Luis M. Armendariz
El trance "crucial" de la bienaventuranza
La felicidad humana encuentra en su camino fronteras y contradicciones. Tantas y tales que inducen a pensar si ella no será un sueño imposible, algo que no ha lugar (utopia). La fe cristiana, por su parte, le sale al paso con la figura de la cruz. Esta ha venido incluso a designar en el lenguaje corriente todas aquellas cortapisas y a representar la antítesis de la felicidad.
Sin embargo, la cruz es, ante todo, un símbolo cristiano; más aún, un símbolo clave del cristianismo. Jesús fue bajado materialmente de ella, pero los cristianos nos resistimos a ese "desprendimiento". El es el crucificado. La cruz no fue un mal trance felizmente dejado a la espalda, sino que constituye la "señal" de Cristo y de los cristianos. Por eso hablar de felicidad y cristianismo es tener que habérselas [1] con el espinoso problema de la felicidad y la cruz. Hasta tal punto parecen oponerse cruz y felicidad e identificarse cristianismo y cruz que se ha llegado a pensar que el cristianismo es el enemigo por antonomasia de la dicha; que es una religión de quienes o no se abreven a ella o la combaten, tal vez por resentimiento.
Presumo que estas ideas de Nietzsche han perdido audiencia, si bien son de actualidad las imágenes novelescas de un monje que mataba y moría con tal de que la cultura no tuviese acceso a un presunto manuscrito de Aristóteles sobre la risa... ¿Habrá de seguir cargando nuestra fe con el sambenito de una declarada antipatía hacia la felicidad? ¿Será el cristianismo una religión del deber y del dolor? ¿Nos tocará representar en el teatro de la vida la tragedia mientras otros celebran el gozo de vivir? Si en ocasiones hemos contribuido a que así lo pareciese, hemos sido unos malos mensajeros de nuestras creencias. Porque una religión de salvación (y el cristianismo lo es) lo que pretende es liberar de angustias, transmitir sentido, dar "vida y vida plena" (Jn 10,10). Salvar significa no sólo redimir, sino colmar [2]; y un hombre colmado lo es también de dicha, ya que ésta no es algo añadido a la plenitud, sino el gozo de ella.
Si anunciamos a Dios, dicha infinita por ser vida, la Vida misma absolutamente
autoposeída, y decimos de El que es la referencia capital del hombre, ¿qué hacemos sino emplazar a éste con la FELICIDAD? Cristo, por su parte, se presenta en el evangelio convocando programáticamente a los hombres a la bienaventuranza (Mt 5, 3-12).
No podemos alargarnos sobre este punto. Ahora bien nos corresponde recordar que, aun reivindicando para el cristianismo el anuncio primordial de vida y de felicidad, la cruz juega en él un papel decisivo [3].
¿Cruz aquí y felicidad en el más allá?
¿Será que hay que aplazar al más allá, y hemos solido hacerlo, todo ese componente de dicha y dejar que la cruz señoree este "valle de lágrimas"? Si así fuera, conseguiríamos conjugar esas dos realidades antitéticas, pero al precio de establecer dos mundos, dos vidas, eludiendo en el fondo la pregunta del hombre, que es en esta vida donde anhela la felicidad y la echa de menos. No haríamos sino confirmar la sospecha de que somos gente de cruz y de desencanto con un "alibi" de dicha.
Muchos lo piensan así apoyándose a un tiempo en el peso de la pena que gravita sobre esta vida y en la fijeza con que la fe y la esperanza han puesto tradicionalmente sus ojos en la otra [4]. Tan decididamente que el presente se redujo a un periodo de preparación y de prueba. ¿No venia la cruz a encajar perfectamente en este esquema precristiano ya consagrarlo? ¿No pensaba así elmismo Jesús cuando esperaba la irrupción del Reino de Dios? ¿No son las bienaventurazas garantía de bienes futuros?
Sin embargo, y a pesar de la aparente plausibilidad de este esquema (naturalmente, sólo para aquellos que creen en un más allá), hay que afirmar que él no es ni del todo ni primariamente el esquema de la fe cristiana. Lo presienten aquellos creyentes que han redescubierto que la vida futura no es otra vida, sino la plenitud de ésta, plenitud de la que están grávidas las entrañas del presente; aquellos que, siguiendo al Vaticano II, han empezado a apreciar este mundo y a gozar con libertad y gratitud de los bienes de la existencia [5]. Pero además, y sobre todo, ese aplazamiento de la dicha al más allá no se corresponde ni con la experiencia ni con la teoría cristianas. Para ambas es claro que, si el más allá es sólo felicidad, el hoy no es sólo cruz, ni siquiera una cruz dulcificada con la esperanza de una dicha posterior.
FE/FELICIDAD: La razón más convincente en favor de lo que acabo de decir es que Dios, Dicha esencial y fuente de la dicha, no es una realidad aplazada. Lo que el cristianismo anuncia con más ahínco es que Dios se ha acercado a los hombres (Mc 1, 15), ha plantado su tienda entre ellos (Jn 1, 14), les ha hecho participar, como hijos, de su misma naturaleza (1P 1, 8). La encarnación ha sido una humanización del Esplendor de Dios (Hb 1, 3). Esa palabra de vida la hemos visto y palpado (1Jn 1, 1), y eso hace que nuestra dicha sea completa (1Jn 1, 4).
