la de los modernos —que explica el contrato social—. Alejandro Llano recoge esta distinción en Humanismo cívico con la terminología de libertad-para y libertad-de. En el primer caso se subraya la visión clásica: el ser humano es social por naturaleza, necesita de los demás para alcanzar la felicidad, y se fomenta la participación social. En el segundo, la libertad se entiende en su sentido moderno: derechos del individuo ante los demás y el Estado, separación entre esfera pública y privada, y el interés propio como motor de la interacción social. 

Si se trasladan esas categorías del pensamiento político al ámbito individual, se comprueba que no se trata de dos sentidos contrapuestos o excluyentes, sino complementarios. Son como dos escalones, donde la libertad-de es la base sobre la que se asienta la libertad-para. La libertad-de consiste fundamentalmente en la capacidad de elegir. La experiencia principal es que el futuro no está escrito. Sin esto, desaparecería el concepto de responsabilidad y nos encontraríamos en un mundo sin promesas ni contratos, sin alabanzas ni reproches. Sería como lo que imagina Aldous Huxley en Un mundo feliz: niños programados desde la cuna, pastillas que resuelven los problemas personales, y exilio para quienes se preguntan por el bien y el mal.

La libertad nos hace capaces de lo más bajo, pero también —y sobre todo— de lo más alto y noble. Sin libertad no habría amor.

Desde la perspectiva de la libertad-de, la persona es más libre cuantas más opciones tiene para elegir y, en cambio, lo es menos cuando se compromete. Por su parte, la libertad-para es precisamente la capacidad de asumir compromisos, entendidos en el significado coloquial de la expresión. Cuando decimos «Esta persona está muy comprometida» nos referimos a alguien que se toma en serio lo que hace, que sabemos que estará ahí cuando la necesitemos e incluso, si es necesario, antepondrá el bien del otro al suyo.

La libertad-para presupone la libertad-de, porque la adquisición de compromisos auténticos requiere que no haya coacción. A la vez, se trata de un ámbito más completo. Decisiones sobre con quién compartir la propia intimidad o en qué trabajo dará uno lo mejor de sí se toman porque ofrecen respuestas a la pregunta «¿Hacia dónde dirijo mi vida?». El amor, la familia, el servicio a la sociedad o la religión dan acceso a maneras de vivir donde se hacen realidad bienes que —si alguien nos preguntara— incluiríamos en nuestra lista de lo valioso. Lo bueno no es una idea abstracta, sino que tiene nombre de persona: un amigo, un hijo, un cónyuge, Dios. El bien está, de modo paradigmático, en las acciones que realizamos para esas personas o junto con ellas.


EL PEREGRINO PARTE DE UN HOGAR

No hay un punto cero en la existencia de una persona. Al ponernos a pensar a dónde dirigirnos, ya estamos inmersos en un conjunto de relaciones familiares, sociales y profesionales. Si todo se redujera a libertad-de, estos compromisos serían un lastre para la autonomía. En cambio, desde la libertad-para se reconoce que ese es el punto de partida. No se trata solo de algo inevitable, sino también positivo. El peregrino parte de un hogar, en el que encuentra lo necesario para vivir. Su primera tarea consiste en reconocer los bienes que gratuitamente ha recibido —el cariño, el cuidado o la educación— y en asumir los compromisos ya presentes en su vida. Si encuentra aspectos deficientes, los corregirá o los abandonará. 

Conviene evitar la confusión tan frecuente de pensar que el compromiso es libre exclusivamente porque nadie nos ha forzado y porque podemos deshacerlo. Eso sería simplemente libertad-de, pero no todavía libertad-para. Desde luego, la experiencia demuestra que nadie está condenado a mantener una amistad, ni a seguir involucrado en su profesión, ni tan siquiera a continuar con un matrimonio. Pero lo consideramos como algo negativo, como una pérdida, precisamente porque lo que buscábamos era tener un amigo, ser un profesional dedicado o estar casado.

Desde la libertad-para, es más libre quien se ha comprometido, porque ejerce de modo pleno su libertad. La disminución de opciones no aparece como una pérdida, pues se valoran más los bienes que se alcanzan con los compromisos. Es la libertad del peregrino, que con cada paso va alcanzando su fin. Ulises, protagonista de la Odisea, rechaza todas las ventajas que la ninfa Calipso le ofrece, incluida la inmortalidad, por una clara razón: «Quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa». 

En cambio, la libertad del errante es, en su versión extrema, la de quien no toma decisiones importantes ni establece vínculos profundos. Desde la libertad-para es una persona menos libre, pues no sabe hacia dónde vale la pena dirigirse. Puede ser un «errante superficial», que no tiene respuestas porque no las ha buscado, o un «errante trágico», que piensa que la vida carece de sentido. Un ejemplo de lo primero sería el «hombre-masa» de Ortega y Gasset. Alguien «cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes». De lo segundo, un caso sería Meursault, el protagonista de El extranjero de Albert Camus. Para él, «la vida no vale la pena de ser vivida» y le da igual morir hoy que mañana. En ambas situaciones, se es incapaz de descubrir lo que hace valiosa la existencia. El errante y el  peregrino miran el mundo con ojos distintos.


PATOLOGÍAS DEL COMPROMISO

Hay formas patológicas de compromiso. Por ejemplo, cuando los cónyuges se ven como extraños y las obligaciones mutuas se convierten en algo externo, según lo refleja Alessandro D’ Alatri en la película Casomai (Comprométete). O lo que sucede en la parábola del hijo pródigo, donde el hermano mayor vivía con su familia y cumplía sus deberes pero no podía decir que esa fuera su casa. Si no se pone solución, el corazón acaba endureciéndose y la persona se marchita.

También hay compromisos que conducen a lo que hoy se llama relaciones tóxicas. En ellas se aniquila la libertad-de, que siempre debe estar presente. El dominio psicológico y físico o la dependencia emocional tiene que llevar a replantearse el rumbo elegido o, si no hubiera otra solución, a rectificarlo. En La piedad peligrosa de Stefan Zweig se comprueba que el «sí» que se dice a alguien ha de ser maduro, so pena de quedar atrapado en una mentira.

 Conviene evitar la confusión tan frecuente de pensar que el compromiso es libre exclusivamente porque nadie nos ha forzado y porque podemos deshacerlo.

Ante estos problemas, actualmente se opta, con frecuencia, por la solución en apariencia más fácil: cambiar de vida. Hemos olvidado que el peregrino, por sentirse en casa, es capaz de encajar en su proyecto vital las imperfecciones de los demás, los problemas sobrevenidos e, incluso, algunas situaciones objetivamente defectuosas. Es consciente de que no vivimos en un mundo idílico, sino dañado por el mal y habitado por seres limitados. Sabe que ningún proyecto vital se puede realizar sin los demás. Tiene experiencia de que lo bueno exige esfuerzo para alcanzarlo y cuidado para mantenerlo. 

Precisamente porque la libertad es apertura incierta al futuro requiere una mirada capaz de encontrar sentido a las situaciones en las que la vida nos coloca. Quien ama sufre. Al llegar a Ítaca, el porquero Eumeo le dice a Ulises: «Nosotros gocemos con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña, que también un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado». Echar la vista atrás y, en compañía de un amigo, poder decir «Ha valido la pena» es un logro modesto, pero quizá el mayor al que podemos aspirar los humanos. 


LIBERTAD INTERIOR Y EXPRESIÓN DE LA PROPIA IDENTIDAD

Las distinciones introducidas son relevantes porque la cultura actual se basa en el concepto moderno de libertad. Por eso, resulta difícil entender que esta capacidad no es solo autonomía —libertad-de—, sino que posee otra dimensión —libertad-para— cuya realización más completa es el compromiso. La solución no pasa por volver a un mundo premoderno. Al contrario, lo que se necesita es mostrar la complementariedad entre ambos sentidos.

