Mario Veloso
El Espíritu Santo y Jesús: mandamientos y poder.
Lucas no demora en introducir la acción del Espíritu Santo (Hch 1, 2b). Ni puede hacerlo porque tampoco se demoró el Espíritu Santo en comenzar su obra a favor de la iglesia. Estando en el aposento alto, la noche del quinto día de su última semana, Jesús prometió a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador que estará con ustedes para siempre, el Espíritu de verdad a quien el mundo no conoce, pero ustedes sí lo conocen, porque con ustedes vive y entre ustedes estará” (Jn 14, 16-17).
Esta promesa sobre la presencia continuada del Espíritu en el futuro de la comunidad apostólica —en los discursos de Jesús, a esta altura de su vida, un día antes de la crucifixión— siempre incluye la iglesia: su vida y su obra. Adelante, en el mismo discurso, Jesús describió la obra del Espíritu por la iglesia. “El Consolador —les dijo— el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26).
Gracias a que el Espíritu guía y conduce a la iglesia, esta se mantiene en la verdad, la verdad pasada, presente y futura. La verdad no se altera nunca, es siempre verdad (Jn 16, 14). Esta obra del Espíritu por la iglesia iba a estar relacionada con el mundo pues existe un dinamismo en lo que Jesús enseñó a la iglesia, inolvidable para ella y el mundo. La misión de la iglesia consiste en convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Sin la acción del Espíritu Santo esto sería imposible. Por eso, la promesa del Espíritu incluyó esa obra (Jn 16, 8).
Lucas hace recordar a sus lectores que la promesa del Espíritu está en relación con los mandamientos, con el poder y con la testificación.
El Espíritu transmite mandamientos
“Jesús —escribió Lucas a Teófilo— sólo ascendió al cielo después de haber dado mandamientos, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había escogido” (Hch 1, 2b).
Esos mandamientos eran semejantes a los Diez Mandamientos de la ley moral, en relación con los cuales Moisés dijo: “Dios habló y ordenó todos estos mandamientos” (Ex 20, 1).
Son como el mandamiento del amor que ordenó Jesús a sus discípulos, cuando les dijo: “Esto les mando: que se amen unos a otros” (Jn 15,17).
En la misma categoría está el mandamiento de la misión. “Con la autoridad que tengo en el cielo y en la tierra —ordenó Jesús a sus discípulos—: vayan y hagan discípulos de todas las naciones” (Mt 28, 18-19).
En este mismo contexto, Pablo y Bernabé, explicando a los judíos de Antioquía de Pisidia, después que ellos los rechazaran, por qué se irían a los gentiles, dijeron: “El Señor nos ha mandado así: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra” (Hch 13, 47).
Cuando Jesús en persona transmitió estas órdenes a sus discípulos, no estaba solo. El Espíritu Santo estaba con él y el Espíritu fue la persona divina que colocó los mandamientos en el corazón de ellos, a fin de que por su poder y compañía, pudieran comprenderlos, aceptarlos y cumplirlos.
El Espíritu Santo transmite poder.
Lucas cuenta a Teófilo que, después de su muerte, Jesús, por cuarenta días, se apareció a los discípulos y les habló del poder de la resurrección, del poder del reino de Dios y del poder del Espíritu Santo (Hch 1, 3-8ª).
El poder de la resurrección
“Después de padecer la muerte —escribió Lucas— Jesús se presentó vivo a sus discípulos con muchas pruebas indubitables” (Hch 1, 3ª).
Muchas demostraciones, hechos ciertos, muestras de poder. Algunas fueron simples, por ejemplo, comer para demostrar que no era un espíritu, sino una persona real. Otras, más complejas y hasta milagrosas, entre ellas saber lo que exigía Tomás para creer, y, con divina tolerancia, responder a sus exigencias mostrándole su costado y sus manos para que las tocara y creyera.
¿Podía Jesús convencer a dos desanimados discípulos que viajaban por un camino de triste soledad y de silencio, hacia Emaús, pensando que estaba muerto y ya nunca más podrían verlo? Podía y lo hizo. Extrajo argumentos de las Escrituras. Hizo que los profetas adquirieran un nuevo significado ante sus mentes entorpecidas e incrédulas. “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo, estas cosas, antes de entrar en su gloria?” (Lc 24, 26), les dijo.