Por eso Jesús no fue sólo un mesías crucificado, profeta de dichas futuras. Esa Gloria de Dios y el gozo que la acompaña se traslucían, para aquellos que "tenían ojos" [6], en toda su persona [7]. Sus milagros no tenían por función suplir con pruebas extrínsecas un esplendor inexistente, sino hacer ver a los hombres que el Reino de Dios, con su gozo definitivo correspondiente, estaba ya entre ellos (Lc 11, 20) y desglosar el gran milagro que era Jesús mismo. En mitad del dolor y el desencanto de la historia humana, Jesús devolvía a los hombres la salud, la dignidad, la confianza, la libertad, y reavivaba la ilusión de vivir.
Tampoco las bienaventuranzas eran meras señalizaciones de una dicha futura, sino también enhorabuenas a los que ya ahora son declarados felices, a la vista, es verdad, de lo que les aguarda, pero también por un gozo de segundo grado al que esas actitudes evangélicas se asoman; y a la vista de ese pobre, manso, pacifico y perseguido Jesús que es el bienaventurado por excelencia (Mt 11, 25-30). En él, la fe descubre el pan, la luz, la verdad, la vida... [8], es decir las fuentes de la dicha.
Y no se diga que éstos son títulos del resucitado. Tampoco la resurrección fue la demostración posterior y postiza de algo que Jesús no hubiera sido ni parecido ser, sino la potencia y el logro totales de lo que ya había y apuntaba en él. Por eso al anuncio de su resurrección le siguieron los evangelios, para retrotraer al Jesús histórico la grandeza y la gloria que, si bien en el abajamiento de la normalidad y pequeñez humana, ya poseía. Y en cualquier caso, y ya que hablamos de nuestra felicidad, es preciso recordar que es el crucificado- resucitado el que ahora "está con nosotros" (Mt 28, 28) [9], el que parte el pan y reparte el vino de las eucaristías y de la vida, el que nos ha dado el Espíritu, que es el don y el gozo entre el Padre y él, el que nos colma hoy de una alegría que nadie nos quitarás.
Ni en Cristo ni en nosotros cabe operar una vivisección entre el hombre histórico y el resucitado. Caben, naturalmente, estadios y énfasis, y por ello no se puede invertir el proceso ni nivelar en esas dos fases felicidad y cruz. Pero, aunque la plenitud de la dicha queda emplazada después de la muerte, la dicha misma no queda aplazada allá. En el caso de Cristo, y más aún en el nuestro [10], felicidad y cruz conviven hoy como dos modos de ser que se entreveran, como dos dimensiones de la vida.
¿Qué felicidad?
El Cristo resucitado, invadido por la vida y el gozo de Dios que el Espíritu alienta en esta historia mortal, es, juntamente con el encargo de llevar la cruz de Jesús y la de esa historia, el doble punto de referencia bajo el que el cristiano sitúa el tema y el problema de la felicidad y de la cruz. Pero no sólo las suyas. Esta restricción la prohíben ese Resucitado que es "el primogénito de toda la creación" (Col 1, 15-17) y ese Espíritu que "renueva la faz de la tierra" (Sal 104, 29-30). Esa dicha y esa cruz son patrimonio de todos los hombres, son su herencia nativa.
La teología cristiana confirma esto al acoger en sí el símbolo universal y veterotestamentario del paraíso original [11]. Es verdad, como escribí en esta misma revista hace unos años [12], que ese símbolo necesita de "ilustración". Si se tiene en cuenta la historicidad del mundo y del hombre, y no menos la de Cristo, habrá que situar primordialmente ese momento de dicha cabal cuando también la humanidad lo sea, es decir, cuando Cristo "haya vencido a todos los enemigos...y Dios sea todo en todos" (1Co 15, 25-28). Así lo indicamos entonces, pero notando también que todo ese futuro era la vocación innata del hombre hacia la que gravita desde sus comienzos y desde su raíces su corazón. Todos y desde el fondo de sus vidas anhelan eso que la resurrección de Cristo lleva consigo y que su Espíritu ha empezado a exhalar por los poros de la realidad.
Esto significa, además, que la felicidad que aletea sobre el hombre es ilimitada. Cierto que la imaginación ha fantaseado el sobrio relato de Gn 2, 8ss. También por esta razón el símbolo "paraíso" nos merecía una "desmitologización", pero sin perder de vista que, aunque discretamente, hacen su aparición en él aquellos símbolos de la dicha que son el agua, la fertilidad, la armonía, el árbol de la vida... y, sobre todo, la amistad y familiaridad con Dios, es decir, los mismos que recogerán los profetas y proyectarán al futuro mesiánico y escatológico [13]. Los resume y evoca la palabra "shalom", con la que el resucitado saluda a los suyos y los colma de alegría [14] y que denota "la plenitud dichosa de la existencia humana en todas sus posibilidades" (Westermann).
Es una felicidad sin limites, una felicidad con mayúscula, la que es patrimonio del hombre y agita ya hoy su corazón. Cuando aumenta el número de quienes, sin renunciar a ella, le recortan las alas y la fragmentan en instantes dotados de cierta plenitud [15], el cristianismo no desactiva la tensión entre felicidad y cruz reduciendo la ilimitación de aquélla o remitiéndola al más allá. Pero tampoco aboliendo el escándalo de la cruz o renunciando a gloriarse en ella (Ga 5, 11; Ga 6, 14).
