8/02/21

Aprender a perdonar


Jutta Burggraf


 Sumario

Prólogo.

I. ¿Qué quiere decir “perdonar”?:

1.Reaccionar ante un mal

2. Actuar con libertad

3.  Recordar  el  pasado

4.  Renunciar  a  la  venganza 

5.  Mirar  al  agresor  en  su  dignidad persona 

II.  ¿Qué  actitudes  nos  disponen  a  perdonar?: 

1.  Amor

2.  Comprensión 

3. Generosidad

4. Humildad

III. Reflexión final.


Todos  hemos  sufrido  alguna  vez  injusticias  y  humillaciones;  algunos  tienen  que  soportar diariamente  torturas,  no sólo  en  una  cárcel,  sino  también  en  un  puesto  de  trabajo  o  en  el entorno  familiar.  Es  cierto  que  nadie  puede  hacernos  tanto  daño  como  los  que  debieran amarnos.  “El  único  dolor  que  destruye  más  que  el  hierro  es  la  injusticia  que  procede  de nuestros familiares,” dicen los árabes.

¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos daña a nosotros  mismos.  Es  una  pena  gastar  las  energías  en  enfados,  recelos,  rencores  o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.

Sólo  en  el  perdón  brota  nueva  vida.  Por  esto  es  tan  importante  educar  en  el  “arte”  de practicarlo.


I.            ¿Qué quiere decir "perdonar"? 

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: “Te perdono”? Es evidente que reacciono  ante un  mal  que  alguien  me  ha  hecho;  actúo,  además,  con  libertad;  no  olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.


1.    Reaccionar ante un mal

En  primer  lugar,  ha  de  tratarse  realmente  de  un  mal  para  el  conjunto  de  mi  vida.  Si  un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación.  No  todo  lo  que  parece  mal  a  un  niño  es  nocivo  para  él.  Los  buenos  padres  no conceden  a  sus  hijos  todos  los  caprichos  que  ellos piden;  los  forman  en  la  fortaleza.  Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro. 

Por  otro  lado,  perdonar  no  consiste,  de  ninguna  manera,  en  no  querer  ver  este  daño,  en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus  cónyuges,  porque  intentan  eludir  todo  conflicto;  buscan  la  paz  a  cualquier  precio  y pretenden  vivir  continuamente  en  un  ambiente  armonioso.  Parece  que  todo  les  diera  lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros  objetos  para  conseguir  unos  fines  egoístas;  "no  importan"  tampoco  el  fraude  o  el adulterio.  Esta  actitud  es  peligrosa,  porque  puede llevar  a  una  completa  ceguera  ante  los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar. 

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla  gruesa,  que  levanta  para  protegerse.  Y  ni  siquiera  se  da  cuenta  de  su  falta  de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir,  de  nosotros  mismos);  y  el  dolor  nos  carcome lenta  e  irremediablemente.  Algunos realizan  un  viaje  alrededor  del  mundo,  otros  se  mudan  de  ciudad.  Pero  no  pueden  huir  del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una  experiencia  traumática  y  puede  ser  la  causa  de heridas  perdurables.  Un  dolor  oculto puede  conducir,  en  ciertos  casos,  a  que  una  persona  se  vuelva  agria,  obsesiva,  medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.


2.   Actuar con Libertad 

El  acto  de  perdonar es  un  asunto  libre. Es  la  única  reacción  que  no  re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por diente". El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción  en  cadena  siga  su  curso.  Entonces  libero  al  otro,  que  ya  no  está  sujeto  al  proceso iniciado.  Pero,  en  primer  lugar,  me  libero  a  mí  mismo.  Estoy  dispuesto  a  desatarme  de  los enfados y rencores. No estoy "re-accionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí. Superar  las  ofensas,  es  una  tarea  sumamente  importante,  porque  el  odio  y  la  venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma. El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado  y  devastador,  creando  una  especie  de  malestar  y  de  insatisfacción  generales.  En consecuencia,  uno  no  se  siente  a  gusto  en  su  propia  piel.  Pero,  si  no  se  encuentra  a  gusto consigo  mismo,  entonces  no  se  encuentra  a  gusto  en ningún  lugar.  Los  recuerdos  amargos pueden  encender  siempre  de  nuevo  la  cólera  y  la  tristeza,  pueden  llevar  a  depresiones.  Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas". En  su  libro  Mi  primera  amiga  blanca,  una  periodista  norteamericana  de  color  describe cómo  la  opresión  que  su  pueblo  había  sufrido  en  Estados  Unidos  le  llevó  en  su  juventud  a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado”. La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una  persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz. Las  heridas  no  curadas  pueden  reducir  enormemente  nuestra  libertad.