Lo bueno no es una idea abstracta, sino que tiene nombre de persona: un amigo, un hijo, un cónyuge, Dios.

Es en el paso de la adolescencia a la vida adulta cuando se abre la dimensión de la libertad-para. Resulta significativo lo que cuenta sobre las nuevas generaciones Jean M. Twenge en su libro iGen. Ha empezado a usarse en las redes sociales el neologismo adulting —con connotaciones negativas— para referirse al deseo de evitar los compromisos. De todos modos, es animante comprobar que, al explicar todo esto a estudiantes universitarios, se produce el fenómeno —tan propio de la educación— del despertar. En el ámbito anglosajón los llaman aha moments, porque la persona expresa, con palabras o gestos, el ¡ajá! característico de la iluminación intelectual. Tienen la sensación de haber encontrado, por fin, la pieza que faltaba en el puzle de la libertad. 


SENTIRSE EN CASA EN EL MUNDO

Mientras que el errante se siente extraño con su propia vida, el peregrino puede decir: «Este es mi mundo». La razón es que, en su caminar por la vida, las exigencias y consecuencias de sus compromisos —incluso cuando resultan costosas o desagradables— no las ve como algo externo que se le impone o limita, sino más bien como una expresión de aquello que él desea ser. Experimenta que ejerce su libertad del modo más profundo. Por ejemplo, es capaz de decir: «Estas deudas, madrugones y éxitos soy yo, porque esas son las costuras que tejen mi vida». Para los humanos, vivir no consiste en desarrollarse biológicamente, sino biográficamente. Desde una perspectiva existencial, somos la historia que escribimos.

Por el carácter temporal de la vida humana, la situación habitual será la de cierta tensión entre lo que somos y lo que nos gustaría ser. Madurar entraña, en buena medida, ir cerrando ese hiato y ajustar nuestros ideales a lo que de modo realista podemos lograr. En no pocas ocasiones, la libertad consiste más en aceptar que en hacer. Pero no se trata de una aceptación derrotista, sino basada en la capacidad de encontrar sentido. El sentido nos permite integrar en la propia vida lo sobrevenido y adaptarnos a las circunstancias que no podemos cambiar. También eso soy yo.

El errante nunca se acaba de sentir en casa en ningún lugar; va de un lado a otro en busca de un para qué, pero siempre queda insatisfecho. No tiene un hogar, ni dentro ni fuera de sí mismo, porque no consigue encontrar sentido. Es importante subrayar que la libertad consiste en sentirse y no solo en saberse en casa. En cuestiones existenciales, no basta con saber teóricamente que un itinerario de vida es valioso; es necesario sentirlo. No se trata de un sentimiento superficial, sino de la experiencia de que uno encaja en su situación vital. Un claro signo es la conversación: estamos en casa cuando somos capaces de pasar horas, o días, hablando con los demás. El tema nunca se acaba, porque no es otro que la propia vida. Así les ocurre a los personajes de Retorno a Brideshead, la novela de Evelyn Waugh que ayuda a entender esa experiencia de «encajar»; o a los protagonistas del cine de Terrence Malick, según ha mostrado Pablo Alzola en su libro La esperanza de llegar a casa.

El amor es lo que puede dar sentido a lo que nos sucede. Hegel, crítico con el concepto de autonomía, menciona la amistad y el amor como lugares existenciales donde la persona es plenamente libre. En ellos el ser humano «se limita gustoso en relación con otro», pues sabe que esa limitación no es alienante. Está consigo en el otro, porque el amigo o el amado son parte de la propia vida.


SOMOS LIBRES PORQUE HEMOS SIDO AMADOS

Todo lo realmente valioso en la vida y, por tanto, el contenido de la libertad-para es más un don que se recibe que algo que se elige o produce. Cuando la amistad, el amor o el trabajo —en cuanto servicio a los demás— se consideran como relaciones de intercambio, queda fuera lo más importante. La radical gratuidad del don nos sitúa en el ámbito propio de la persona, según explicó el profesor Ángel Luis González en Persona, libertad y don, siguiendo el debate entre Marion y Derrida.

Según se ha ido argumentando, la libertad encuentra su sentido al responder la pregunta «¿Hacia dónde me dirijo?». Este tipo de cuestiones requieren capacidad de asombro. En Llamados al amor, Carl A. Anderson y José Granados explican que el asombro se distingue de la mera interrogación en que no busca respuestas mediante el esfuerzo, sino que las realidades que descubre le son gratuitamente desveladas. El asombro originario —del que habla Juan Pablo II— consiste en advertir que la propia existencia y la de los demás son un don, un regalo. Es lo que expresa con fuerza el apóstol Juan en sus cartas: «Amamos porque Él nos amó primero». Nos encontramos en el mundo siendo libres y, a la vez, sabiéndonos amados por Dios. Tenemos una llamada, un para qué: corresponder a ese amor, y una capacidad para hacerlo: la libertad. Desde esta perspectiva, se advierte que no es la libertad la que crea o define el bien, ya que lo primero fue el amor y no la libertad.

Para los humanos, vivir no consiste en desarrollarse biológicamente, sino biográficamente. Desde una perspectiva existencial, somos la historia que escribimos

Como ha recordado Lucas Buch en  Nuevos mediterráneos, saberse amado es el fundamento de toda esperanza. Es lo que da fuerza al peregrino para no desfallecer, porque conoce —como Ulises— que al final del camino le espera el amor que precede a su viaje. La esperanza es la virtud del peregrino y la más necesaria para la libertad. Se entiende bien en las Confesiones de san Agustín. Él fue literalmente un peregrino del amor. La insatisfacción que experimentaba le empujó a buscar hasta que finalmente encontró su lugar en el mundo, junto a alguien de quien podía decir: «Tú eres la vida de mi vida». 

Dios es la fuente última de toda esperanza. Desde un punto de vista religioso, nuestro lugar en el mundo lo descubrimos al sabernos hijos de Dios. Entonces podemos decir, en sentido estricto, que el mundo es nuestra casa. Pero este planteamiento también es válido para el no creyente. La idea —racionalmente justificable— de que el mundo tiene un sentido y de que hay Alguien a quien le importamos cumple una función equivalente. Incluso bastaría con la experiencia de saberse amado en la propia familia como hijo o, luego, por otras personas. En cualquier caso, amamos porque hemos sido amados primero. Y, cabría añadir, somos libres porque hemos sido amados primero. El amor es la fuente y el destino de la libertad humana.

Fuente: https://nuestrotiempo.unav.edu/es

Como salmón a contracorriente

Redacción de orarconelcorazonabierto

Ví hace unos días un documental sobre el salmón en Alaska. Durante los meses estivales se produce uno de los espectáculos más impresionantes de la naturaleza. Millones de salmones del Océano Pacífico comienzan una migración de miles de kilómetros desde el mar hasta las cuencas de los ríos que los han visto nacer para, allí, generar nueva vida. Gracias a esta migración el salmón se convierte en el eslabón que une tierra, agua y bosque asegurando la supervivencia del ecosistema de Alaska. Es una aventura extraordinaria. Unas horas más tarde me aflora este pensamiento. Como cristiano también soy como un salmón que surca las aguas procelosas de la vida. Voy a contracorriente evitando todos los obstáculos que me impiden avanzar. El río de la vida arrastra corrientes de agua intensas y me zarandea de un lado a otro aunque no me impide seguir mi camino.

Voy contracorriente porque lo importante es el origen. Dios me ha creado y a Dios me dirijo. Es en la contracorriente de mi vida donde mi santidad avanza hasta el día que, como el salmón que llega a su destino, mi vida se detenga.

Me siento identificado con estos salmones que avanzan entre abatidos y extenuados, golpeados y frágiles por la fatiga del viaje; agotado por tener que sortear tantos obstáculos; vigilante para no ser devorado por el enemigo; luchador para no desfallecer a mitad de camino ante la dureza de las pruebas.