¿Qué Cruz?
Ya señalé que ésta, antes de representar todo el límite, el dolor y el sinsentido que le salen al paso a la felicidad, fue y sigue siendo el trance histórico por el que pasó Jesús. En él hay que descubrir su sentido original. Pues bien, ese trance fue tan decisivo para Jesús y para lo que en él sucedía entre Dios y los hombres [16] que ha venido a condensarlo.
Pablo resume su "evangelio" (Rm 1, 1) en el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo; pero también en los otros evangelios la pasión ocupa un lugar destacado, y lo que la precede se escribe desde ella y hacia ella.
Consecuencia de esto ha sido la tendencia a hipostasiar de alguna manera esa cruz, dejando en penumbra lo que la provocó, y a imaginar que Jesús nació para morir en ella o que el Hijo de Dios se encarnó para pasar casi directamente a ella desde el regazo del Padre. Tendencia desmesurada y reductora sobre la que la teología reciente ha puesto en guardia [17]. El énfasis actual en el Jesús histórico y en la cristología "ascendente" la han contrapesado llamando la atención sobre todo aquello que precedió y motivó la cruz [18].
Esto significa que, sin perder nada de su nuclearidad, la cruz es el resultado de toda la vida de Jesús en su encuentro con los hombres. Ni Dios le puso inmediatamente en ella ni él mismo la buscó. Los hombres tienen mucho que ver al respecto. Dios lo envió para que "tuviéramos vida en plenitud". Jesús quiso traer a ese Dios a los hombres, convocarlos en torno a un proyecto de mundo digno de su Creador, un mundo de hermanos entre los que el más desfavorecido fuese el privilegiado. Un proyecto de vida que era también un proyecto de "bienaventuranza", de una felicidad nueva, más profunda e insospechada, ya que, entre otras, incluía la sorpresa de que "hace más feliz dar que recibir" (Hch 20, 35).
Esta oferta de vida y de dicha la dejó Jesús en manos de la libertad de los hombres.
Pero éstos no se atrevieron a tanto y quitaron de en medio al que la hacía, poniéndolo en cruz. Ellos lo hicieron. Otra cosa es que de esa misma entrega a la muerte hiciera Jesús la ocasión de su entrega a ellos, y que Dios hiciera de ella la expresión, el cauce y la garantía irrefutable de la entrega de su Hijo al mundo [19]. En este sentido es también verdad, profunda y última verdad, que la cruz es acción de Jesús y de Dios y manifiesta algo decisivo de ellos [20], y no sólo la cobardía y rebeldía humanas. Pero, aún así, sigue siendo cierto que Jesús no buscó por si misma la cruz, y que ésta es el resultado del encuentro de aquel proyecto de vida y felicidad, que él traía y lideraba, con la limitación y la ruindad de los hombres.
Esto es de singular importancia para el adecuado planteamiento de las relaciones entre felicidad y cruz. Revela que no se trata de dos magnitudes equivalentes. La felicidad, resonancia de la vida, existe y es querida por sí misma; la cruz no. La cruz señala la dificultad y el rechazo que la felicidad encuentra e incorpora. La cruz es el trance de la dicha. ¿En qué sentido? Una vez perfilados inicialmente los dos conceptos fundamentales, nos toca precisar más su relación mutua en la existencia concreta de los hombres e indagar el porqué de esa vocación de felicidad y sus diversos trances de cruz.
Dios anda de por medio
Nada más evidente y hasta banal, por hiriente que resulte, que la afirmación de que la dicha es breve y quebradiza. Experiencia emparentada con la de la brevedad y fragilidad de la vida misma. Y es que la felicidad humana no es una cosa, sino un modo de ser y sentirse el hombre. Nada de extraño, por tanto, que guarde relación con el modo humano de ser.
Este es limitado y caduco. Lo que sí resulta extraño es que esos días cortos y preocupados sientan de cuando en cuando el roce de una dicha sin limites, y que el hombre no se asombre de ello, sino más bien de lo contrario, como si aquella dicha ilimitada fuese lo natural, y los limites lo indebido. Tal vez se resigne a que no toda la vida esté llena de aquellos momentos, pero no tanto a rebajar la calidad e intensidad de los mismos. ¿Sería verdaderamente humana la vida sin ellos?
H/CREATURIDAD: ¿Cómo interpreta la fe cristiana esa coincidencia de una felicidad ilimitada y connatural y de unos limites que la frenan y desmienten? ¿Cómo aclara esa sensación, tan característicamente humana, de que nos toca y a la vez no nos toca ser felices? Lo hace hablando de creaturidad. El hombre, dice, no es Dios, sino su creatura [21]. Esta es la razón de sus limitaciones: la nada de la que fue extraído reaparece a diario en ellas. El hombre es un puñado de días, con sus gozos y penas correspondientes.