Pueden  dar  origen  a reacciones  desproporcionadas  y  violentas,  que  nos  sorprendan  a  nosotros  mismos.  Una persona  herida,  hiere  a  los  demás.  Y,  como  muchas  veces  oculta  su  corazón  detrás  de  una coraza,  puede  parecer  dura,  inaccesible  e  intratable.  En  realidad,  no  es  así.  Sólo  necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias. Hace  falta  descubrir  las  llagas  para  poder  limpiarlas  y  curarlas.  Poner  orden  en  el  propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y,  en ocasiones,  no  conseguimos  darlo. Podemos  renunciar  a  la  venganza,  pero  no al  dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado.

Se puede perdonar llorando. Cuando  una  persona  ha  realizado  este  acto  eminentemente  libre,  el  sufrimiento  pierde ordinariamente  su  amargura,  y  puede  ser  que  desaparezca  con  el  tiempo.  "Las  heridas  se cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen. Recordar el pasado Es una ley natural que el tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones". Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado  a  su  agresor,  sino  que  tiene  ciertas  "ganas  de  vivir".  Un  determinado  estado psíquico  -por  intenso  que  sea-  de  ordinario  no  puede  convertirse  en  permanente.  A  este estado  sigue  un  lento  proceso  de  desprendimiento,  pues  la  vida  continúa.


No  podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza. La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto,  es  importante  para  el  ser  humano,  pero  no  tiene  nada  que  ver  con  la  actitud  de perdonar.  Ésta  no  consiste  simplemente  en  "borrón  y  cuenta  nueva".  Exige  recuperar  la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo  en  paz  con  mi  pasado,  puedo  aprender  mucho  de los  acontecimientos  que  he  vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas. Renunciar a la venganza Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon  Wiesenthal  cuenta  en  uno  de  sus  libros  de  sus  experiencias  en  los  campos  de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió  seguirle.  Le  llevó  a  una  habitación  donde  se encontraba  un  joven  oficial  de  la  SS  que estaba  muriéndose.  Este  oficial  contó  su  vida  al  preso  judío:  habló  de  su  familia,  de  su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar  con  un  judío  sobre  esto  y  pedirle  perdón  de todo  corazón."  Wiesenthal  concluye  su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación”. Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno".

Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten  nunca  heridas.  No  es  que  no  quieran  ver  el mal  y  repriman  el  dolor,  sino  todo  lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno de sus lemas. Han  logrado  un  férreo  dominio  de  sí  mismos,  parecen  de  una  ironía  insensible.  Se  sienten superiores  a  los  demás  hombres  y  mantienen  interiormente  una  distancia  tan grande  hacia ellos  que  nadie  puede  tocar  su  corazón.  Como  nada  les  afecta,  no  reprochan  nada  a  sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su "magnanimidad". No se dignan mirar  siquiera  a  quienes  "absuelven"  sin  ningún  esfuerzo.  No  perciben  la  existencia  del "pulgón". El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir  y,  por  tanto,  se  renuncia  al  amor.  Una  persona  que  ama,  siempre  se  hace  pequeña  y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la  vida,  que  adoptar  una  actitud  distante  y  superior  a  los  otros.  Cuando  a  alguien  nunca  le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido. 

Mirar al agresor en su dignidad personal “El  perdón”  comienza  cuando,  gracias  a  una  fuerza  nueva,  una  persona  rechaza  todo  tipo  de venganza.  No  habla  de  los  demás  desde  sus  experiencias  dolorosas,  evita  juzgarlos  y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto. El  secreto  consiste  en  no  identificar  al  agresor  con  su  obra .  Todo  ser  humano  es  más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré  llamando  hombres...  Nos  esforzamos  en  respetar  en  ustedes  lo  que  ustedes  no respetaban en los demás". Cada persona está por encima de sus peores errores. Hace  pensar  una  anécdota  que  se  cuenta  de  un  general  del  siglo  XIX.  Cuando  éste  se encontraba en  su  lecho  de  muerte,  un  sacerdote  le  preguntó  si  perdonaba  a sus  enemigos. "No es posible -respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos". El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud  interior.  Significa  vivir  en  paz  con  los  recuerdos  y  no  perder  el  aprecio  a  ninguna persona.  Se  puede  considerar  también  a  un  difunto  en  su  dignidad  personal.  Nadie  está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz. Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En realidad eres mucho mejor." Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.


II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1.     Amor 

Perdonar es amar intensamente.

El verbo latín pedonare lo expresa con mucha claridad: el prefijo  per intensifica el verbo que acompaña,  donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta  el  extremo.  El  poeta  Werner  Bergengruen  ha  dicho  que  el  amor  se  prueba  en  la fidelidad, y se completa en el perdón. Sin  embargo,  cuando  alguien  nos  ha  ofendido  gravemente,  el  amor  apenas  es  posible.

