Julián Herranz
I. El mensaje del Vaticano II como criterio hermenéutico de sus soluciones disciplinares
En estos años se cumple medio siglo del gran evento que ha marcado un hito de particular relevancia en la historia de la Iglesia y que también hoy ha de iluminar su acción evangelizadora: el Concilio Vaticano II. Muchos han sido los frutos espirituales que ha producido esta asamblea conciliar, aunque no hayan faltado también hechos dolorosos, bien conocidos por todos, que no son el resultado del Concilio, sino las heridas que recibe el Cuerpo Místico de Cristo a lo largo de la historia, causadas en ocasiones con motivo de interpretaciones erróneas del magisterio eclesiástico. Precisamente por esto resulta de capital importancia la correcta comprensión de las constituciones y decretos del Concilio, como ha insistido Benedicto XVI, acuñando la expresión de la “hermenéutica de la reforma en la continuidad”, en contraposición con la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”.
Pero no basta la justa interpretación, sino que es necesaria también la efectiva recepción, es decir, la asimilación profunda de la doctrina enseñada por el Concilio y su puesta en práctica. Para esto hay que captar el mensaje de fondo del Concilio. Es verdad que hay muchos puntos que la percepción común puede señalar como temas centrales del Vaticano II –la doctrina sobre la colegialidad del episcopado, el impulso ecuménico, el diálogo inter-religioso o el diálogo con el mundo moderno, la reforma litúrgica–, pero, a mi juicio, el mensaje principal del último Concilio es el redescubrimiento de la doctrina de la llamada universal a la santidad y al apostolado, presente en varios documentos y en especial en la constitución dogmática Lumen gentium y en el decreto Apostolicam actuositatem. Esto supone una concepción renovada de la Iglesia, con importantes consecuencias no solo, por supuesto, en el ámbito de la vida eclesial y pastoral, sino también en el terreno canónico, como lo demuestra la valorización de la categoría conceptual de fiel, puesta al centro de la reflexión jurídica.
En efecto, el fiel, el christifidelis (es decir, el cristiano, que ha recibido ya en el Bautismo la llamada divina a la santidad de vida y a la difusión del Evangelio) se ha convertido en el protagonista de la vida del Pueblo de Dios, también en el campo de la organización eclesiástica. Esto se ha notado incluso en el decreto Presbyterorum ordinis, en el que, a pesar de estar dedicado a los sacerdotes, cuando se habla de los aspectos organizativos, se piensa sobre todo en los fieles laicos, ya que el sacerdocio ministerial es precisamente un servicio ordenado a ellos. Desde mi posición de Ayudante de estudio en la Comisión encargada de preparar este decreto conciliar, he podido comprobar cómo se daba la preocupación fundamental por definir bien la figura del sacerdote. Existía entonces un encendido debate acerca de si debía considerar primariamente el aspecto de la consagración, dar relieve a la dimensión cultual y de adoración, o si, por el contrario, el elemento definitorio no sería más bien la misión evangelizadora a la que está llamado especialmente el sacerdote. El decreto Presbyterorum ordinis ha sabido poner de relieve que en realidad esos dos aspectos no son contrapuestos sino inseparables y complementarios, ya que el sacerdote se consagra para la misión, y esa misión sólo es posible porque el presbítero es un fiel dotado del carácter sacramental recibido en el sacramento del Orden, que le capacita para cumplir, en nombre y en persona del mismo Cristo, los actos propios sacerdotales.
Al estar intrínsecamente unidos estos dos elementos –consagración y misión–, no puede sorprender que cuando este decreto conciliar dispone que se han de revisar las normas sobre la incardinación, la razón que ofrece es para que este instituto “pastoralibus necessitatibus melius respondeat”. No son, pues, razones disciplinares o económicas o meramente administrativas las que deben mover el desarrollo de la organización eclesiástica, sino que el criterio principal ha de ser las razones pastorales. Con esta luz se ha de leer la consecuencia concreta que el decreto Presbyterorum ordinis propone: “Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar”.