¿De dónde le viene entonces aquel estremecimiento de gozosa infinitud que siente y que reclama como su patrimonio? Del hecho de que la creaturidad, cuando es humana, es peculiar. El hombre es creado, pero no, como las otras realidades, a la medida de su propia especie, sino "a imagen y semejanza de Dios". Dios es el Tú primordial con quien, a través del mundo, se encuentra al nacer y con quien es, gratuita pero radicalmente, invitado a dialogar. En este diálogo, que constituye el fondo de su existencia, se le contagia irremisible y felizmente al hombre la infinitud de Ese Otro con quien negocia su identidad.
Así se explica que el hombre sea "infinitamente mayor que si mismo" (Pascal) y que trascienda todo lo que encuentra. Trascendencia que, por lo que al gozo se refiere, se traduce en que éste desborda, ilimitadamente en ocasiones, las razones que empíricamente lo fundan.
Porque Dios vive en el corazón del hombre, es infinita la felicidad que éste presiente en medio de su finitud. Y le es tan connatural como Dios mismo.
La cruz de la finitud
Todo esto le sucede a aquel puñado de días contados, a aquel ser frágil que sigue siendo el hombre por su condición de creatura. De ahí esa amalgama de finitud e infinitud de que está hecho. Amalgama y no simple adición de zonas de finitud pura a otras de pura infinitud. Así es de complicada la vida humana y su dicha. La infinitud de ésta apunta en los goces concretos. Pero, al mismo tiempo que los ahonda y prolonga hacia más allá de todo límite, siente la contención y el dolor del limite. Es la doble cara, el cara y cruz del hombre y de su felicidad.
Cuando hablo de la cruz de la finitud, me refiero al dolor de ese limite en aquel que siente como connatural la infinitud. Pero esto reclama una aclaración. No es que la finitud sea puro limite y dolor. Aunque breve y amenazada, la vida del hombre comporta momentos de particular densidad (y, con ello, de gozo y exaltación) que ha de saber estimar, gustar y agradecer. Son la dote creatural de un Dios que hace bien las cosas. No son las únicas satisfacciones que Dios nos da, pero son legítimas, deliciosas y muy nuestras, y hay que acogerlas sin desesperación ni desdén [22]. Sólo lastiman a quien, pagado de su infinitud, y sin reconocerla como regalada, olvida que es creatura y quiere "ser como Dios" (Gn 3).
No obstante esto, a la larga o a la corta el limite se echará de ver y se dejará sentir por quien, aun obsequiado por Dios con el mundo y con la propia vida humana, no puede menos de anhelar a quien ellos pregonan: a El mismo. Existe el dolor del limite, y la finitud misma es a veces nuestra cruz. Sobre todo cuando, además de límite, comporta dispersión, degradación, dolor físico y moral, muerte. También todo esto es patrimonio humano y apunta directamente al corazón de la dicha, porque atenta contra la sensación de coherencia, plenitud y perdurabilidad que la configuran. A esa profunda contrariedad que la finitud concreta de cada hombre conlleva se asocia la finitud de la historia entera, de la que él forma parte, con su dolor indecible y con la desmesura del mal.
La cruz de la infinitud
Podría parecer que es sólo la finitud la que duele, que es sólo el palo transversal de la cruz el que mantiene al hombre a ras de tierra y vulnerable por las contradicciones de la historia, el que limita y hiere, mientras que el palo vertical señala el vuelo gozoso del espíritu hacia el infinito. Sin embargo, también la infinitud, esa capacidad de trascender limites y plantarse ante la Felicidad misma, tiene clavados los pies y herida el alma. No en cuanto espontáneo y embriagador arrebato estético, cósmico, erótico, sapiencial... pero sí en cuanto que, llevada a cabo, esa trascendencia no termina en el hombre, ni siquiera en si misma, sino en el Trascendente. La ilimitación humana ha de "humillarse" reconociendo que es sólo eco, resonancia, humus, de la auténtica Infinitud, la de Dios [23]. Además ha de aceptar la libertad de Este Otro y exponerse a ella. Aquella felicidad ilimitada, tan nuestra, no nos pertenece; la deposita en nosotros, y siempre como regalo, El que se inclina a nuestra parcela y la dilata sin medida. Esa dependencia y esa gratuidad de nuestra dicha pueden doler ilimitadamente, aunque también serenar y alborozar sin limite.
Duele además la infinitud porque exige el esfuerzo de un severo aprendizaje y el precio de no pocas renuncias. En ocasiones hay que llevar la vida hasta el borde para que, desde él, aviste la infinitud; hay que des-prenderse de cosas y seguridades para percibir al "mayor que todo"; hay que sacrificar satisfacciones inmediatas y fáciles, con el fin de entrenar el alma para la gran dicha. Y, en todo caso, hay que sufrir la ruptura definitiva de limites que es la muerte.
También la infinitud lleva su cruz. Exponerse a Dios, darle cabida en el propio ser, es tensar éste al infinito y herirlo además de una incurable Inquietud. Lo expresó admirablemente Agustín al comienzo de sus Confesiones [24] y lo saben bien los místicos.
Es una llaga bendita a la que no renunciarían por nada y que no admite otro alivio que no sea Dios mismo "cara a cara".