Es necesario,  en  un  primer  paso,  separarnos  de  algún  modo  del  agresor,  aunque  sea  sólo interiormente.  Mientras  el  cuchillo  está  en  la  herida,  la  herida  nunca  se  cerrará.  Hace  falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita. Una  persona  sólo  puede  vivir  y  desarrollarse  sanamente,  cuando  es  aceptada  tal  como  es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas". Hace falta no sólo  "estar  aquí",  en  la  tierra,  sino  que  hace  falta  la  confirmación  en  el  ser  para  sentirse  a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse  con  otros  en  amistad.  En  este  sentido se  ha  dicho  que  el  amor  continúa  y perfecciona la obra de la creación. Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para ser yo mismo." Si  no  perdono  al  otro,  de  alguna  manera  le  quito  el  espacio  para  vivir  y  desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden. Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.


2. Comprensión

Es  preciso  comprender  que  cada  uno  necesita  más  amor  que  "merece";  cada  uno  es  más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás. Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado  de  ellos.  Pero  "tomar  a  un  hombre  perfectamente  en  serio,  significa  destruirle," advierte el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que  hacemos".  Cuando,  por  ejemplo,  una  persona está  enfadada,  grita  cosas  que,  en  el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos  la  cuenta  de  todos  los  fallos  de  una  persona,  acabaríamos  transformando  en  un monstruo, hasta al ser más encantador. Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender.

A veces, impresiona ver cuánto  puede  transformarse  una  persona,  si  se  le  da  confianza;  cómo  cambia,  si  se  le  trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese."


3.     Generosidad

Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones  tan  complejas  en  las  que  la  mera  justicia  es  imposible.  Si  se  ha  robado,  se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón. El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya  que  es  un  don  gratuito  del  amor,  un  don  siempre inmerecido.  Esto  significa  que  el  que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.

El  arrepentimiento del  otro  no  es  una  condición  necesaria  para  el  perdón,  aunque  sí  es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad. Hay  un  modo  "impuro"  de  perdonar ,  cuando  se  hace  con  cálculos,  especulaciones  y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero -a pesar de todo." Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.


4.     Humildad 

Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación  puede  tener  carácter  de  una  acusación.  Puede  ocultar  una  actitud  farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia. Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y  puede  molestar  al  agresor  en  cualquier  momento.  "Cuando  uno  perdona,  se  abandona  al otro,  a  su  poder,  se  expone  a  lo  que  imprevisiblemente  puede  hacer  y  se  le  da  libertad  de ofender  y  herir  (de  nuevo)".  Aquí  se  ve  que  hace  falta  humildad  para  buscar la reconciliación. Cuando  se  den  las  circunstancias  -quizá  después  de un  largo  tiempo-  conviene  tener  una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro  no  dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro. El  perdón  es  un  acto  de  fuerza  interior,  pero  no  de  voluntad  de  poder.  Es  humilde  y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima  debe  evitar  hasta  la  menor  señal  de una  "superioridad  moral"  que,  en  principio,  no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde  en  el  corazón  de  los  otros.  Hay  que  evitar que  en  las  conversaciones  se  acuse  al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá  no  nos  demos  cuenta.  Necesitamos  el  perdón  para  deshacer  los  nudos  del  pasado  y comenzar  de  nuevo.  Es  importante  que  cada  uno  reconozca  la  propia  flaqueza,  los  propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

III. Reflexión final Hemos hablado de una labor interior auténtica y dura.

No podemos negar que la exigencia del perdón  llega  en  ciertos  casos  al  límite  de  nuestras  fuerzas.  ¿Se  puede  perdonar  cuando  el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda todopoderosa de Dios. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos referir  estas  palabras  a  los  muros  que  están  en  nuestro  corazón.  Con  la  ayuda  de  buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de Dios, es posible realizar esta tarea sumamente difícil y liberarnos  a  nosotros  mismos.  Perdonar  es  un  acto  de  fortaleza  espiritual,  un  gran  alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad. Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo. En un  primer  momento,  generalmente  no  somos  capaces  de  aceptar  un  gran  dolor.  Antes  que nada,  debemos  tranquilizarnos,  aceptar  que  nos  cuesta  perdonar,  que  necesitamos  tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto si son propias, como si son ajenas. 


Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde  habrá  más  vitalidad  y  fecundidad;  podremos  proyectar  juntos  un  futuro  realmente nuevo.  Para  terminar,  nos  pueden  ayudar  unas  sabias  palabras:  "¿Quieres  ser  feliz  un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."

Jutta Burggraf, en docplayer.es/