Las prelaturas personales se presentan, por tanto, como una solución pastoral a los desafíos que se presentan a la Iglesia. Conviene aclarar que no se trata sólo de acudir a las necesidades perentorias manifestadas por los fieles. Las necesidades pastorales de la Iglesia son también aquéllas nacidas de su ímpetu apostólico. Resulta lógico, en este sentido, que el otro documento del Concilio que ha mencionado este nuevo tipo de circunscripción eclesiástica, aunque de modo incidental, haya sido precisamente el decreto Ad gentes, a propósito de la necesidad de buscar soluciones a las dificultades que puedan manifestar algunos grupos humanos para adaptarse a las formas particulares que la Iglesia ha adoptado en determinados territorios o para evangelizar a determinadas categorías de personas o pueblos residentes en una determinada zona geográfica. Esta perspectiva pastoral y misionera, presente en el Concilio e impulsada por los pontífices posteriores, ha de iluminar cualquier reflexión sobre las prelaturas personales.
II. La recepción en el código de las Prelaturas Personales preconizadas por el Concilio
Pablo VI, fiel a los postulados del Vaticano II, y consciente de que resultaba necesario dar forma jurídica a muchos de los caminos abiertos por la reunión ecuménica, quiso dar la debida actuación normativa sin ningún tipo de dilaciones, y examinadas las propuestas de diversas comisiones postconciliares constituidas a este efecto emanó el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, el 6 de agosto de 1966, es decir, muy poco después de que se concluyese la reunión conciliar. Puedo testimoniar la seriedad y la celeridad con que se llevaron a cabo los trabajos de preparación de esta ley pontificia, que dibujó el marco jurídico en el que se habían de aplicar muchos de los postulados del Concilio.
Entre las cuestiones que trató el citado Motu proprio se encuentra la de las prelaturas personales. Como hemos visto, el Concilio se limitó a mencionar la posibilidad de su existencia. El Ecclesiae Sanctae, en cambio, describió con bastante detalle la nueva figura, si bien uno de sus elementos característicos era precisamente que deberían regirse por propios estatutos, remitiendo de esa manera a una regulación más particularizada para cada prelatura. No me entretengo en analizar los elementos definitorios de las prelaturas personales trazados por el Motu proprio (jurisdicción del Prelado, respetando la jurisdicción de los Ordinarios locales, capacidad de incardinar clero secular, etc.), que coinciden, por lo demás, con los establecidos por el vigente Código (cann. 294 a 297). En esta sede lo que me interesa resaltar es una vez más la razón señalada por el Legislador para que pueda ser conveniente la erección de una prelatura personal: “ad peculiaria opera pastoralia vel missionaria perficienda pro variis regionibus aut coetibus socialibus, qui speciali indigent adiutorio”. Además, como es conocido, el Ecclesiae Sanctae, ya preveía, como hace el actual can. 296, la posibilidad de que laicos se dedicasen a la labor de la prelatura mediante las oportunas convenciones.
La normativa del Ecclesiae Sanctae se presentaba como provisional, en espera de la regulación definitiva por parte del nuevo Código. La Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico instituida en 1963 por san Juan XXIII, no debiendo limitarse a la mera recopilación de los explícitos mandatos del Concilio, sino a procurar que la futura legislación de la Iglesia fuese impregnada profundamente de la doctrina eclesiológica del Vaticano II, consideró en octubre de 1966 la conveniencia –ya sugerida antes por Pablo VI al Card. Ciriaci, Presidente de la Comisión– de redactar algunos criterios o principios de orden doctrinal y técnico que sirviesen de guía a todo el trabajo de preparación del nuevo Código. El documento elaborado, con el titulo Principia quae Codicis Iuris Canonici recognitionem dirigant, fue enviado al Papa quien confirmó su deseo de que estos criterios directivos de la nueva codificación fuesen sometidos al examen de la primera Asamblea General del Sínodo de Obispos, prevista para el mes de octubre de 1967. Así se hizo y los diez principios propuestos en el documento fueron aprobados por la gran mayoría de los Padres sinodales.