La cruz de la libertad
LBT/FELICIDAD: Ya se ve cómo la dicha requiere el precio de la libertad. Podría parecer extraño, porque nada hay tan imprevisible y gratuito como la felicidad. Sin embargo, aunque a veces nos visita sin previo aviso, no podemos sentarnos a la puerta y esperarla. Hay que prepararle la casa, por si se digna entrar. Precisamente porque es gracia, vale de ella aquella verdad axiomática de que "lo que es don de Dios es también mérito nuestro" [25]. Al igual que sucede con la Sabiduría, con la que el A. Testamento tan estrechamente la relaciona [26], hay que rondar a esa Felicidad que nos ronda, hay que madrugar para hacerse encontradizo con ella [27], hay que liberarse de lo que impide salir de uno mismo a su zaga.
Es menester además parecerse a Dios para que su dicha encuentre eco en nosotros. Jesús habla a este respecto de la gratuidad que ha de presidir nuestros actos (Lc 6, 32-36).
En general, si Dios es Amor, infinitud de amor, y no solamente infinitud, sólo le acogeremos dando cabida al amor en nosotros. Sólo así seremos imagen suya y su Dicha podrá reflejarse en nuestras vidas. La felicidad pasa por valerosas decisiones de la libertad. Y decisión quiere decir corte.
Ya la misma dicha finita pone claramente condiciones. La profunda satisfacción de un trabajo bien hecho, el goce de una meta largo tiempo perseguida, un amor que abunde en generosidad y no sólo en deseo, las mil posibilidades inéditas de un disfrute ulterior que sólo se abren a quien sabe renunciar al placer inmediato...todo ello emplaza la felicidad en la dura palestra de la libertad. Y no digamos si esa felicidad, como luego indicaremos, se quiere también para otros, al precio muchas veces de la de uno mismo. La felicidad pasa por la libertad, por la cruz de la libertad.
La cruz de la solidaridad
Pocas palabras como ésta (solidaridad) tienen la virtud de impresionar a los hombres de hoy y concitar sus energías. Juan Pablo II ha fundado en ella las esperanzas de un mundo nuevo en los albores del tercer milenio, un mundo cuyo desarrollo alcance "a todo el hombre y a todos los hombres" [28]. Antes que una palabra conmovedora y un programa de vida, la solidaridad es algo inscrito en el ser de cada uno. Ha de ser solidario porque ya lo es, porque forma con los demás una entidad compacta (solidum), porque sólo a una con todos compone la realidad hombre. Por ello cada uno participará de ésta, será hombre en verdad, en la medida en que se haga cargo de todos los demás [29].
Si la dicha, como venimos repitiendo, guarda proporción directa con el ser y su plenitud, y ésta incluye a todos, es lógico que la felicidad de cada hombre esté en relación con la de todos los hombres. Mientras no sea universal, no se podrá hablar propiamente de felicidad humana. Ahora bien, esa relación entre uno y los demás, entre su dicha y la de ellos, no es, como en el caso de las poblaciones animales (en cuanto podemos opinar sobre éstas), algo espontáneo. El bien de la colmena engloba el de cada abeja, y ésta se pliega instintivamente a él. En cambio, el individuo humano es libre de buscar su felicidad al margen de su grupo. Si quiere formar parte de él y compartirla con los otros, será, en buena medida, porque así lo decide.
Esta decisión de vincular la propia felicidad a la de los otros, de aplazarla hasta que éstos sean felices, es una gloriosa, pero también inacabable y dolorosa, cruz. No lo parece tanto cuando se trata de las personas más allegadas y queridas; pero cuando se abre la vida también a "los extraños" y su infelicidad compartida antes de ser superada, la cruz se agiganta y acabará siendo como la de Jesús, en la medida en que esa apertura abarque a todos los hombres e incluya la disposición a dar la vida por ellos y su felicidad.
Es, pues, nada menos que la cruz de la historia entera [30], con su ilimitada pesadumbre, la que un hombre solidario dejará se interponga en el camino de su propia felicidad. Una cruz que se antoja insoportable y que parece condenar de antemano a muerte toda alegría, si no fuera porque el primogénito nos enseñó el secreto de conjugarla con el gozo. Ante todo, porque éste se funda últimamente en un Dios que es capaz "de llamar la nada a ser y dar vida a los muertos" (Rm 4, 17). La garantía de esta felicidad universal, que Dios hace presentir al corazón, las cálidas alegrías que la vida sigue brindando y el goce inesperado que produce esa misma cruz de la solidaridad (Hch 20, 35) permiten al corazón albergar en sí la pena de la historia entera. Y esto le capacita, a su vez, para ser feliz con el gozo de toda ella.
La cruz de la espera
Desde el comienzo hemos excluido que la felicidad sea simplemente una realidad aplazada al más allá. Sin embargo, es innegable que es también algo por venir. Una plenitud como la que anhelamos, liberada de límites y amenazas, ganada al precio de la libertad, amasada con la felicidad de todos y que tiene por fuente a Dios mismo cara a cara, está más allá de la muerte. Sólo cuando Cristo desarme a "este último enemigo" y "Dios sea todo en todos" (1Co 15, 26.28), la felicidad total no será utopia, tendrá lugar.
En esa felicidad plena ponemos nuestra esperanza. Y también nuestro gozo, porque ella alegra ya ahora nuestro corazón. Esa felicidad futura anida, como dijimos, en el fondo de él; es el patrimonio nativo del que vive. Y se anticipa en las alegrías del presente, que por eso son, tantas veces, incomprensiblemente mayores que si mismas.
