Enrique García-Máiquez
El papa Francisco recuerda que las críticas de Dante coinciden con las de muchos santos de la época
Tanto interés de los sumos pontífices por la obra de Dante Alighieri debe impresionar al curioso lector, si lo piensa. Pocos han criticado con más fiereza (y mejor altavoz) las acciones de algunos papas y de muchos clérigos. A veces, incluso con canónica injusticia, pues Dante pone a Celestino V en el infierno, y la Iglesia después lo elevó a los altares. Con ocasión del setecientos aniversario de la muerte del poeta florentino, el papa Francisco reincide en la paradoja, y le ha dedicado la encendida carta apostólica Candor lucis aeternae. Donde detalla —con toda la intención— los numerosos elogios pontificios del último siglo al autor de la Comedia: Benedicto XV y su encíclica In praeclara summorum, Pablo VI en su carta Altissimi cantus y las numerosas referencias de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
La Iglesia católica acoge las críticas de sus hijos porque sabe que su santidad mística no se ve empañada por conductas particulares reprobables y porque valora muchísimo la libertad de conciencia y el compromiso personal con la verdad. Pocas instituciones mostrarían una tolerancia tan entusiasta con sus hijos más respondones. El papa Francisco recuerda que las críticas de Dante coinciden con las de muchos santos de la época.
Aunque todos los papas alaban su incuestionable calidad poética, subrayan otros dos aspectos. El primero es que Dante es «un poeta nuestro». Véase a Benedicto XV remarcando «el hecho de que Alighieri es nuestro. […] ¿Quién podrá negar, en efecto, que nuestro Dante haya alimentado e intensificado la llama del ingenio y la virtud poética obteniendo inspiración de la fe católica, a tal punto que cantó en un poema casi divino los misterios sublimes de la religión?». El segundo aspecto que destacan es la máxima actualidad de su lección. Como eso lo dicen todos, hablamos de una máxima actualidad de setecientos años. Que incluso parece haberse acentuado en el último siglo.
Benedicto XV escribió su encíclica como una respuesta a la lectura nacionalista que Benedetto Croce había propugnado en su libro La poesía di Dante, de 1920. Croce era ministro de Instrucción Pública y las relaciones Iglesia-Estado estaban más tirantes aún de lo acostumbrado. Parte del carisma dantesco estriba en un equilibrio muy tenso entre el poder espiritual y el poder político. Es lógico: él perteneció al partido de los güelfos blancos, que, siendo menos localistas y fanáticos del poder de la Iglesia que los güelfos negros, tampoco eran partidarios del poder imperial sin cortapisas, como los gibelinos. Nos ha dejado ese ejemplo.
También el de la importancia de la poesía. A pesar de una vida dura de exiliado, dependiendo del favor de los grandes señores, el solitario Dante fue el hombre que cinceló el espíritu de su siglo. El «sumo poeta», como le llama el sumo pontífice, ha marcado, además, un rumbo a los pensadores católicos. Haber leído a Dante, constataba Luis Felipe Vivanco, te cambia la vida y la visión. Para que luego digan que la poesía no importa, que la belleza es frívola o que la rima está de más.
Del mismo modo que Benedicto XV se apoyó en Dante para resistir los embates del nacionalismo exacerbado de su tiempo, el papa Francisco hace lo propio contra los males del nuestro. La Divina comedia es un poema construido sobre la fe firme en la vida eterna, para empezar. Luego, asume una unidad de sentido entre la gran literatura pagana, la ciencia más avanzada de su tiempo y la teología ortodoxa. Finalmente, es el gran poema antirrelativista de la historia de la literatura. Hay, como subraya Francisco, mucha misericordia; compatible (o, mejor dicho, complementaria) con que Dante no hesita sobre la sana doctrina jamás.
Candor lucis aeternae es un regalo para los que creemos en el poder transformador de los grandes libros, en la cultura como compañera indispensable (cual Virgilio) en el camino de la salvación, y en la integridad de la conciencia. Hay que dar muchas gracias al papa Francisco por su carta y, con él, a Dante por «il poema sacro cui pose mano e cielo e terra».