El octavo de estos principios se dedicaba a la ordenación y régimen del Pueblo de Dios. Confirmaba como criterio general de distribución y jurisdicción el territorial, pero, como consecuencia de la doctrina eclesiológica del Vaticano II, afirmaba que se podía introducir también el criterio personal, “ob exigentias moderni apostolatus”, estableciendo “unitates iurisdictionales ad peculiarem curam pastoralem destinatas” “secundum exigentias vel necessitates curae pastoralis Populi Dei”. De nuevo puede notarse cómo, además de la nueva concepción eclesiológica que ve en la Iglesia particular una porción del Pueblo de Dios, en vez de un territorio regido por un Obispo, la razón por la que se pueden y deben constituir jurisdicciones personales se identifica en las necesidades pastorales, que son las que han de determinar el modo concreto de organizarse de la Iglesia.
Los años que siguieron a aquel primer Sínodo de Obispos fueron de constante trabajo dirigido a traducir –parafraseando una célebre frase de la Constitución Apostólica Sacrae disciplinae leges, con la que san Juan Pablo II promulgó el Código– en lenguaje jurídico la doctrina eclesiológica del Vaticano II. Este periodo ya ha sido muy estudiado por la doctrina, por lo que no me detendré en él. En estas páginas me limitaré a señalar que en ningún momento se puso en duda el postulado conciliar por el que era necesario prever la constitución de jurisdicciones personales para poder acudir a las nuevas necesidades pastorales. Las dificultades surgían a la hora de definir exactamente su perfil jurídico y teológico, lo que no es nada de extrañar debido a su novedad en el ordenamiento canónico.
Con todo hay que decir que en los primeros años no se vio la necesidad de dedicar un espacio especial a la descripción de las prelaturas personales, limitándose a afirmar su equiparación in iure -no su identificación teológico jurídica- a las Iglesias particulares, “nisi ex rei natura aut iuris praescripto aliud appareat”. Al principio se distinguió entre prelaturas personales cum proprio populo y aquellas sine populo, hasta que en la reunión del Coetus studiorum “De Populo Dei”, de 11 de marzo de 1980, se prescindió de esta división porque se consideró que en cualquier caso siempre sería necesario un cierto pueblo. Con la perspectiva actual, después de treinta años de profundización doctrinal y de desarrollo normativo, resulta fácil concluir que en realidad el objeto de la distinción giraba más bien en torno a la diferencia existente entre jurisdicciones personales “exclusivas” (con “pueblo propio” en el sentido de “pueblo exclusivo”), cuyos fieles estarían exentos de la jurisdicción del Ordinario local, como puede ser una eparquía oriental en territorio latino o viceversa, y jurisdicciones personales cuyos fieles, como afirma el art. IV, 3° de la Constitución Apostólica Spirituali militum curae sobre los ordinariatos militares, no cesan de pertenecer a las diócesis del propio domicilio o rito. En la última Plenaria de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código, que se reunió los días 20 a 29 de octubre de 1981, además de examinarse las seis cuestiones de mayor importancia que la secretaría de la Comisión había preparado para el estudio de esta asamblea, se debatieron y se votaron otras muchas, si bien no siempre –especialmente por falta de tiempo y de una metodología adecuada– con la necesaria profundidad, calma y precisión técnica. Entre esas cuestiones añadidas se incluyó el asunto de la general equiparación o no de las prelaturas personales a las Iglesias particulares. Ante las dudas surgidas, se optó por recoger sustancialmente en el Código la descripción que de esta figura hacía el Motu proprio Ecclesiae Sanctae.
