José Antonio García-Prieto Segura
Ángeles fieles y demonios no son ajenos a tres realidades esenciales de la religión y existencia cristianas
Debo a mi amigo Manolo, catedrático de Lengua Española, en la Universidad, ya jubilado, la “chispa” para el tema de estas líneas. Cuando terminó de leer el último artículo que escribí sobre el Nacimiento de la Virgen María, me envió una poesía de Lope de Vega, en su romance Pastores de Belén, donde imagina el canto alegre de los ángeles al nacer María. Algunos versos, muy acortados, dicen así:
Canten hoy, pues nacéis vos, / los ángeles, gran Señora,
y ensáyense, desde ahora, / para cuando nazca Dios.
(…)
Canten y digan, por vos, / que desde hoy tienen Señora,
y ensáyense, desde ahora, / para cuando nazca Dios
(…)
Vete sembrando, Señora, / de paz nuestro corazón,
y ensáyense, desde ahora, / para cuando nazca Dios. Amén.
San Lucas testimonia esa alabanza cuando escribe que el ángel del Señor anunció a los pastores “una gran alegría para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador” (Luc 2, 10). Y añade que “de pronto, en torno al ángel, apareció una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres en quienes Él se complace’” (Luc 2, 14).
El papa emérito Benedicto XVI anima a compartir el júbilo de ángeles y pastores, comentando así ese pasaje: “El evangelista dice que los ángeles ‘hablan’. Pero para los cristianos estuvo claro desde el principio que el hablar de los ángeles es un cantar, en el que se hace presente de modo palpable todo el esplendor de la gran alegría que ellos anuncian. Y así, desde aquel momento hasta ahora el canto de alabanza de los ángeles jamás ha cesado. (...) Se comprende que el pueblo sencillo de los creyentes se una a sus melodías…” (La infancia de Jesús, p. 80).
Al hombre posmoderno, sin embargo, semejantes comentarios podrían antojársele palabras bonitas pero huecas, y sonar −nunca mejor dicho− a “músicas celestiales” perdidas en el vacío. Quizás, con superficial pragmatismo se interrogaría: ¿sirve para algo la alegría de los ángeles? No obstante, el cristiano debe tomarse en serio la presencia y misión de los ángeles. Ahora es buen momento para hacerlo porque celebramos el día 29 la fiesta de tres Arcángeles y, enseguida, el 2 de octubre, la de los Ángeles Custodios. Antes de referirme a ellos, conviene contemplar el cuadro completo de esos seres espirituales donde, desgraciadamente, no todo son cantos y alegrías.
En efecto, la revelación habla también de otros ángeles que, renegando de su condición de seres creados, se rebelaron contra Dios: los “diablos”. La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven, en cada uno de ellos, un ángel caído, llamado Satán o diablo, que primero fue un ángel bueno. El Catecismo lo recuerda con palabras del Concilio IV de Letrán: "El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos". (n. 391)
Ángeles fieles y demonios no son ajenos a tres realidades esenciales de la religión y existencia cristianas. Primera: Dios nos llama a la vida para que compartamos la suya −en el gozo de la Trinidad de Personas−, luchando por ser santos. Segunda: esa meta encuentra dificultades por las rebeliones personales contra Dios, que llamamos pecados. Y tercera, es una meta alcanzable porque contamos con la gracia divina, por la Redención de Cristo. Más concretamente, con la luz de sus enseñanzas, y el ejemplo de sus obras y vida entera, en la que −como todo hombre− no le faltaron la ayuda de los ángeles ni las asechanzas de los demonios: “La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama ‘homicida desde el principio’ (Jn 8, 44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4, 1-11). ‘El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo’ (1Jn 3,8)”. (Catecismo, n. 394).
Con esas líneas de fondo, volvemos a los ángeles fieles para animarnos a compartir su alegría, y aprovechar su ayuda en la batalla por el Cielo. San Miguel Arcángel, cuyo nombre significa “¿Quién como Dios?”, aparece combatiendo al demonio para defender los derechos divinos: “Y hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron, y no quedó lugar para ellos en el cielo”. (Apoc 12, 7). San Juan Pablo II, decía que el papa León XIII “seguramente tenía muy presente esa escena cuando (…) introdujo en toda la Iglesia una oración especial: «San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla contra los ataques y las asechanzas del maligno; sé nuestro baluarte...»”. (Rezo del Regina 24-IV-1994).
Durante muchos años esa oración se rezó al final de la Misa y, aunque no se decía ya en su tiempo, Juan Pablo II añadía: “os invito a todos a no olvidarla y a rezarla para obtener ayuda en la batalla contra las fuerzas de las tinieblas y contra el espíritu de este mundo.” La figura de San Miguel anima también a compartir las alegrías que conllevan toda victoria sobre el mal, y el arrepentimiento del pecado. Jesús mismo se refirió a esto, al hablar de la oveja y de la dracma nuevamente encontradas: “Así, os digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente” (Luc 15, 10). En este caso son los ángeles quienes comparten nuestra alegría.
A san Gabriel −cuyo nombre significa “Fuerza de Dios”− lo asociamos con la alegría del anuncio de una nueva vida: la Encarnación del Verbo. Es significativo que la mencionada escena del Apocalipsis vaya precedida de las asechanzas del demonio, el “dragón” contra “una mujer vestida de sol” −con referencia a María− y contra el hijo que dará a luz, para devorarlo. Por contraste, la figura de Gabriel suscita la alegría de la vida en ciernes, frente a las insidias que la acosan. Juan Pablo II añadía que esa imagen del Apocalipsis “tiene expresiones también en nuestros tiempos (…), pues cuando se ciernen sobre la mujer todas las amenazas contra la vida que está para dar a luz, debemos volver nuestra mirada hacia la Mujer vestida de sol, para que rodee con su cuidado maternal a todo ser humano amenazado en el seno materno” (Regina, 24-IV-1994). ¿Caben palabras más actuales?
San Rafael, que significa “Dios sana”, lo relacionamos con la protección que le brinda al joven Tobías frente al demonio Asmodeo, y con las alegrías de procurarle un feliz matrimonio con Sara, y de restituir al anciano Tobías su vista perdida.
La fiesta de los Ángeles Custodios, el 2 de octubre, también nos reaviva la presencia invisible, pero eficacísima, de estos espíritus protectores. De nuevo, el Catecismo: “Desde su comienzo hasta la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. ‘(…) cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida’ (San Basilio Magno)”. (n. 336)
Concluiré recordando a un santo de nuestros días, muy devoto de los Ángeles Custodios. Precisamente en su fiesta del 2 de octubre de 1928, el Señor le hizo ver y alegrarse con el nacimiento de una nueva institución en la Iglesia, al recibir el carisma del Opus Dei. San Josemaría hacía un retiro espiritual en Madrid, cerca de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles. Quiso la Providencia que, justo en aquellos momentos, llegara a sus oídos el sonido de las campanas de aquel templo. Casi al final de su vida se dirigía a sus hijos e hijas espirituales, con Cartas que calificó de “campanadas”, aludiendo al despertar interior para permanecer fieles al Señor. En la última, de 1974, recordaba aquel inicio de 1928: “Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma −ha transcurrido ya casi medio siglo− aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles”.
Ojalá nos animemos los cristianos a reavivar la presencia y el trato con estos grandes amigos y, cada uno personalmente, con el suyo propio.
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com