Pero también me siento integrado. En comunidad. Junto a mí van miles de otros peregrinos que están en las mismas batallas que la mía, que nadan a contracorriente, que se esfuerzan para no decaer nunca, que no se conforman con aceptar lo que la sociedad ofrece, que se revelan contra el consumismo y el hedonismo, que quieren renovar el mundo, las conciencias y el corazón de los hombres para testimoniar el verdadero espíritu de Cristo. Y, sobre todo, que no desfallecen ante las dificultades.

En algún momento del documental he llegado a pensar lo absurdo de un sacrificio tan grande. Sin embargo, ¡qué noble y digna es su aventura! ¡El salmón va a morir con firmeza al lugar que le vio nacer para desovar y dar sabia nueva al ecosistema! ¡Cómo no voy yo a ser firme si la mayor recompensa será nacer a la Vida Nueva! ¿Por qué, entonces, con tanta frecuencia dejo de ir a contracorriente?

Orar con el corazón abierto

¡Como cristiano, Señor, me llamas a nadar contracorriente! ¡No permitas que claudique, Señor, porque Tú no me has prometido que la vida será un camino sencillo sino al contrario que estará lleno de peligros, de dificultades, de obstáculos y de circunstancias adversas! ¡Pero el ejemplo es la Cruz, Señor, que también era un camino difícil! ¡Espíritu Santo, dador de vida, bien sabes que el príncipe del mal no desea que alcance la vida eterna, no permitas que ninguna de sus maniobras sirvan para desviarme del camino correcto! ¡Ayúdame a ser uno con los que me rodean, a no criticar ni a juzgar, a no pensar mal y encontrar sólo la necedad y el error, a no mirar por encima del hombro, a no despreciar porque todos, con sus circunstancias que sólo tú conoces, avanzan conmigo en las procelosas aguas de la vida! ¡Señor, conviértete en el caudal que guíe mi vida, que el agua fresca que me lleva calme la sed que me embarga! ¡Ayúdame a ser salmón que nada a contracorriente pero hazlo junto a mí, Señor, que solo no puedo y quiero regresar a la casa del Padre! ¡No permitas que el cansancio me acomode, que la relajación me venza, que la pereza me devore, que la agitación me desvíe, que la falta de fe me haga perder la confianza, que mi autosuficiencia me haga creer fuerte y victorioso! ¡Acrecienta, Señor, mi fe que tu conoces mi debilidad y mis carencias!

Del compositor inglés Henry Purcell disfrutamos hoy de su  Jubilate Deo in D major, Z. 232 (Alegraos en Dios). Es un alegoría del camino del cristiano que en la dificultad, tiene que caminar a contracorriente para alcanzar la alegría del Padre: https://youtu.be/ek-43z_fTPY

Fuente: orarconelcorazonabierto.wordpress.com/tag/

8/30/21

Sentido común, humanidad y eutanasia

Aniceto Masferrer


La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado

El día 25 de junio, entró en vigor la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, que proporciona ayuda médica a morir a quien lo solicite bajo determinadas circunstancias. Con esta ley, pues, se legaliza y regula el “derecho a la eutanasia” en el conjunto del territorio español. Sólo seis países en todo el mundo cuentan con una ley de contenido similar: Países Bajos (2002), Bélgica (2002), Luxemburgo (2009), Colombia (2014), Canadá (2016) y Nueva Zelanda (2020). Son pocos, y entre ellos no figuran los más desarrollados como Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos, entre otros.

Un día antes de la aprobación de su texto definitivo (18 de diciembre de 2020) –con 198 votos a favor (PSOE, Podemos, BNG, ERC, Junts per Catalunya, Más País, Bildu, PNV, CUP, Ciudadanos), 138 en contra (PP, Vox, UPN) y dos abstenciones (CC y Teruel Existe)–, el entonces ministro de Sanidad la defendió en los siguientes términos: “Como sociedad, no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas; España es una sociedad democrática lo suficientemente madura como para afrontar esta cuestión que impone sentido común y humanidad”. Por su parte, la exministra de Sanidad dejó claro que, frente a esa realidad, el Estado “ni impone ni obliga”, porque se atiene a la decisión autónoma del paciente.

Formo parte de esa mayoría de la sociedad española que no acaba de entender qué sentido común y qué humanidad puede haber detrás de esta ley. Ignoro si la idea de sentido común a que aludieron estos defensores de la eutanasia era de matriz cartesiana (que consideraba la cualidad mejor repartida del mundo porque permite distinguir a todos por igual entre lo racional –o aceptable– y lo irracional –o inaceptable), o más bien volteriana (que entendía el sentido común como el menos común de los sentidos). Aunque seguramente, sin sospecharlo, coincidiría con Einstein, para quien no es más que un conjunto de prejuicios que otros nos inculcan. Sea como fuere, es bueno interrogarse y profundizar en las propias convicciones para ver si, en efecto, son propias o más bien ajenas, es decir, inoculadas por otros sin que las hayamos sometido a espíritu crítico alguno, del mismo modo que debemos intentar entender las convicciones de los demás para poder comprenderlos y dialogar, sin caer en la descalificación de quien piensa distinto. Criticar lo que no se entiende carece de sentido e imposibilita el diálogo sereno y constructivo.

         El sentido común de la ley eutanásica que hoy entra en vigor refleja un principio fundamental de la modernidad: la libertad entendida como absoluta autonomía de la voluntad. John S. Mill, en su obra Sobre la libertad (1859), al referirse a “una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno”, señala que ésta consta de tres principios. Junto al de libertad de conciencia –unido al de expresión– y al de libertad de asociación, menciona otro, el de ‘libertad humana’. Así lo expresa el filósofo inglés: “En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa”.

         Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que, ante el dolor insufrible de alguien para el que su vida ya no tiene sentido, lo propio, lo adecuado y lo razonable sea dejar –parafraseando a Mill– que siga su “modo de ser, de hacer lo que le plazca, sujeto a las consecuencias de sus actos, sin que sus semejantes se lo impidan”. Es más, en ese caso, no sólo habría que permitirle decidir libremente, sino que lo verdaderamente ético –o moral– sería auxiliarle para que pudiera llevar a cabo su decisión, como afirmó el ministro: “no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas”. Así se justifica que la presente ley venga exigida por el “sentido común” (dejarme hacer lo que quiero), y por un sentido de humanidad (que nadie me obligue a vivir).

         Frente a esta idea de sentido común que acabo de describir sucintamente, quiero recoger y plantear aquí cuatro reflexiones críticas que explican mi más firme rechazo a esta ley:

1ª) La libertad es una realidad rica y profunda que incluye una variedad de dimensiones que van más allá de –o no son tan sólo reducibles a– la autonomía de la voluntad, entendida como mera posibilidad de elección; lo contrario supondría confundir la vida lograda con el disfrute de mayores espacios de autonomía o autodeterminación, lo cual es falso: se puede tener una vida plena con escasos márgenes de autonomía, y viceversa: una vida vacía con amplios espacios de autonomía.

2ª) La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado, acompañado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma –como sucede en los mayores– un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá otro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario.

3ª) Aunque se suela utilizar el sufrimiento como justificación para presentar como razonable –e incluso humanitario– ayudar al enfermo que lo solicita a terminar con su vida, lo cierto es que, a día de hoy, los avances de la medicina paliativa, suficientes para eliminar el dolor del enfermo casi por completo, hacen innecesario recurrir a la eutanasia; quizá ahí se constata el falaz argumento de que el Estado “ni impone ni obliga”: con esa ley, en realidad, el Estado se permite calificar algunas vidas como no dignas de ser vividas, proporcionando ayuda para terminar con ellas a quien convencido de ello lo solicita; además, no sólo es que el enfermo decide (tal como se presenta), sino que se pone sobre sus hombros la carga de esa decisión –con el sentimiento de culpabilidad añadido al que he aludido–, ayudando a eliminar a quien sufre, pero sin promover la medicina paliativa que podría quitarle el dolor.