Finalmente, les abrió los ojos, ojos físicos y espirituales, para que lo reconocieran. Estaba ahí. Vivo. Ningún argumento más poderoso, para probar la resurrección de un muerto, que la presencia viva del muerto. El poder que actuó para resucitarlo fue su propio poder, fue el poder del Padre, fue el poder del Espíritu Santo. Fue el poder de Dios. Él era Dios. Aceptó la muerte en lugar de los pecadores y por ellos, para que ellos pudieran recibir la vida que era toda suya y nadie podría habérsela quitado, si él no la hubiera entregado voluntariamente y por sí mismo. Todo el poder de Dios se hizo visible en la resurrección de Jesús. En ella ofreció Dios la vida eterna a todo aquel que crea en él.
El poder del reino de Dios
“Jesús se presentó a sus discípulos durante cuarenta días —escribió Lucas— y les habló acerca del reino de Dios” (Hch 1,3).
No era la primera vez. Ya había hablado con ellos muchas veces, en forma directa o a través de la multitud mientras predicaba. Lo hizo por medio de parábolas. Cuando explicó el reino de los cielos, dijo: “Es semejante a diez vírgenes que esperan el esposo para sus bodas, unas estaban preparadas para recibirlo cuando él llegara, las otras no. Las preparadas entraron con él a la fiesta de bodas, las otras quedaron fuera” (Mt 25,1-13). El poder del reino llegó a ellas por medio del Espíritu Santo que las ayudó en la debida preparación para la boda.
El reino de los cielos, dijo también, es semejante a un hombre que se fue lejos y dio sus bienes a sus siervos para que los administraran. Cuando el hombre volvió hizo cuentas con ellos y el que recibió cinco talentos y el que recibió dos fueron fieles y entraron en el gozo de su señor, pero uno fue infiel y quedó fuera (Mt 25,14-30). El poder del reino, con justicia, discrimina las acciones de los seres humanos.
En otra oportunidad, Jesús dijo:
El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo: invitó a muchos personajes importantes, supuestamente dignos de las bodas, pero ellos no hicieron caso de los siervos que fueron a llamarlos cuando llegó el tiempo de la boda, pues no eran dignos. Invitó el rey a los menos importantes, indignos, que andaban por los caminos. Todos fueron hechos dignos por el rey y entraron en la boda con el traje de bodas que el mismo rey proveyó para todos indiscriminadamente. Pero uno de ellos no quiso usarlo y permaneció indigno como los primeros invitados. El rey, utilizando todo el poder del reino, hizo dignos de la boda a unos y a los que no aceptaron sus reglas los dejó fuera, donde sólo encontraron llanto, auto recriminaciones, destrucción y muerte (Mt 22, 1-14).
El poder del reino provee los medios para que los indignos que acepten la provisión del rey, entren en aquel.
También les había hablado del reino en expresiones de discurso directo. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria —dijo una vez— y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria” (Mt 25, 31).
Todas las naciones serán reunidas delante de él y apartará a todos ellos en dos grupos, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Las ovejas, a la derecha; a la izquierda, los cabritos. Los de la izquierda, por su vida egoísta, sin interés alguno por el prójimo, serán condenados al castigo de una eterna destrucción. Los que colocó a su derecha, que tanto bien hicieron a cada persona necesitada, y, sin pretenderlo, sirvieron fielmente al Señor, recibirán el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo (Mt 25, 32-46).
El poder del reino es vida para siempre.
El poder de la promesa.
Y estando juntos —dice Lucas— les dio una orden que debían obedecer estrictamente: “No salgan de Jerusalén, sino esperen la promesa del Padre. La promesa que ustedes oyeron de mí” (Hch 1, 4).
El envío del Espíritu Santo equivale a un nuevo bautismo.
“Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo” (Hch 1, 5). Se refería a un bautismo de poder.