Pero esa felicidad esperada se hace esperar. Esa es su cruz. El hombre, sobre todo cuando quiere ser solidario "del gozo y la esperanza, el llanto y la angustia de los hombres... especialmente de los pobres y afligidos'' [31], se somete a la viva tensión de una felicidad que posee y no termina de poseer, siente una doble pasión: pasión porque llegue la plena luz de ese día que ya ha amanecido, y pasión porque no llega. Pasiones entrelazadas. Un mismo nombre para dos sentimientos contrapuestos, pero profundamente hermanados. Un mismo nombre para expresar la felicidad esperada-pregustada y la cruz de la espera.
La cruz de Cristo
Con el término "cruz" hemos venido denominando todo cuanto frena o empaña la felicidad. Pero, tras esta ampliación de sentido, es menester retornar al origen de ese símbolo y situar todas esas cruces, como las de los dos condenados con Jesús, junto a la de éste y encararlas con ella.
Ciñéndonos al tema que nos ocupa, lo más significativo es que el "esplendor de la gloria de Dios" (Hb 1, 3), el heredero de su Dicha, es el que está en la cruz. Este es un enigma aún mayor que el de la cruz de nuestra felicidad. En esa cruz de Cristo está además acumulada la cruz de la historia. Los límites y contradicciones de ésta nunca llegaron tan lejos. Y, para colmo de desdichas, se abatió sobre el crucificado la más terrible: el silencio de Aquel que era la fuente de su ser y de su gozo. La Biblia habla de "kénosis", anonadamiento, para indicar esa contradicción radical entre cruz y felicidad, el "duelo pavoroso" en el que la primera pareció llevar las de ganar.
Pero en ese caso limite se fue descubriendo que, si la felicidad parecía eclipsarse, era porque había querido exponerse al dolor de la finitud, al dolor infinito de la ausencia de Dios y al dolor de la solidaridad; es decir, a todas nuestras cruces. Aunque aún es mayor verdad la inversa: es la de Cristo la cruz en la que todos estamos clavados [32]. La llevamos encima al nacer. El hecho de que Jesús apareciera tarde en la historia y de que le llamemos "redentor" podría inducirnos a pensar que la vida humana tenía ya, antes y al margen de él, su gloria y su cruz. Pero ésta no es la verdad más profunda. Jesús es el primogénito, aquel con vistas al cual y en torno al cual hemos sido pensados y creados [33].
El es nuestro destino, y su cruz es nuestra cruz. No es que hayamos nacido en primer lugar
(como tampoco él) para llevarla. Hemos venido al mundo para participar en la gloria y el gozo del que es "Dios con nosotros"; pero, al entrar en su vida y en su causa, el Reino de Dios, nos toca participar también del riesgo, la vulnerabilidad y la muerte que padecen en la historia.
Esto ilumina aspectos importantes de nuestra felicidad y nuestra cruz. En primer lugar, lo indeciblemente doloroso de ésta. Es la pena de Cristo la que nos alcanza; y nos duele tanto porque la padecen corazones creados para acoger todo el gozo del primogénito. En segundo lugar, declara que esa cruz de Jesús y nuestra no es irreconciliable con la felicidad, sino, por el contrario, el trance de ella y la prueba y medida de su grandeza. En el caso de Cristo, la cruz resulta del hecho de que una felicidad con derecho a ser ilimitada y para sí se despojó de su gloria y aceptó ser finita, amenazada, doliente, por amor a aquellos a quienes quería hacerse extensiva [34]. La cruz da la medida de la generosidad de su dicha, del amor que la inhabita. Y lo mismo se puede decir, en su grado, de nosotros.
Sin esa cruz, quintaesencia de las que hemos venido señalando, nuestra felicidad sería presuntuosa, narcisista, inactiva, insolidaria y sin esperanza de más.
La cruz de Dios
Si Jesús, además de primogénito de la humanidad, es el Hijo eterno de Dios, "Luz de la LUZ", resulta que Dios mismo, la FELICIDAD, está en la cruz. Felicidad y cruz no configuran sólo el enigma finito-infinito del hombre, imagen de Dios, sino también el misterio estricto del Dios hecho hombre. Algo le sucede a Dios mismo en la cruz. Esta, sin pertenecer a su esencia, afecta de hecho al corazón de ella, que es la Trinidad [35].
La fe llega a decir que "Dios (el Padre) amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo" (Jn 3, 16), y la Iglesia se atreve a cantar: "para redimir al siervo entregaste al Hijo" (pregón pascual). Es como si Dios pensase que enaltece a una felicidad infinita el abajarse y comunicarse. Parece como si Dios mismo hiciese suyo el axioma de Jesús: "hace más feliz dar que recibir". El hecho es que Dios abrió a los hombres su propia felicidad y, al hacerlo, la paso a merced de la finitud, la culpabilidad y la pena de la historia.
La FELICIDAD está en la cruz. No quiere ser feliz sin esa cruz. Dios nos creó para participarnos su dicha al tiempo que participaba de nuestro dolor. Nosotros, creados para acoger la felicidad infinita de Dios, nos sentimos también de alguna manera involucrados en su pena. ¿No será por eso por lo que felicidad y pena humanas se sienten transidas de infinitud? Pero no de igual manera. Al ser la cruz en Dios efecto de su libre condescendencia, es el gozo el que engloba y asume la pena. Esta no acaba con él.