4ª) La humanidad, que no es un sentimiento sino el imperio de la justicia, no consiste en auxiliar a la persona que quiere terminar con su vida, sino en dar a cada uno lo suyo (como señaló el jurista romano Ulpiano), es decir, en dar a cada uno aquello que necesita para que su vida tenga –o siga teniendo– sentido. Una sociedad no es más humana y madura por estar preparada para auxiliar al que desea morir, sino por su capacidad de dar a todos, sin excluir a nadie, aquello que necesitan para mantener la decisión de vivir. Algunos ven la eutanasia como una conquista; yo, en cambio, como un fracaso de la sociedad y un fraude del poder público, incompatible con un Estado de Derecho comprometido con la defensa de los derechos fundamentales –irrenunciables– de todos, y en particular de los más frágiles, de enfermos terminales que padecen una situación de desvalimiento físico y mental, en ocasiones agravada sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado “ni impone ni obliga”, cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).

El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor –y quizá la soledad–, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida –y sonoramente– la normativa que lograra mantener en todos –porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable–, la voluntad de seguir viviendo.

Fuente: elmundo.es/

8/29/21

Es importante llevar de nuevo la fe a su centro

El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy muestra a algunos escribas y fariseos asombrados por la actitud de Jesús. Están escandalizados porque sus discípulos comen sin antes realizar las tradicionales abluciones rituales. Piensan para sus adentros: “Esta forma de hacer es contraria a la práctica religiosa” (cf. Mc 7, 2-5).

También nosotros podríamos preguntarnos: ¿Por qué Jesús y sus discípulos descuidan estas tradiciones? Al fin y al cabo no son cosas malas, sino buenos hábitos rituales, simples abluciones antes de comer. ¿Por qué Jesús no le presta atención? Porque para Él es importante llevar de nuevo la fe a su centro. Este llevar de nuevo la fe a su centro lo vemos continuamente en el Evangelio. Y evitar un peligro, que vale tanto para esos escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros también muchas veces nos “maquillamos” el alma. La formalidad exterior y no el corazón de la fe: esto es un riesgo. Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera, descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está satisfecho con este culto. Jesús no quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón.

De hecho, inmediatamente después, llama otra vez a la multitud para decir una gran verdad: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro» (v. 15). En cambio, es «de dentro, del corazón» (v. 21) que salen las cosas malas. Estas palabras son revolucionarias, porque para la mentalidad de la época ciertos alimentos o contactos externos te hacían impuro. Jesús invierte la perspectiva: no daña lo que viene de fuera, sino lo que viene de dentro.

Queridos hermanos y hermanas, esto también nos concierne. A menudo pensamos que el mal proviene principalmente del exterior: del comportamiento de los demás, de quienes piensan mal de nosotros, de la sociedad. ¡Cuántas veces culpamos a los demás, a la sociedad, al mundo, de todo lo que nos pasa! Siempre es culpa de los “otros”: es culpa de la gente, de los que gobiernan, de la mala suerte, etcétera. Parece que los problemas vienen siempre de fuera. Y pasamos el tiempo repartiendo culpas; pero pasar el tiempo culpando a los demás es una pérdida de tiempo. Nos enojamos, nos amargamos y mantenemos a Dios fuera de nuestro corazón. Como esas personas del Evangelio, que se quejan, se escandalizan, discuten y no acogen a Jesús. No se puede ser verdaderamente religioso en la queja: la queja envenena, te conduce a la ira, al resentimiento y a la tristeza, la del corazón, que cierra las puertas a Dios.

Pidámosle hoy al Señor que nos libre de echar la culpa a los demás —como los niños: “¡Yo no he sido! Ha sido el otro, ha sido el otro…”—. Pidamos en la oración la gracia de no perder el tiempo contaminando el mundo con quejas, porque esto no es cristiano. Jesús nos invita a mirar la vida y el mundo desde nuestro corazón. Si nos miramos dentro, encontraremos casi todo lo que detestamos fuera. Y si le pedimos sinceramente a Dios que purifique nuestro corazón, comenzaremos a hacer el mundo más limpio. Porque hay una forma infalible de vencer el mal: empezar a vencerlo dentro de uno mismo. Los primeros Padres de la Iglesia, los monjes, cuando se les preguntaba: “¿Cuál es el camino de la santidad? ¿Cómo debo empezar?”, decían que el primer paso era acusarse a uno mismo: acúsate a ti mismo. La acusación de nosotros mismos. ¿Cuántos de nosotros, durante el día, en un momento del día o en un momento de la semana, somos capaces de acusarnos por dentro? “Sí, este me hizo esto, ese otro..., aquel una salvajada...”. ¿Y yo? Yo hago lo mismo, o lo hago así... Es una sabiduría: aprender a acusarse. Intentad hacerlo, os hará bien. Para mí es bueno, cuando consigo hacerlo, me hace bien, nos hará bien a todos.

Que la Virgen María, que cambió la historia con la pureza de su corazón, nos ayude a purificar el nuestro, superando en primer lugar el vicio de culpabilizar a los demás y de quejarse de todo.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Sigo con gran preocupación la situación en Afganistán y participo del sufrimiento de quienes lloran por las personas que perdieron la vida en los atentados suicidas que se produjeron el jueves pasado, y de quienes buscan ayuda y protección. Encomiendo los muertos a la misericordia de Dios Todopoderoso y doy las gracias a quienes están trabajando para ayudar a esa población tan probada, especialmente a las mujeres y a los niños. Les pido a todos que sigan ayudando a los necesitados y que recen para que el diálogo y la solidaridad conduzcan al establecimiento de una convivencia pacífica y fraterna y ofrezcan esperanza para el futuro del país. En momentos históricos como este no podemos permanecer indiferentes, la historia de la Iglesia nos lo enseña. Como cristianos, esta situación nos compromete. Por eso hago un llamamiento a todos para que se intensifique la oración y se practique el ayuno. Oración y ayuno, oración y penitencia. Este es el momento de hacerlo. Hablo en serio: intensificar la oración y practicar el ayuno, pidiendo al Señor misericordia y perdón.

Estoy cerca de la población del estado venezolano de Mérida, afectada en los últimos días por inundaciones y deslizamientos de tierra. Rezo por los difuntos y sus familias y por todos los que sufren a causa de esta calamidad.

Dirijo un cordial saludo a los miembros del Movimiento Laudato Si’. Gracias por vuestro compromiso con nuestra casa común, particularmente con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Creación y el posterior Tiempo de la Creación. El grito de la Tierra y el grito de los pobres son cada vez más graves y alarmantes, y requieren una acción decisiva y urgente para convertir esta crisis en una oportunidad.

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de varios países. En particular, saludo al grupo de novicios salesianos y a la comunidad del Seminario Episcopal de Caltanissetta. Saludo a los fieles de Zagreb y a los del Véneto; al grupo de alumnos, padres y profesores de Lituania; a los chicos de la Confirmación de Osio Sotto; a los jóvenes de Malta que están llevando a cabo un itinerario vocacional, a los que han hecho un camino franciscano de Gubbio a Roma y los que inician un Via lucis con los pobres en las estaciones de tren.

Dirijo un saludo especial a los fieles reunidos en el Santuario de Oropa para la fiesta de la coronación de la estatua de la Virgen Negra. Que la Santísima Virgen acompañe el camino del pueblo de Dios por la senda de la santidad.

Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!

Horizontes para superar el emotivismo actual

Rafael Miner

“El emotivismo comienza con la reducción de los afectos a la emoción”


El encuentro de Cristo con la Samaritana ofrece horizontes para superar el emotivismo cultural que reduce los afectos a la emoción; para abrirnos al diálogo, y aprender la madurez del don de sí mismo. A estas cuestiones se refirió el profesor Juan José Pérez-Soba en un curso sobre La educación de la afectividad en la Universidad de Navarra.