Los discípulos escucharon la orden, sin que, de su mente, se borrara la fuerza y el poder del reino. El poder de un reino es siempre más visible, más impresionante, más grandioso, más pomposo, más codiciable, más buscado que el poder espiritual de la promesa. Por lo menos, la mente de los discípulos había sido atrapada con más fuerza por las palabras sobre el reino que por la orden de esperar en Jerusalén hasta que recibieran el poder de la promesa. “Señor —dijeron a Jesús— ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1, 6).
Todavía, por la mente de los discípulos, como un fantasma triste, rondaba el reino de Israel. Esa pregunta acerca del reino fue la última que incomodaría sus mentes, pues la aclaración de Jesús resultó ser taxativa y terminante.
“No les toca a ustedes —les respondió— saber los tiempos de eventos generales, ni el tiempo de los eventos específicos que el Padre colocó bajo el control de su propia autoridad” (Hch 1, 7). La pregunta de ustedes es irrelevante. Ya no tiene sentido alguno, para ustedes ni para nadie. El poder del reino que ustedes han soñado para Israel, no está accesible para nadie de Israel en este tiempo. Sin embargo, para ustedes, israelitas convertidos al cristianismo, existe un poder disponible que deben recibir muy pronto. Es el poder de la promesa. ¿Qué promesa? La promesa sobre la recepción del Espíritu Santo para testificar.
El Espíritu en la testificación.
“Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo” (Hch 1, 8) —dijo Cristo— recibirán el poder que aumentará la fortaleza, las habilidades, las capacidades, y los medios de ustedes, y ustedes, en forma personal, serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y por todo el mundo hasta el final de la tierra.
Se pueden destacar tres asuntos muy importantes:
La recepción del poder:
Yo quiero que ustedes reciban el poder y cuando el Espíritu llegue a ustedes para otorgárselo, tienen que asirlo por ustedes mismos. El Espíritu Santo no colocará en ustedes, por la fuerza, ninguna capacidad del poder que yo deseo para ustedes y que él está empeñado en otorgarles. La acción del Espíritu será siempre generosa, siempre determinada, siempre cierta. No faltará nunca. Pero ustedes determinan si esa acción generosa queda con ustedes o si dejarán que se vaya sin producir el aumento de las capacidades que en ustedes yo deseo.
El poder mismo.
No se trata de un poder de comando, como si ustedes, desde el momento que reciban el Espíritu Santo, en adelante, se convirtieran en jefes que dan órdenes para que otros ejecuten la misión. Cada persona cristiana tiene que ejecutarla.
El poder que les dará el Espíritu es una capacitación para que puedan realizar la misión, tarea que demanda más capacidades de las que naturalmente tienen.
Incluye el aumento de la fortaleza física y espiritual que ustedes tengan. La adquisición de habilidades que recibirán, aunque no las tengan, entre otras, incluye la buena disposición para la misión, la destreza para ejecutarla, el ingenio para vencer los desafíos y la agilidad para negociar sin caer en sincretismos.
El poder del Espíritu Santo incluye también el aumento de las capacidades, las aptitudes, los talentos, los medios económicos y otros, para cumplir la misión. El Espíritu no les dará estos beneficios para que ustedes los usen por pura vanidad, para el engrandecimiento de ustedes mismos. El negocio del Espíritu, y de ustedes también, no es la construcción de fama personal, sino el cumplimiento de la misión; aunque también puede levantar el prestigio de ustedes, si eso contribuyera a la misión.
Ser testigos de Cristo.
En primer lugar, esto es lo que yo espero de ustedes y lo espero de la misma manera como espero obediencia cuando doy un mandamiento. La misión no es opcional, como algo que pueda hacerse o no, de acuerdo al deseo de ustedes. La misión representa mi deseo, mi voluntad. Les estoy diciendo: serán mis testigos. No les digo: ojalá quieran ser mis testigos.
En segundo lugar, ser mis testigos significa estar siempre a mi favor y declararlo. Tienen que ser testigos objetivos y contar lo que realmente han experimentado conmigo, en su propia vida, y algo más. Ese algo más incluye el compromiso de estar conmigo, a favor de mí, bajo cualquier circunstancia y bajo cualquier tipo de riesgo, inclusive el martirio. Solo así podrán ustedes ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Yendo a todo el mundo encontrarán lugares de extrema intransigencia y agresiva intolerancia donde otros no vacilarán en condenarlos a la muerte, solo porque ustedes vivirán en armonía con mi estilo de vida y hablarán bien acerca de mí.