¿Acabará, a la inversa, la felicidad con la cruz? El resucitado conserva las llagas. Pero éstas no delatan un dolor divino y humano eternizados; por el contrario, son el recuerdo indeleble de la solidaridad del amor, son la gloria de una Felicidad que quiso ser compartida.
Notas:
1. Empleo esta expresión para indicar, por una parte, la dificultad del asunto y, por otra, que no trato directamente de aclarar el problema de la existencia de la cruz, sino de cómo conjugar el anhelo y la experiencia de la felicidad con la cruz que de hecho encuentra en su camino. Otra cosa es que eso, a su vez, arroje indirectamente luz sobre el misterio de su existencia.
2. Nos desorienta no poco en este punto el lenguaje corriente cuando equipara "salvar" a "liberar de un peligro", recuperar un bien perdido... Pero, tal como resuena en el A. y en el N. Testamento, la salvación denota aquel cúmulo de bienes (tierra prometida, bienes mesiánicos, Dios mismo) a los que Este conduce a los suyos tras liberarlos de Egipto. Esta liberación es, por tanto, sólo el primer paso, imprescindible y evocador, pero no la meta ni el sentido último de la salvación.
3. 1Co 1, 17-25; 1Co 2, 1-5.
4. Si durante un tiempo los judíos no necesitaron de una fe expresa en el más allá para creer en Yahvé y servirle, y les bastaba con sus beneficios y promesas en esta vida, el descubrimiento de que tiene que haber otra modificó el planteamiento y llegó incluso a invertirlo, de modo que para muchos cristianos los bienes terrenos perdieron valor y atractivo.
5. Const. Gaudium et Spes 37.
6. Mt 13, 13-17; Jn 9, 39-41.
7. FE/ALEGRIA La alegría es el sentimiento dominante que acompaña los relatos del nacimiento e infancia de Jesús (Lc 1, 14.28.44.47; Lc 2, 10), como sucede con los de la resurrección (Lc 24, 41.52, Jn 20, 20...). La vida pública no fue un paréntesis total. La admiración y el entusiasmo de muchos (Mc 5, 20; Lc 11, 27; Lc 13, 17...) fue el eco que despertó la vida nueva y el gozo de la conversión y de la creación que Jesús anunciaba y trasmitía. Ni la muerte en cruz apagó la admiración del centurión (Mt 27, 54). Es más, precisamente en ella acertó a ver el cuarto evangelista la glorificación y exaltación de Jesús (Jn 8, 28; Jn 12, 23.31). A sus discípulos les prometió la bienaventuranza incluso en medio de la persecución (Lc 6, 23). La promesa se hizo realidad (Hch 5, 41; Hch 13, 52; 2Co 6, 10; 2Co 7, 4; Flp 2, 17-18). Esa alegría "en todo tiempo" ha de caracterizar a la fe (Flp 4, 4; Lc 24, 52-53).
8. Jn 7, 38-39; Jn 6, 35; Jn 9, 5; Jn 14, 6; Jn 11, 26. En todos estos simbolismos queda además salvaguardada la sugerencia de felicidad que trasmite la naturaleza.
9. Jn 16, 22; Jn 17, 33; Jn 20, 20; Hch 2, 46.
10. Me refiero al hecho de que nosotros, situados en el ámbito de la resurrección de Cristo, vivimos de ella, cosa que no le sucedió a él antes de Pascua. Diferencia que no anula la otra, mayor, entre el Hijo y nosotros.
11. Aun con variantes, el mito de un estado original de feliz armonía entre dioses y hombres está muy extendido en el mundo de las religiones.
12. "La gracia original: ¿en el paraíso perdido o en el paraíso que vendrá por la fuerza de Cristo?": Sal Terrae 63 (197;), 738-748.
13. Ez 16; Ez 36, 35; Ez 47, 12; Os 2, 1-7.23; Am 9, 13; Jr 2, 1-13; Jr 31, 23-26, Jl 4, 18, Is 2, 4; 11, 6ss; Is 51, 3; Is 65, 17-25; Is 66, 22.
14. Jn 20, 20. Esa "paz" es el don mesiánico por excelencia: Jr 6, 14, Is 9, 6, Mi 5, 4; Lc 1, 79; Jn 14, 17, Rm 5, 1...
15. Esa podría ser una visión "posmoderna" del tema.
16. No extrañará este lenguaje, característico de una teología histórico-salvífica que considera a Jesús como el suceso capital entre Dios y el mundo. Cf. 2 Cor 5,19.
17. No sólo la reciente. La teología patrística y sistemática, hasta Suárez inclusive, se ocupó de los "misterios de la vida de Cristo". Luego vino el silencio, felizmente roto hace poco, si bien sobre nuevas bases exegéticas.
18. La COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL (=CTI) reconoce la legitimidad de la advertencia: "La teología solo puede captar el sentido y alcance de la resurrección de Jesús a la luz del acontecimiento de su muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido de esa muerte, sino la luz de la vida de Jesús, de su acción y de su mensaje": Cuestiones selectas de cristología, I,B, 2.3, Cele, Madrid 1983, 228.