Pocos dudan de que, posiblemente, el término más usado en nuestro lenguaje sea la palabra amor. En cambio, hay ámbitos importantes de la vida en que no se usa apenas nunca. No suele hablarse en política de amor, tampoco en economía. La razón que se aduce para este fenómeno es que estamos hablando de cosas serias.

“El amor no podría ponerse como fundamento, sino solo como algo decorativo dentro de la vida; sería irremediablemente subjetivo, incapaz de dar una razón sólida para la construcción de una sociedad”. Sin embargo, quizá precisamente por ello, “la gran reivindicación epistemológica [conocimiento científico] de la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI es la de mostrar el papel fundante del amor, con todo su valor afectivo, en especial en lo que concierne a esas dos actividades sociales, la política y la economía. Por ello, pone el amor como la luz principal para la comprensión del bien común”.

“Debemos ayudar a los jóvenes a superar el analfabetismo afectivo que les impide descubrir qué es lo que el amor pide a cada persona”.

Quien así habla es Juan José Pérez-Soba, profesor ordinario del Pontificio Instituto Juan Pablo II para las ciencias del Matrimonio y la Familia (Roma), y ponente principal del curso sobre La educación de la afectividad que se ha tenido lugar estos días en Pamplona, organizado por el Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra, al que han asistido más de cinco mil personas de 47 países.

La pista principal para conocer las aportaciones del profesor Pérez-Soba ha sido su libro Encuentro junto al pozo (Palabra, 2020). Además, las reflexiones del autor sobre la afectividad son abundantes. Por ejemplo, en la revista Scripta Theologica del mismo año, y en otros lugares. Vaya esto por delante, porque comprenderán que sintetizar siete sesiones del profesor sobre el amor y sus niveles; los tipos de amor; filial, esponsal y de amistad; amor y virtud, la madurez afectiva, y lo que los jóvenes quieren saber, es prácticamente imposible.

De modo que nos asomaremos sólo a algún tema, adelantando de entrada este deseo del profesor: “Debemos ayudar a los jóvenes a superar el analfabetismo afectivo que les impide descubrir qué es lo que el amor pide a cada persona”.

Un engaño “egocentrista”

¿Cómo podíamos describir a un emotivista, es decir, a la persona que se guía prácticamente por las emociones del momento? Lo hizo el Papa Francisco en la encíclica Amoris Laetitia (La alegría del Amor), en el capítulo considerado nuclear del texto, el cuarto, que lleva por título El amor en el matrimonio.

“Deseos, sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban pasiones, tienen un lugar importante en el matrimonio […]”. Por otra parte, “Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén, y esta situación le arrancaba lágrimas. También se compadecía ante el sufrimiento de la gente. Viendo llorar a los demás, se conmovía y se turbaba, y Él mismo lloraba la muerte de un amigo”.

Sin embargo, afirma el Papa más adelante, “creer que somos buenos sólo porque ‘sentimos cosas’ es un tremendo engaño. Hay personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos. En ese caso, los sentimientos distraen de los grandes valores y ocultan un egocentrismo que no hace posible cultivar una vida sana y feliz en familia” (Amoris Laetitia, núm. 145).

A merced de las emociones

“El emotivismo comienza con la reducción de los afectos a la emoción”, señala el profesor Pérez-Soba. “En verdad, es la consecuencia primera de considerar la afectividad exclusivamente a partir de la introspección de la conciencia. De esta forma, se pierde su intencionalidad más profunda y el modo de configurar la base de la virtud moral que nos dirige a la perfección”.

Ahora se llama emoción al afecto que aparece intensamente a la conciencia y la mueve en una dirección concreta. Venía a sustituir el término pasión, que estaba más unido a la apertura a la recepción de un don y a una trascendencia, señaló en su exposición. A su juicio, es consecuencia de la secularización misma que sufrió el amor en la interpretación luterana de la caridad, que explica la caridad reducida a beneficencia, un intercambio de bienes útiles desde un punto de vista altruista.

“El emotivismo comienza con la reducción de los afectos a la emoción”

 “Todo ello impedía reconocer su papel dentro del matrimonio al que Lutero niega su carácter de sacramento y, por primera vez en la historia, lo considera una realidad no sagrada.”.

En consecuencia, según el emotivismo, una persona sería buena si se siente bien al obrar de determinado modo y esta emoción se confunde con su conciencia desde una visión intuicionista, ha explicado el profesor Pérez-Soba. Este reduccionismo está muy claro en la obra de Daniel Goleman [Emotional intelligence], que se centra en las emociones y su sustrato energético, hasta perder de ellas su sentido intencional.

Estado de ánimo del momento

El Directorio de pastoral familiar de la Iglesia, editado por la Conferencia Episcopal Española, y citado por el profesor del Instituto Juan Pablo II, señala que “esta concepción debilita profundamente la capacidad del hombre para construir su propia existencia porque otorga la dirección de su vida al estado de ánimo del momento, y se vuelve incapaz de dar razón del mismo. Este primado operativo del impulso emocional en el interior del hombre sin otra dirección que su misma intensidad, trae consigo un profundo temor al futuro y a todo compromiso perdurable”.

A continuación, el directorio subraya “la contradicción que vive un hombre cuando se guía solo por sus deseos ciegos, sin ver el orden de los mismos, ni la verdad del amor que los fundamenta. Ese hombre, emocional en su mundo interior, en cambio, es utilitario en lo que respecta al resultado efectivo de sus acciones, pues está obligado a ello por vivir en un mundo técnico y competitivo. Es fácil comprender entonces lo complicado que le es percibir adecuadamente la moralidad de las relaciones interpersonales, porque estas las interpreta exclusivamente de modo sentimental o utilitarista”.

Comunicación afectiva de Jesús

“No estamos acostumbrados a analizar una conversación dentro de los cauces de una comunicación afectiva, normalmente solo lo hacemos cuando hay una evidente ruptura entre los interlocutores y nos servimos de la emoción para explicar el fracaso de la misma. Nos restringimos muchas veces al lenguaje verbal, ignorando el contenido personal presente de modo afectivo con un valor muy grande en el diálogo. Hemos de considerar una grave carencia quedarnos en ese nivel consciente del análisis que tiende a la reflexión, y perder en cambio el dinamismo afectivo que lo guía”.

Así comienza el profesor Juan José Pérez Soba su análisis sobre la conversación de Jesús con la samaritana en el pozo de Sicar. “Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: ‘Dame de beber’” (Jn 4,7).

“Podemos tomarlo como un ejemplo de una conversación evangelizadora que tiene el resultado asombroso de la transformación completa de la mujer que llega a convertirse en un apóstol para sus conciudadanos de Sicar. Así la tomamos como referencia prototípica para la acción pastoral en el ámbito familiar”.

De hecho, la Exhortación apostólica Amoris Laetitia presenta este encuentro como un punto clave de su exposición. Dice el Papa Francisco: “Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cfr. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio” (núm. 294).

Los afectos no excluyen la objetividad

Sin duda, explica el profesor, somos herederos de una apologética racionalista donde el papel evangelizador consistiría en demostrar mediante razones concluyentes los ‘praeambula fidei’ a una persona que se resiste a creer, pero que es capaz de razonar.

La insuficiencia de este camino es la base de la propuesta de san John Henry Newman, para el que una adhesión de fe debe implicar a toda la persona, no solo a su inteligencia.

Benedicto XVI, en su primera encíclica, tomó el camino del deseo de forma clara al considerar que “la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor”, recuerda Pérez-Soba, puesto que el diálogo con la samaritana “es eminentemente afectivo. La sed de la que habla Cristo es, como afirma san Agustín, de la fe de la Samaritana. Queda así enmarcada en un marco propio, la fe en un amor que es la lógica interna de todo el relato”.