No se preocupen por los riesgos. Yo cuidaré de ellos. En algunas ocasiones los libraré de todo el mal que pretendan hacerles, pero habrá otras, cuando la muerte de ustedes será necesaria para que le gente crea el testimonio que les den. En esos casos, ustedes no perderán la vida que les he prometido. Solo se acortará el tiempo que vivan ahora, antes de la eliminación del mal que existe en este mundo; porque la vida después, cuando el mal haya llegado a su fin, será eterna; y esa vida nadie puede quitarla de ustedes. Entonces, los que testificaron por mí, en este mundo, tendrán, en el juicio final, mi testimonio favorable y serán absueltos de todo pecado. Vivirán para siempre conmigo, en mi reino.
El Espíritu Santo conduce la historia de la iglesia
En una sección relativamente corta (Hch 1, 12-Hch 7, 60), Lucas concentra la historia del comienzo de la iglesia. Ese comienzo tiene suma importancia. Recordemos que los hechos en la vida de la iglesia, desde los días apostólicos hasta la segunda venida de Jesús, siendo hechos históricos reales, semejantes a los de cualquier otra institución humana, tienen una dimensión divina que procede de su relación con Dios y le da una dimensión espiritual por la presencia del Espíritu Santo en ella.
El Espíritu Santo es el guía real de todas sus acciones, a menos que la iglesia elija desviarse de la revelación divina hacia la apostasía de una acción independiente, inconsulta y rebelde a Dios, pero la iglesia tendrá siempre un grupo fiel a Jesús y a la misión. Siendo así, los hechos históricos de la iglesia cristiana, como testigo de Cristo, son tan válidos para la enseñanza de los creyentes de todos los tiempos, como válidos fueron los hechos del pasado, en la historia de Israel. Así lo entendió Pablo y lo explicó a los cristianos de Roma. Su forma de explicarlo es clara y directa. “Las cosas que se escribieron antes —les dijo— para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rm 15, 4).
La vida de la iglesia tiene una dimensión espiritual divino-humana que surge nítidamente de la historia escrita por Lucas, una realidad que todos los cristianos debemos admirar en la iglesia apostólica y, en la iglesia de hoy vivirla en total integración con Jesús (Dios Hijo) y con Dios Padre. Como veremos, este tipo de integración superior, solo se hizo y se hace posible para la iglesia, por la obra que el Espíritu Santo realizó y realiza en ella. Esa realidad divino- humana de la iglesia constituye su propio ser, un ser al mismo tiempo espiritual y terreno, práctico y sublime, que, en la misión, se vuelve historia y vida eterna.
El Espíritu Santo conduce la administración de la iglesia.
La vida de la iglesia tenía que comenzar en Jerusalén y allí comenzó. Los discípulos no perdieron tiempo. Atendieron primero un asunto administrativo que debía ser resuelto. Eligieron un reemplazante de Judas en el grupo apostólico. Luego, se prepararon para la recepción del Espíritu Santo. Nada fue casual. Ni la organización de la iglesia, ni la vida espiritual, ni la misión surgieron por generación espontánea. Ellos así lo entendieron y actuaron con determinación y eficiencia (Hch 1, 12-Hch 2, 47).
Elección de Matías: procedimiento y dirección divina
“Entonces —escribió Lucas— desde el monte que se llama el Olivar, los discípulos volvieron a Jerusalén.” Desde ese monte, Jesús había sido levantado hacia el cielo, en su viaje de retorno al Padre y al gobierno de todo el universo (Hch 1, 12). El monte de los Olivos, junto a Betania, no estaba lejos de Jerusalén. Solo el camino de un sábado. Es decir, la distancia que, según la tradición judía, un israelita, sin transgredir el cuarto mandamiento de la ley moral, podía caminar durante el sábado. Flavio Josefo dice que Betania estaba a cinco estadios, más o menos un kilómetro, de Jerusalén.