19. No deja de ser sugerente y significativo que el mismo verbo griego (paradidonai) y castellano (entregar) admita ese triple significado tan vario, que en el caso presente responde a tres niveles de profundidad de un mismo suceso. Cf. Mi 17, 22; Mi 20, 18; Rm 8, 32; Ga 2, 20.
20. En particular, lo indebido, incondicional y sin medida de ese amor. Cf. Jn 3, 16; Jn 15, 13; Rm 5, 8.
21. Nótese esa diferencia en el relato del Génesis (Gn 1, 12.21.25.27).
22. Uno de los valores más permanentes y valiosos del A. Testamento puede ser la valoración y fruición desinhibida de los legítimos goces de la existencia y del milagro de la naturaleza. Los Salmos, que Jesús tuvo en los labios, los cantan sin cesar. La cruz no invalidó esa herencia. Al contrario, la resurrección que brotó de ella garantizó y acreció aquellos sentimientos. La acción de gracias y la glorificación son de las actitudes más auténticas y espontáneas de la fe. Ellas suponen el reconocimiento gozoso de lo recibido.
23. Esa opción por el Trascendente como fondo y razón de la trascendencia no es ni teórica ni vitalmente fácil. En ambos casos exige las últimas energías del espíritu. Tiene que ver con la cuestión decisiva de si Dios es proyección del hombre (Feuerbach) o el hombre reflejo de Dios; con la cuestión de si la sed ensueña la fuente inexistente o ésta, con su cantar, provoca la sed. En esta última encrucijada, Jesús invitó a los suyos a salir de dudas no guardándose la trascendencia, sino invocándola como Tú y como Padre. Al hacerlo, mostró que con esa invocación a Dios la trascendencia del hombre no hace sino crecer.
24. "Nos orientaste, Señor, hacia Ti (así traduciríamos el "Fecisti nos D.i ad te), y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti", 1,1. Menos conocido que la frase misma es el hecho de que ésta es gramaticalmente dependiente, explicativa de por qué el hombre alaba a Dios y, haciéndolo, es feliz ("uf laudare Te delectet"). Es, por tanto, una frase que habla últimamente de la felicidad y de su razón de ser.
25. La fórmula, que se reviste de autoridad en el concilio de Trento (DS 1548), aparecía ya en el Indiculus (DS 248), pero en su sentido se remonta a Agustín.
26. Las bienaventuranzas constituyen en la tradición bíblica, ya antes de los evangelios, una forma clásica de alentar, entre otras cosas, a la búsqueda de la Sabiduría. Cf Pr3, 13; Si 14, 20; Sal 1, 1-3; Sal 119...
27. Pr 8, 1 7.32-35; Si 5, 18,37; Si 14, 20-27; Sb 6, 12-16; Sb 8, 2
28. Fórmula empleada por Pablo Vi en la encíclica Populorum Progressio y a la que Juan Pablo II vuelve en la Sollicitudo rei socialis una y otra vez (nn. 30,38,44, nota 26).
29. Esta conclusión la explano en el trabajo "Un proyecto de hombre para un 'plan de desarrollo'", incluido en el comentario interdisciplinar a la encíclica "Sollicitudo reí socialis" titulado Solidaridad, nuevo nombre de la paz, Col. Teología-Deusto, 20, Universidad de Deusto, Bilbao 1989.
30. De ella no quedan excluidos los difuntos, aquellos en especial a quienes menos ha tocado en el banquete de la vida y que siguen reclamando su parte de felicidad. Hoy la antropología teológica, y también alguna filosófica, piensa que su recuerdo ha de inquietar todo proyecto cabal de hombre.
31. Es el encabezamiento, muy conocido en su primera parte, de la Const. Gaudium et Spes.
32. Rm 6, 5; Rm 8, 17; 2Co 1, 5; 2Co 4, 10; Ga 6, 14.17; Flp 3, 10.
33. Cristo es la primera palabra y la meta del proyecto del Creador. Cf. Jn 1, 17-18; 1Co 2, 7; 1Co 8, 4-6; Ef 1, 4-12; Col 1, 13-20; Hb 1, 1-4. Por eso salvación es más que redención; cf. nota 2.
34. Flp 2, 6-8; 2Co 8, 9; Hb 2, 17-18.
35. Este tema, delicadísimo en todos los sentidos, del "dolor de Dios" está despertando un amplio eco en la espiritualidad y teología actuales. Baste aquí con señalar que un tratamiento serio de él ha de tener en cuenta que están en juego no sólo dos concepciones de Dios, sino además dos tipos de cristología. Cf. K. RAHNER, Amar a Jesús, amar al hermano, Sal Terrae, Santander 1983, 76-79. La CTI, tras delimitar el tema, no teme, aun reconociendo que bordea lo indecible, concluir así: "El acto eterno por el que el Padre comunica al Hijo la divinidad está íntimamente unido al acto por el que lo entrega al abandono de la cruz. Pero, dado que también la resurrección es conocida en el designio eterno, el dolor de la "separación" está siempre desbordado por el gozo de la unión. De este modo, la com-pasión del Dios trino en la pasión del Verbo se entiende como la obra del amor más perfecto, de la que hay que alegrarse": TeologLa-Cristologfa-Antropologla, Cete, Madrid 1983, 22-26. La CTI hace una doble afirmación: la cruz afecta a la Trinidad y culmina en gozo.
Fuente: mercaba.org/