Resultado de esta Plenaria de 1981 fue el Schema novissimum del nuevo Código presentado al Santo Padre el 22 de abril de 1982. En él las prelaturas personales –siguiendo la propuesta del Card. Ratzinger, aprobada por la Plenaria– eran descritas en cuatro cánones (inspirados en el Ecclesiae Sanctae) que pasaban a constituir un Título específico dentro de la parte II del Libro II titulada De Ecclesiae structura hierarchica. San Juan Pablo II, después de agradecer el inmenso trabajo realizado por la Comisión, manifestó que sentía la responsabilidad personal de examinar el texto completo del proyecto del Código. Para ser ayudado en esta tarea, instituyó una Comisión de siete expertos y otra de Obispos (tres Cardenales y un Arzobispo), en las que participó también el Pro-Presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código, Arzobispo Rosalio J. Castillo Lara. Estas Comisiones trabajaron los meses de mayo a diciembre de 1982 [17]. La primera elaboró una lista de 39 cuestiones para someterlas al juicio del Romano Pontífice, quien quiso examinarlas con la ayuda de la Comisión de Obispos. A pesar de que entre esos temas no figuraba el de las prelaturas personales, esta misma pequeña Comisión o algunos de sus miembros decidieron en el último momento trasladar los cánones 573-576, sobre las prelaturas personales, a la parte I del Libro II, para que no quedasen incluidas en la normativa De Ecclesiis particularibus, pues en aquel momento no resultaba claro aún el significado de las equiparaciones jurídicas.
De esta manera el Código promulgado por san Juan Pablo II dedica un Título a se a la figura de las prelaturas personales preconizada por el Vaticano II, recogiendo sustancialmente la normativa establecida en el Motu proprio de Pablo VI destinado a aplicar el Concilio. El resultado final ha llevado a dedicar cuatro cánones al tema, en vez de las meras alusiones inicialmente previstas. Con todo, la regulación codicial se remite a los estatutos dados por la Santa Sede para cada prelatura en el momento de su erección, de manera que estos cánones constituyen únicamente la ley cuadro que enmarca el régimen jurídico concreto que tendrá cada prelatura. Como toda ley cuadro, máxime si, como en este caso, representa una novedad legislativa, necesita ser interpretada para su correcta aplicación.
III. La interpretación y recepción de la normativa codicial acerca de las Prelaturas Personales
La novedad de las prelaturas personales no ha pasado inadvertida por la doctrina. Es lógico, por otra parte, que los canonistas se pregunten acerca del sentido de las elecciones tomadas durante la elaboración de una ley y del significado que pueda tener el lugar sistemático de una determinada disposición normativa. Naturalmente el último cambio señalado al respecto, mediante el cual el Título dedicado a las prelaturas personales ha cambiado de lugar dentro del Código, ha sido también objeto de especial estudio. Algunos autores han pensado que debía ser interpretado como la voluntad del Legislador de considerar las prelaturas personales como una figura de naturaleza asociativa, no perteneciente a la estructura jerárquica de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. El propósito era distinguirlas de las Iglesias particulares encarnadas por las diócesis, pero no de negar su carácter jerárquico, reconocido también durante la mencionada Plenaria de 1981, ni mucho menos de considerarlas entes de carácter asociativo, pues eso hubiese supuesto, no ya desatender lo establecido por el Ecclesiae Sanctae y por la decisión de la Plenaria de la citada Pontificia Comisión, sino traicionar el postulado conciliar.
Existe además un testimonio documental que corrobora con certeza lo que acabo de afirmar. Cuando se produjo el cambio de lugar del que estamos tratando, acababa de ser erigida la primera prelatura personal, la prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Quedaba todavía la tarea de ejecutar solemnemente la bula de erección, de acuerdo con la praxis de erección de las circunscripciones eclesiásticas. En estas circunstancias, para disipar cualquier género de duda que pudiera surgir acerca del alcance del acto de erección que se acababa de producir y que todavía había de ser ejecutado, el Prefecto de la congregación de la Curia romana competente para el régimen de las prelaturas personales, Card. Sebastiano Baggio, en carta de 17 de enero de 1983 dirigida al recién nombrado Prelado del Opus Dei, mons. Álvaro del Portillo, daba fe de cuál era la mente del Santo Padre al respecto, manifestada en la Audiencia que le había concedido el anterior 8 de enero, articulada en tres ideas que resultan iluminadoras, no sólo de la realidad de la prelatura del Opus Dei, sino en general de los cánones sobre las prelaturas personales:
“1. la colocación en la pars I del liber II no altera el contenido de los cánones que se refieren a las Prelaturas personales, las cuales, por lo tanto, aun no siendo Iglesias particulares, continúan siendo estructuras jurisdiccionales, de carácter secular y jerárquico, erigidas por la Santa Sede para la realización de peculiares actividades pastorales, como fue establecido por el Concilio Vaticano II”;
“2. con la diferente elección de orden sistemático, no queda alterada la dependencia de las Prelaturas personales de esta sagrada Congregación, a los efectos de la Const. Ap. “Regimini Ecclesiae Universae”, 49 § 1.