Cuando llegaron a la casa donde se hospedaban, escribió Lucas que subieron al aposento alto. Ahí se alojaban los once apóstoles. Lucas menciona los nombres de todos, organizados en cuatro grupos. ¿Ya estructurados para la misión? Primer grupo: Pedro, Juan, Jacobo y Andrés. Segundo: Felipe y Tomás. Tercero: Bartolomé y Mateo. Cuarto: Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Vivían en comunidad.
Sabían que no permanecerían físicamente juntos por mucho tiempo, pues tendrían que trabajar también en Judea, Samaria y por todo el mundo. Pero hasta que recibieran el poder del Espíritu Santo, podían estar juntos y disfrutar la compañía de todos. Tuvieron oportunidad para superar sus diferencias, para integrarse los unos con los otros sin la ambición por los primeros lugares que antes los había distanciado, para apreciar los valores que cada uno tenía, para darse cuenta de que todos eran necesarios para la misión; y la aprovecharon. Con humildad se pidieron disculpas y manifestaron su firme propósito de actuar siempre en unidad. A menudo, se reunían todos ellos con María, madre de Jesús, con los hermanos de él, y con las mujeres, posiblemente María Magdalena, Juana, Susana, las esposas de los apóstoles casados y otras. Los hermanos de Jesús que dudaban de él cuando trabajaba en Galilea habían superado sus dudas y como los once discípulos, creían que Jesús era el Hijo de Dios y el Mesías prometido. Todo el grupo estaba unido en un solo pensamiento, oraban juntos y juntos se preparaban para las acciones futuras que todos esperaban (Hch 1, 13-14).
Un día de esos, hicieron una reunión de negocios con todos los creyentes. Eran ciento veinte personas. Hombres y mujeres. Estaban todos allí. No había machismo cultural, ni feminismo reivindicativo. La iglesia nació libre de las presiones culturales externas, con una actitud contra-cultura, pero no anti- cultural. No era enemiga de la cultura, ni se dejó influir por ella. Tomó su propio curso bajo la dirección del Espíritu Santo. La pidió en oración, desde el mismo comienzo de su existencia.
Pedro tomó la palabra y pronunció su primer discurso (Hch 1, 15-22). Ningún complejo. Ya no había ninguna disculpa que pedir. Todo estaba en orden y nadie recordaba más sus errores del pasado. Todos habían aceptado la restauración que le ofreció Jesús junto al Mar de Galilea y no tenían sospecha alguna. Pedro hizo una propuesta. La hizo en el mejor estilo cristiano. Basada en ella, la iglesia tomó una decisión sin presiones de nadie. Propuesta y decisión, emblemáticas en su forma de presentación y en el procedimiento que siguieron; bajo la inspiración del Espíritu Santo. Lucas describió el procedimiento para mostrar a sus lectores la manera cristalina, espiritual, basada en las Escrituras y sujeta a la voluntad de Dios como procedió la iglesia en sus negocios internos. En nada parecidos a los procedimientos políticamente corruptos, egoístas, y muchas veces cargados de presiones violentas del Imperio.
El discurso de Pedro.
Un discurso muy breve. Tiene dos partes: la primera es una sólida fundamentación basada en la Escritura (Hch 1, 15-20), y la segunda es la propuesta (Hch 1, 21-22). Va directamente al asunto.
Fundamentación de la propuesta.
“Hermanos —dijo Pedro— tenía que cumplirse la Escritura que, por boca de David, había predicho el Espíritu Santo” (Hch 1, 16ª).
De paso, Pedro hace referencia al modo en el que las revelaciones de Dios llegan a sus destinatarios. Dios elige un instrumento humano, en este caso David, y el Espíritu Santo trabaja con él para colocar en su mente lo que, de parte de Dios, debe comunicar. En el caso referido por Pedro, se trataba de una profecía. Toda profecía posee un contenido de cumplimiento futuro.
La profecía —dijo Pedro— es acerca de Judas, el que sirvió de guía para los que prendieron a Jesús. Él era miembro de nuestro grupo y recibió, de parte del Señor -no lo usurpó- un rango de importancia en este ministerio (Hch 1, 16b-17).