A juicio del profesor del Instituto Juan Pablo II, “esto nos lleva a considerar que hablar de los afectos no excluye de ningún modo la objetividad, más bien la exige de un modo propio y, de hecho, sostiene esta conversación. Los deseos no son intimistas, no se encierran en una autorreferencialidad, son fundamento de una comunicación con un claro valor objetivo que enriquece cuando se comparte. La negación de este principio ha complicado mucho cualquier diálogo afectivo, porque se ha proyectado sobre él el prejuicio de que se trataría siempre de un intimismo subjetivista al que deberíamos poner reparos”.

“No es así en la tradición clásica que ha preferido el marco del diálogo al de la introspección para poder hablar de los afectos”. Recordemos, añade Pérez-Soba, “el brillante inicio del libro De spiritali amicitia de Elredo de Rieval en el siglo XII: ‘Aquí estamos tú y yo, y espero que como tercero entre nosotros esté Cristo”.

La inclusión de Cristo como presente en la misma amistad no es un añadido, sino la razón de la conversación, subraya Pérez-Soba. Por eso el monje inglés insiste en el consejo de incluir este modo de pensar en todos los ámbitos de la vida: “Habla con seguridad y con el amigo mezcla todas tus preocupaciones y pensamientos, si aprendes algo o lo enseñas, lo des o lo recibas, lo profundices o lo saques”.

Encuentro personal

Quedaría aún más incompleta esta reflexión del profesor, si no se recogiera al menos lo siguiente. “Jesús, a partir de la verdad del deseo, aprovecha el asombro inicial que muestra la mujer y toma la lógica nueva de la revelación de la persona en el amor, la intención que le guía es mostrar al amado como un fin en sí mismo. Quiere que podamos decir en verdad ‘te quiero por ser quien eres’”.

“En el caso de Dios, hemos de hablar de un amor originario, al mismo tiempo incondicional y exclusivo, que sana el corazón del hombre y se introduce en las relaciones humanas”.

Y en ese punto la conversación cambia porque se personaliza y se inserta en la construcción de la propia vida real. “El pozo de la sed y del esfuerzo, se van a revelar, por medio de un encuentro personal, como la fuente del don y de la alianza. La promesa de Dios sigue la dinámica de un amor que crece y que permite explicar la unidad de la vida manifestada a los hombres en un horizonte de salvación”, añade el profesor.

“En el caso de Dios, como revelación de la novedad radical que introduce su acción en el mundo, nos hallamos ante el ofrecimiento de su alianza. Hemos de hablar de un amor originario, al mismo tiempo incondicional y exclusivo, que sana el corazón del hombre y se introduce en las relaciones humanas”.

“Su comprensión adecuada implica un amor total, exclusivo, corporal y fecundo: Dios esposo, consigue la fidelidad de su esposa Israel a una Alianza que es para siempre y que va ser el centro del misterio cristiano” (cfr. Ef 5, 32).

Estas características marcan, a juicio de Pérez-Soba, la revelación de Dios en su valor más personal, hasta el punto de que Benedicto XVI pudo decir: “A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”.

“La verdad de un amor personal que nos llama, en la que se realiza la implicación de la persona en el afecto, es el inicio de un delicado proceso de crecimiento que hay que cuidar y acompañar”, añade el ponente.” Se trata de un proceso de maduración que ya se apunta en el Cantar de los Cantares como respuesta de la llamada del amor: La voz de mi Amado (Cant 2, 8).

Educar en los afectos a los jóvenes

“Hemos de tomar en serio la ayuda que los jóvenes necesitan para aprender a amar”. El profesor Pérez-Soba recuerda aquí al Papa Francisco cuando dice: “Pero ¿quién habla hoy de estas cosas? ¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a prepararse en serio para un amor grande y generoso?”

“Obviar la educación afectiva genera un vacío en los jóvenes que les dificulta encontrar el sentido de aquello que están viviendo”

Si se comprende la gran riqueza de ser capaz de interpretar los afectos desde ese amor que promete una historia, el hecho de aprender a amar se hace urgente y se agradece, señala el profesor, quien añade que los afectos deben tener un papel central en la formación de los jóvenes. “La educación tiene que ser una educación ante todo en los afectos; y obviarlo genera un vacío en los jóvenes que les dificulta encontrar el sentido de aquello que están viviendo”, afirmó en el Curso.

Por cierto, Pérez-Soba aludió al comentario del “Cantar de los Cantares” de Orígenes, y comentó que este libro bíblico no se lee nunca en la liturgia, cuando es uno de los más comentados por los Padres de la Iglesia. “Es como si hubiera un miedo a los afectos”, señaló.

A la medida de Cristo

“El sujeto emotivo es en la actualidad la dificultad mayor para la evangelización”, consideró el ponente. “La razón de ello es que considera la experiencia religiosa según la intensidad de su sentimiento. Por eso, no va a misa si no lo siente, no reza si no encuentra emociones, la doctrina le parece ajena del todo a la vida porque no le despierta sentimiento alguno y le aburre. Es la causa del éxito de la espiritualidad New Age, de una religiosidad de puro consumo emotivo”.

El objetivo de la pastoral de la Iglesia, según Juan José Pérez Soba, “consiste en gran medida en convertir el sujeto emotivo en un sujeto cristiano: ‘a la medida de Cristo’ (cfr. Ef 4, 13) que vive del amor de Cristo que le hace hijo, y no de la emoción del instante que no sabe a dónde le conduce. Este es el paso de la conversión, de la que es un testimonio único nuestro diálogo con la Samaritana”.

En el curso intervinieron también el catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra e investigador Jokin de Irala, y la directora académica del Instituto Desarrollo y Persona de la Universidad Francisco de Vitoria, Nieves González Rico. De sus intervenciones, centradas básicamente en afectividad y sexualidad, nos ocuparemos próximamente.


Fuente: omnesmag.com/

Jutta Burggraf. Una feminista que va más allá del feminismo

 Juan García Inza

«Tenía una especial debilidad, valga la redundancia, por los más débiles y los más necesitados» «¡Gracias, Jutta!»

 Con motivo del artículo de Jutta que publiqué en el post anterior, han ido muchísimo los que han entrado para leerlo, mas de 3.000. Algunos me han preguntado sobre la autora, solicitando alguna información.  Publico un artículo de Marta Salazar que nos habla de ella como una feminista singular. Es largo, pero merece la pena su lectura y su difusión.

El 5 de noviembre se cumplen dos años de que falleció Jutta Burggraf. Una mujer alemana, dulce y alegre, con una mente privilegiada que dejó huella con sus múltiples libros y textos publicados, y con el modo abierto y sencillo con que abordó ideas y problemas de nuestra época. La presenta nuestra colaboradora Marta Salazar, quien reside en Alemania y la conoció ampliamente.

Pedagoga, teóloga, escritora y maestra universitaria; defensora de los derechos sociales y políticos de las mujeres, del nuevo feminismo, de la persona homosexual y de la apertura amorosa a todos, Jutta Burggraf (Alemania 1952-2010) fue una mujer notable que supo adelantarse a su tiempo, abrir los brazos a muchas ideas novedosas y entenderlas en clave cristiana.

El amor de Jutta hacia Latinomérica era muy grande, seguía en esto a Juan Pablo II que llamaba al subcontinente el «continente de la esperanza». Uno de los escritos más conocidos de su «época alemana» –antes de emigrar a España– tiene un título desafiante: El feminismo, ¿destruye a la familia? En él cuenta lo que vivió en Santiago de Chile, al visitar a la rectora de una universidad, con quien se entrevistó, y a quien cita: «me llaman feminista, porque devuelvo todas las cartas que recibo dirigidas al rector, porque esta universidad no tiene un rector, sino una rectora».

De esta anécdota, Jutta toma pie para explicar que el feminismo no destruye a la familia, sino que la puede fortalecer. En efecto, su tesis es que el feminismo es extremadamente favorable para la comunión de los esposos y para la familia misma, ya que devuelve a la mujer la dignidad que, en ciertas épocas y culturas, y parcialmente en la actualidad, le ha sido y le es negada.

Tuve la gran suerte (no lo puedo llamar de otra manera, fue eso: una gran suerte) de colaborar en casi todos sus libros y escritos de su «época española». En la redacción de cada uno, le propuse –y ella aceptó– poner especial atención en que sus textos estuvieran libres de españolismos, sin quitarle el dinamismo propio del lenguaje que Jutta había aprendido en la Península. El objetivo era escribir en un lenguaje internacional, para llegar a todos y a todas y en todas partes. Esto quedó especialmente claro en su libro sobre el ecumenismo, dada la mayor cantidad de hermanos separados con los que convivimos en el nuevo continente.

Sus alumnos, prioridad absoluta

La mamá de una amiga mía –española, que vivió gran parte de su vida en México– me contaba que, al salir de clases con Jutta, ella y otros de sus alumnos, se decían unos a otros: «somos fans de Jutta Burggraf». ¿Por qué tantos de nosotros fuimos sus admiradores?

Me parece que la clave está en aquello que nos dice otra de sus alumnas: «un buen maestro influye más por su vida, por su mera existencia, que por las lecciones que da. Es  camino para otros que, mirándole a él, se encuentran a sí mismos. Estas palabras escritas por Jutta se han hecho realidad en ella misma, hasta el punto de que no podemos predecir dónde acabará su influencia», escribe –con mucha razón– Margarita Martín Ludeña, la última estudiante a quien Jutta dirigió su tesis doctoral (Jutta Burggraf 1952-2012 In Memoriam).

Por su parte, su colega y amiga Elisa Luque nos explica que sus alumnos tenían absoluta prioridad para Jutta: cuando un estudiante llamaba a su puerta, ella indicaba con la mirada, al colega que tenía enfrente, que tenía que irse, ya que el alumno gozaba de primacía («¡Gracias, Jutta!», publicado en Noticias Universidad de Navarra, 08.11.2010).

Uno de sus alumnos hispanoamericanos, Esteban Larrea, cuenta que Jutta era auténtica, que tenía una gran capacidad de escuchar. Pienso que esto iba de la mano con la humildad y era, en cierto modo, producto de esta misma virtud. En ella, no había nada que se asemejara a un complejo de superioridad. Pero sí vivía una inmensa empatía que se dejaba sentir en cada una de sus acciones y de las líneas que escribía.

Libre y abierta a todos

«Jutta tenía una exquisita sensibilidad para captar las necesidades de las personas, sus modos de ser, hacerse cargo de las respuestas que precisaban, etcétera. Con esa misma sensibilidad fina, actuaba con tacto en cada circunstancia, sin aparecer para nada como protagonista» (Luque, artículo no publicado). Tal vez se pueda resumir esta actitud en la frase, que era su programa de vida: «Cuanto más cristianos somos, más nos abrimos a los demás».

El libro más conocido de Jutta Burggraf es Libertad vivida, que se publicó primero en español, por aquello de que nadie es profeta en su propia tierra y actualmente se está traduciendo al alemán. Recuerdo que, cuando lo estaba escribiendo, Jutta me habló de un matrimonio mexicano, a quienes puso como ejemplo: una señora católica se casó con un pastor de una confesión protestante. Ella nunca insistió en la conversión de su marido, lo amó y lo dejó en la más absoluta libertad para vivir su fe. «Predicando» sólo con su ejemplo que es el predicador más eficaz. Al cabo de los años y después de que él se jubilara de su oficio de pastor, y sin ninguna presión, decidió ingresar a la Iglesia católica.

Jutta hablaba con frecuencia de la «santa libertad». Cuando le pedía un consejo, me daba su opinión y advertía al mismo tiempo, que actuara con «santa libertad». No quería imponer su punto de vista, sabiendo que algunas cosas se ven como si fuesen convexas; pero si te pones del otro lado, las verás cóncavas. Con esto, reconocía que ella veía el tema de tal manera; pero podría haber otra forma posible

de enfocarlo. Estaba, a su vez, dispuesta a aceptar otras opiniones y a seguirlas, como comprobé en más de una oportunidad.

Otro de sus libros más conocidos es Conocerse y comprenderse. Una introducción al ecumenismo. Ambos temas –libertad y ecumenismo– están directamente relacionados. Cuando escribía este último, me enseñó que la comunidad a la que pertenecía el pastor mexicano mencionado no es una «secta», ya que esta palabra implica desprecio y los católicos la evitamos. Me hizo ver que los documentos del Concilio Vaticano II no hablan, en ningún momento, de «secta».

Somos débiles y fallamos con frecuencia

Sí, Jutta no fue una súper mujer, como no lo somos alguna de nosotras. No ocultaba sus enfermedades grandes o pequeñas, sino que se refería a ellas con la sana naturalidad de las mujeres alemanas que no piensan que, al hacerlo, son «menos heroicas». Es un poco ese «todos somos débiles y fallamos con frecuencia», de que nos hablaba en un artículo «Aprender a perdonar» (istmo, No. 270).

Luque cuenta que «Le costó la noticia de que la enfermedad gravísima, e inesperadamente aparecida –hacía un tiempo que en la última revisión médica le confirmaron que se curó de la enfermedad que había sufrido hacía ya unos años– podía acercarle la muerte  y puso los medios con tesón para el tratamiento doloroso que se le aplicó».

Su naturalidad es, me parece, una de las claves para entender cómo llegó a tanta gente; cómo logró cautivar a muchas personas que estuvimos dispuestas a hacer cualquier cosa por ella. Se podría decir que hacía mucho por los demás; pero creo que había algo más… hay muchas personas que escriben textos muy buenos; pero pocas que cautiven de tal forma como lo hizo Jutta, sin proponérselo.

Luque dice que Jutta «amaba la vida recibida de Dios, a su familia; a sus padres rendía un amoroso agradecimiento por todo lo que le dieron: un clima de libertad amplia y de confiada responsabilidad, junto con un cariño y entrega generosos» (artículo no publicado).

Barbara Schellenberger, quien conoció a Jutta en la década de 1970, cuenta que su niñez y juventud explican por qué Jutta escogió la carrera de Heilpädagogik, que se puede traducir como psicopedagogía o como educación diferencial o especial. Pero más allá de ello, la elección de estos estudios marca también su vida y actuación posterior, como también su «itinerario científico» (Jutta Burggraf 1952-2012 In Memoriam).

Amar el presente y la innovación

En general, puedo decir que los educadores diferenciales alemanes son personas idealistas y tienen un marcado sentido de la justicia social y de la defensa de los que sufren. A mi modo de ver, esto explica lo que Luque escribe: «tenía una especial debilidad, valga la redundancia, por los más débiles y los más necesitados» («¡Gracias, Jutta!»). Pienso que ésta es una característica de su vocación profesional. Es significativo que el artículo más popular de su «época alemana»– se titule «En la escuela del dolor».

Se puede resumir su pensamiento sobre el dolor y la empatía en el convencimiento que expresó en su escrito: «Quien quiera influir en el mundo actual, tiene que amarlo: ¿Cómo puede alguien comprender y consolar a los demás si nunca ha sido destrozado por la tristeza?

»Hay personas que, después de sufrir mucho, se han vuelto comprensivas, cordiales y sensibles al dolor ajeno. En una palabra, han aprendido a amar».

Schellenberger nos hace ver que su doctorado en Pedagogía, en Colonia, se basa en la «convicción acerca del valor de la vida humana y de la asunción del dolor mediante la búsqueda de su sentido intrínseco». Jutta se preguntaba si, en el caso de niños con síndrome de Down, psicóticos o con otras dolencias, y que no parecen sino una carga para su familia y para la sociedad, su vida ha dejado de ser digna. «¿Cómo podemos ayudarlos, cuando se han agotado ya todos los medios que la medicina hace posible?».