“3. finalmente, permanecen siendo plenamente válidos, a todos los efectos, los documentos de la Santa Sede que han constituido el Opus Dei en Prelatura personal”.
En este documento queda constancia, por tanto, de manera auténtica, que no ha existido, lógicamente, por parte del Legislador ninguna voluntad de alterar la figura de las prelaturas personales, que debe permanecer como una estructura de la organización eclesiástica “para la realización de peculiares actividades pastorales, como fue establecido por el Concilio Vaticano II”, es decir, se reafirma la voluntad de ejecutar fielmente la mente del Concilio, adaptando la organización eclesiástica a las necesidades pastorales. Además –y éste es otro dato que conviene resaltar– permanecen plenamente válidos los documentos relativos a la erección de la prelatura del Opus Dei, como consecuencia de la afirmación anterior acerca de la naturaleza jerárquica y pastoral de las prelaturas personales, lo que equivale a afirmar que la prelatura del Opus Dei posee el valor hermenéutico propio de las aplicaciones concretas, por parte del mismo Legislador, de una normativa cuadro. Personalmente recuerdo la satisfacción del Prefecto de la Congregación de Obispos cuando, el 4 de marzo de 1983, recibió de la Secretaría de Estado el pergamino con el texto de la Constitución Apostólica Ut sit con el fin de que se inaugurase oficialmente la prelatura, ya que era la confirmación de que el derecho particular de la nueva prelatura contenido en sus Estatutos era conforme con la legislación universal del Código recién promulgado.
Este hecho ayuda a afrontar correctamente otro tema que ha sido observado por la doctrina. Me refiero a la cuestión relativa a la posición de los fieles laicos en una prelatura personal. Cuando ya el texto definitivo del nuevo Código (revisado por el Santo Padre con la ayuda de las dos Comisiones antes mencionadas) estaba en sus segundas pruebas de imprenta se introdujo aún algún cambio “minoris momenti”, sin convocar a los otros miembros de la pequeña Comisión de Obispos de la que antes se habló porque el tiempo urgía. Uno de estos cambios se efectuó en el can. 296, el cual, al referirse al modo “incorporationis” de los laicos a la prelatura por medio de convenciones, pasó a expresar esta disposición hablando del modo “organicae cooperationis”.
Este cambio de última hora ha querido interpretarse en ocasiones como la voluntad del Legislador de configurar las prelaturas personales como entes exclusivamente clericales, en el que los laicos sólo podrían cooperar externamente, salvo en caso de dispensa o privilegio. Esta interpretación –calificada acertadamente como una “visión burocrática y sustancialmente descolorida” – no es sostenible: porque un cambio tal no sería ciertamente “minoris momenti”, y porque sería contradictorio con lo expresamente establecido sobre la incorporación de laicos en una prelatura personal en el caso de la prelatura del Opus Dei, como aparece en el art. III de la Constitución apostólica Ut sit (promulgada precisamente por el mismo Legislador del nuevo Código) y en los Estatutos de esa prelatura (nn. 1, § 1 y 6 y ss.), que como ha quedado dicho habían de quedar en vigor.