Ese rango de importancia, en griego κλῆρος, más tarde daría origen al concepto de clérigo. No necesita repetir la causa, ya la dijo. Solo describe las consecuencias de la traición y lo hace de la manera más trágica posible. Hace recordar que con el dinero recibido por la traición, salario de su iniquidad, compró un campo y que al quitarse la vida cayó de cabeza, se reventó por la mitad y sus entrañas se derramaron. Luego da el nombre del campo: Acéldama, campo de sangre.
Entonces, cita dos textos de Salmos, profecías que aplica a Judas. Primero, sea hecha desierta su habitación y no haya quien more en ella (Sal 69, 25). Con esto explica el trágico fin de Judas. Segundo, tome otro su oficio (Sal 109, 8). Con estas profecías abre el camino para la propuesta que luego presenta a la asamblea de creyentes.
Propuesta
Elegir un reemplazante de Judas en el grupo apostólico.
Por tanto —agregó— es necesario que uno de los hombres sea hecho testigo de la resurrección, para que se una a nosotros. Un varón que haya estado con nosotros todo el tiempo mientras Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo realizado por Juan, hasta el día cuando, de entre nosotros, fue recibido arriba (Hch 1, 21-22).
Pedro cubrió todo. Dio las razones que produjeron la vacante. No fueron intrigas, ni cuestiones personales, ni maniobras políticas. Fue el procedimiento traidor del que anteriormente tenía el oficio. Pedro lo dijo sin eufemismos, en forma directa, clara y completa. Ningún intento de salvar la cara de nadie, ni de cubrir las razones reales con explicaciones de conveniencia para nadie. Lo único que Pedro tomó en cuenta, como siempre ocurre en la Escritura, fue la realidad de lo ocurrido.
Al informe de lo que Judas realmente había hecho, agregó los contenidos de la Escritura que se aplicaban al caso. No existe ninguna luz mejor que la luz de la revelación, inspirada por el Espíritu Santo, para ver con claridad la forma de solucionar los problemas que la iglesia tenga.
Había que elegir un hombre. Y Pedro propuso la elección. No ofreció un nombre como candidato. Describió las características que debía tener el hombre elegido, características que lo calificaban para cumplir bien el oficio vacante. Luego, en la historia de Lucas, sigue lo que hizo la iglesia.
El proceso de la elección bajo la conducción del Espíritu Santo
La elección siguió un proceso simple. Varios hechos realmente notables con los cuales la iglesia cristiana se posicionó contra el gobierno dictatorial, contra el control del gobierno por parte de grupos con intereses propios, contra la manipulación de los electores; y a favor de la transparencia, de la conducción divina por medio del Espíritu, y de la espiritualidad en el proceso:
1. Prepararon una lista de candidatos
Propusieron dos, dice Lucas: a José llamado Barsabás, apodado el Justo, y a Matías.
¿Quiénes propusieron los nombres? Evidentemente, la asamblea, porque Pedro, con su propuesta, se había dirigido a ella. No era necesario conformar una comisión de nombramientos porque la asamblea no era muy numerosa. Solo había ciento veinte personas. De algún modo, llegaron a una lista con dos nombres propuestos.
¿Propuestos a quién? No fueron propuestos a los apóstoles, para que ellos hicieran la elección final. Tampoco a un apóstol específico quien, como cabeza dirigente, decidiera solo. Por lo que sigue, la asamblea hizo la propuesta a Dios.
2. Sometieron los candidatos a Dios en oración
“Señor —le dijeron— tú que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que tome el lugar, en este ministerio y apostolado, que Judas abandonó por transgresión, para irse a su propio lugar” (Hch 1, 24-25).
Ellos conocían las características externas de los dos candidatos. Sabían que habían estado junto con los once apóstoles, todo el tiempo que Jesús estuvo entre ellos. Pero no conocían su interior. Por eso, en última instancia, todos los hombres que integren el ministerio, en la iglesia, no los elije la iglesia, sino Dios por medio del Espíritu Santo. