Juan Luis Selma
El elixir que cura, que fortalece, que tonifica, es el amor incondicional, absoluto
Todo parece indicar que el mundo tiene necesidad de amor. Hay mucho corazón herido, insatisfecho, que no se siente querido ni capacitado para dar amor. “El hambre de amor no se puede satisfacer, porque el individuo de hoy carece de unas buenas relaciones interpersonales, profundas e íntimas”, afirma Tadeusz Kotlewski.
Hace notar este autor que hay un hambre patológica de amor, una búsqueda constante de ser amado, un reclamar manifestaciones de amor y es enfermiza esta situación porque nunca satisface. No somos capaces de contentarnos con nada, todo cariño nos parece poco. Hay una sensación generalizada de insatisfacción, de malestar. Es como intentar llenar una cisterna agrietada, no hay agua suficiente para colmarla.
Esta lesión amorosa tiene un origen profundo: no creemos en el amor incondicional. Nos sentimos amados por lo que hacemos o damos, no por lo que somos. Muchos niños se ven instrumentalizados por sus padres, quieren que les den alegrías, satisfacciones: como mascotas con pedigrí para lucir, para acompañar. El noviazgo o el matrimonio funciona mientras haya buenas sensaciones, buen “rollito”; si hay problemas, si ya no deslumbra o es capaz de ilusionar al otro, es sustituido.
Está la herida de la desconfianza, de la incredulidad que produce el pecado de no creer en el Amor. Hace años me comentó un amigo sacerdote de un señor de su pueblo que se acercó el día de la inauguración del nuevo retablo de la parroquia, el anterior había sido quemado durante la persecución religiosa del treinta y seis. Le dio un buen donativo para sufragar los gastos y le dijo que esa noche era la primera que durmió tranquilo desde que participó en la quema de la iglesia. Un corazón herido siempre se resiente.
El elixir que cura, que fortalece, que tonifica, es el amor incondicional, absoluto. Quien ha tenido la desgracia, hoy abundante, de no haberlo experimentado o quien no espera sentirlo nunca, es un desgraciado, un infeliz digno de compasión. La sanación pasa por la experiencia del perdón, de perdonar a quien no me sabe querer y de pedir absolución por no haber querido bastante. El indulto, la amnistía, la condonación, la clemencia, la indulgencia, la compasión, la gracia son antónimos de venganza, castigo, odio, rencor, represalia, condena. El perdón da paso a la vida.
“Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos”. Igual que ahora, había en aquella sociedad mucho fariseísmo. No cabe la imperfección, el fallo, la mancha. Todo tiene que ser correcto, nada que perturbe. Somos duros con el pecador: le condenamos, le apartamos. Yo merezco que nadie me falle, soy intocable, no soy como ellos. Pura hipocresía.
El evangelio nos habla de las tres parábolas de la misericordia. No se conforma Jesús con una y, como dirá a Pedro, no basta con perdonar siete veces, hay que hacerlo setenta veces siete, siempre. Hay mucha alegría en las tres: cuando se encuentra la moneda, la oveja y al hijo perdido. Perdonar y pedir perdón lleva a la fiesta.
No hace mucho, al acabar de confesarse un señor, saliendo del confesionario, exclamó a voz en grito: ¡Qué bien me siento! ¡Qué contento estoy! Fue una manifestación espontánea, sincera de esa nueva vida que encontró, de la paz recuperada.
Olvidamos que somos imperfectos, limitados, que nos vamos haciendo y rehaciendo, que tenemos pecado. Ignorar el pecado original, que afecta a todos, nos aparta de la realidad y no ayuda a conocernos. Precisamente reconocer nuestro pecado y el de los demás ayuda a entenderse. Enseña el Papa: “El lugar privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados. Si un cristiano no es capaz de sentirse precisamente pecador y salvado por la sangre de Cristo, de este Crucificado, es un cristiano a mitad de camino, es un cristiano tibio”.
Pero no nos conformamos con el pecado, con los fallos, con las limitaciones, aunque los aceptamos y los reconocemos, procuramos superarlos. Esta aceptación-superación nos hace humildes y ayuda a comprender al otro, al mundo. Saber que hay alguien perfecto, una Verdad, Bondad y Amor infinito, incondicional, nos abre la puerta a la esperanza. Descubrir que soy muy querido, fruto del Amor de Dios, me llena de consuelo, me da fuerza para amar y perdonar.
El mejor quirófano para sanar el corazón es el confesionario y el mejor cardiólogo es el sacerdote que nos otorga el perdón de Dios. Hay mucho de valentía y de sensatez en pedir perdón y mucha coherencia en saber perdonar. “Perdonar. ¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! Actitud siempre grande y fecunda.
Ese fue el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz: ‘Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen’, y de ahí vino tu salvación y la mía” (Surco, n. 805).
Fuente: eldiadecordoba.es