En realidad, con la expresión “cooperación orgánica” se quería dar mayor flexibilidad a la formulación del canon. Se trata de un concepto más amplio que el de incorporación, pero que, lógicamente, no lo excluye (ni lo podía excluir, por la razones ya expuestas). La posibilidad de que haya fieles que decidan cooperar con una jurisdicción eclesiástica, quedando bajo la jurisdicción de su Ordinario, está expresamente prevista también para el caso de los ordinariatos militares. En el caso de la primera prelatura erigida, no se trata sólo de esto, sino que el laicado de esta circunscripción, delimitado por un criterio personal, está formado precisamente por aquellos fieles laicos que han decidido libremente cooperar con esta prelatura, incorporándose a ella. El fenómeno de la erección de una circunscripción eclesiástica en previsión de un pueblo o comunidad de fieles que se constituirá voluntariamente puede sorprender a alguno, pero, al margen de las explicaciones que se han ido dando sobre este punto, hay que señalar que constituye ya una praxis introducida por la Santa Sede. Así, por ejemplo, la Administración apostólica personal de Campos, en Brasil, erigida por san Juan Pablo II, se compone de aquellos fieles que se inscriben voluntariamente en el correspondiente libro de registros y, con carácter general, la Constitución apostólica de Benedicto XVI, Anglicanorum coetibus, de 4 de noviembre de 2009, ha previsto la erección de ordinariatos personales compuestos por los fieles que ponen un acto de voluntad para incorporarse al ordinariato. En todos estos casos, las relaciones de los fieles laicos con el Ordinario y con los sacerdotes del presbiterio, aunque se hayan instaurado con motivo de un acto de voluntad, no son de naturaleza asociativa –como lo sería un acuerdo de voluntades entre fieles para realizar una obra común–, sino que el acto de voluntad permite incorporarse al ámbito de una jurisdicción previamente creada por la autoridad de la Iglesia, de manera que la relación que se da es de tipo pastoral entre el clero y los fieles laicos, es decir, está presente la relación estructural de la Iglesia compuesta por el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común. Por este motivo, los fieles laicos que se incorporan de este modo a las prelaturas, administraciones u ordinariatos personales forman el pueblo, en sentido técnico, de la correspondiente circunscripción eclesiástica.
Ciertamente la presencia de circunscripciones personales que -como las prelaturas personales y los ordinariatos militares- están compuestas de un pueblo cuyos fieles laicos no cesan de pertenecer contemporáneamente a las Iglesias locales, solo puede entenderse desde una perspectiva eclesiológica que conciba la Iglesia como comunión. En este sentido, cabe señalar cómo después de un decenio desde que surgieron las primeras perplejidades en el seno de la Plenaria de la Comisión para la Revisión del Código de 1981, la Congregación para la Doctrina de la Fe, guiada por el Card. Ratzinger, dio un paso importante en la comprensión de esta cuestión en su Carta a todos los Obispos, de 28 de mayo de 1992, titulada precisamente Communionis notio: “Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial –unidad en la diversidad–, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia, tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión”. Considerando este último documento se puede observar cómo la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, percibe las necesidades pastorales y desarrolla y adapta su estructura esencial para proveer a las exigencias de las almas. Más tarde, la reflexión teológica y canónica ilumina la comprensión de estos fenómenos. La figura de las prelaturas personales nació en el Vaticano II como respuesta a esta exigencia de adaptar la organización pastoral a las nuevas necesidades. Ciertamente para comprender la novedad que comporta la previsión de prelaturas personales se requiere partir de los presupuestos eclesiológicos conciliares y del principio que el desarrollo de la organización eclesiástica debe obedecer a las necesidades pastorales, ya que al derecho fundamental del fiel a recibir los medios salvíficos de los Pastores (can. 213) corresponde el deber jurídico de la Jerarquía de organizarse para que tal derecho sea satisfecho efectivamente.
Hoy se presentan a la Iglesia grandes retos. Por una parte, los fenómenos de la globalización y de la movilidad humana hace que haya tantos grupos humanos necesitados de una especial atención pastoral. Por otra parte, es el mismo Papa quien –siguiendo sin duda la voz del Espíritu Santo– está empujando a la Iglesia a “salir”, a llevar el Evangelio hasta las “periferias” de la existencia humana. Las estructuras pastorales –en el respeto, como es lógico, de la constitución fundamental de la Iglesia– se han de adaptar a las necesidades apostólicas. Las prelaturas personales ideadas por el Vaticano II constituyen uno de los instrumentos regulados por el Derecho universal que permiten una acción evangelizadora y de gobierno más eficaz: su correcta comprensión permitirá que se pueda utilizar su potencialidad pastoral para el bien del Pueblo de Dios y de la misma sociedad civil.
Fuente: repositorio.sandamaso.es