Las respuestas a las que llegó en su investigación de 1979, son igualmente un adelanto de lo que sería su pensamiento: el valor determinante de toda vida humana es independiente de sus condiciones externas. El sentido último del sufrimiento se halla oculto en la trascendencia. Podemos ayudar a la persona que sufre, tanto mental como espiritualmente, colaborando para que encuentre un sentido a su dolor (Schellenberger).

«Jutta no se limitaba a ofrecer un análisis negativo de la situación contemporánea», nos explica nuevamente Schellenberger. Sobre este punto, me viene a la memoria uno de sus artículos favoritos (el autor prefirió permanecer en el anonimato) que, sin duda, influyó en su pensamiento. Traduzco del alemán uno de sus párrafos: «Es cierto que una de las características centrales de la secularidad consiste en amar nuestro mundo en su atributo esencial como un mundo en constante cambio. Quien tiene una actitud laical, reconoce a Dios en las innovaciones de nuestra época. Tenemos una actitud positiva hacia los cambios y percibir la voz de Dios en los signos de los tiempos nos resulta más fácil que a otros».

En este mismo sentido, Jutta escribe: «quien quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida. ‘En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente’, dice Dietrich Bonhoeffer» (Hacia una cultura de diálogo).

Querer a gente variada abre un mar sin orillas

Para Jutta el tema de la mentalidad laical fue igualmente muy importante. Realizó una de sus mayores contribuciones, en 1987, al participar en Roma en el Sínodo de obispos, donde presentó una ponencia acerca de «La vocación de los laicos en la Iglesia y en el mundo».

Nos cuenta Schellenberger que, cuando Jutta regresó a Alemania en 1984 (luego de su breve periodo romano), no le fue fácil encontrar en su patria un ámbito de trabajo en la universidad. El entonces presidente de la Asociación Mariológica Internacional, Germán Rovira, la invitó a escribir un breve artículo que llevó por título «María, Madre de la Iglesia y la mujer en la Iglesia».  Así, abordó el tema de la mujer del que ya no pudo separarse más.

A mi modo de ver, lo abordó con una gran apertura de mente. Cuando conversaba con ella, me quedaba muy claro que ya no se podía seguir viviendo de acuerdo a las costumbres de 1950, a las que muchos sectores conservadores alemanes permanecían adheridos. En una conversación que tuvimos en los años 80, Jutta me explicó que «lo nuestro no es conservar la sociedad burguesa».

En una charla amistosa, Rovira confirmó lo que yo intuía: su época española fue un tiempo en que Jutta adquirió una gran libertad, en parte por su posición como catedrática y en parte, por la admiración que muchos hispanoparlantes le brindaron y que le permitían, de alguna manera, sostener algunas tesis que quizás habrían podido escandalizar si hubiesen procedido de otra pluma. Como hace ver Patricia Montelongo, «sin salirse nunca de la ortodoxia, Jutta siempre fue a la vanguardia».

Aquí podemos mencionar el artículo que escribió con su colega Enrique Sueiro (el único que publicó en coautoría) «Ser y parecer defensores de la vida», publicado en Zenit. En él, ambos autores se refieren a la necesidad de coherencia de quienes están en contra del aborto, ya que, «paradójicamente, al amparo de los mismos valores de la justicia y la vida, algunos defienden medidas como la pena de muerte o la guerra…».

Su mensaje se resume en una breve historia: «paradigmático el caso de Mary, una adolescente desesperada que se había quedado embarazada y sufría fuertes presiones para abortar. Durante semanas buscó ayuda, sin saber a quién dirigirse. Al hablar con ella y preguntarle por qué no había acudido a una amiga que colaboraba fervorosamente en una asociación pro vida, respondió: imposible. No puedo hablar con ella sobre estos temas. Sería un escándalo para ella». Es, sin duda, una llamada de atención a todos nosotros. Y se agradece.

En la misma ocasión, ambos autores escriben: «cuánto enriquece tener amigos de otros partidos políticos, otras profesiones, religiones, nacionalidades y culturas. Ser y parecer abierto abre un mar sin orillas. Tratar y querer a la gente más variada amplía la mente y ensancha el corazón. Alguien así recibe mucho y entrega más. Es quien mejor puede orientar a los que parecen encontrarse sin salida». Pienso en la apertura de mente de la que ella hablaba con tanta insistencia.

Acerca de la homosexualidad

La periodista chilena María Ester Roblero cuenta que la entrevistó para la revista Hacer Familia en 1994, poco antes de la cumbre de la mujer en Pekín: «De esa entrevista hay un recuerdo imborrable para mí: le pregunté qué opinaba de los movimientos homosexuales y sus reclamos por la igualdad sexual. Se quedó mirándome muy seria, muy fijo, en silencio. Yo pensé que le había molestado la pregunta, o que le molestaba en extremo el tema. Pero luego, me dijo que ella prefería hablar de la persona homosexual. Y entendí que era porque Jutta siempre ponía por delante de todo a la persona. Algún tiempo después me envió un texto que se titula ‘Carta a un amigo homosexual’, escrito con un cariño y una profundidad impresionantes».

En sus Cartas a David: acerca de la homosexualidad, Jutta abandona el ensayo y experimenta, por primera y única vez, una nueva forma literaria: epistolar y en primera persona. Mary, una mujer casada, escribe varias cartas a un amigo homosexual. En él demuestra, un inmenso cariño y un gran respeto hacia los homosexuales representados por David.

Es sin duda, el pensamiento de Jutta Burggraf y de otras mujeres valientes lo que Juan Pablo II y muchos teólogos en él inspirados, comenzaron a llamar nuevo feminismo o feminismo cristiano. Recordemos el señero artículo de Jutta, en el que se refiere al pensamiento del Papa que vino de lejos: «Para un feminismo cristiano: reflexiones sobre la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem».

En él, Jutta aclara que «Juan Pablo II se pone sin vacilaciones al lado de los que luchan por la igualdad de los derechos sociales y políticos de las mujeres». Y cita al Vaticano II: «Las mujeres reivindican, donde aún no la han alcanzado, la paridad con los hombres, no sólo de derecho, sino también de hecho».

En el citado artículo sobre si el feminismo destruye a la familia, publicado en la revista Humanitas, de Chile, afirma nuestra autora que «Juan Pablo II rechaza toda clase de discriminación y de prejuicios frente a las mujeres. Rompe no sólo con el protocolo, sino con una antigua tradición que creía comprobar la inferioridad moral y espiritual de la mujer, y por esta razón, le impedía adoptar decisiones importantes, y exigía que la esposa se sometiera incondicionalmente a su marido y señor. Estas disposiciones restringían la libertad de la mujer. No obstante, también afectaban al varón: porque, en cuanto éste se sujetaba a tales normas, renunciaba a una auténtica amistad y colaboración con la mujer. En vez de amiga, tenía una esclava. Juan Pablo II pone de manifiesto que la injusticia que sufre la mujer, hiere y daña profundamente, no sólo a ella misma, sino también al varón».

Refiriéndose al varón, escribe en 1996, en un artículo cuyo título es ya programa, «Hombre y mujer: sin esquemas rígidos»: «también los hombres han de liberarse de los clichés pasados de moda. Así por ejemplo, los varones han considerado desde siempre el éxito como obligación, por ser un símbolo de masculinidad. Sin embargo, lo más importante para la familia no son ni el éxito profesional ni el aumento constante en los medios económicos. Mucho más decisivo es que el esposo tenga tiempo para sus hijos, que sepa sustraerse del estrés de nuestra sociedad competitiva» (istmo, No. 224).

Quizás, el mejor resumen es el de su colega Elisabeth Reinhardt, quien explica que Jutta tenía «la virtud de la fortaleza, que consistía en seguir siempre adelante, a pesar de los obstáculos y las dificultades, cuando se trataba de lo bueno, lo verdadero y lo recto, sin doblegarse. Esta cualidad se unía, en Jutta, a la comprensión, a sentir con el otro y a un trato cordial». Un ejemplo de vida para todos nosotros.


Fuente: religionenlibertad.com/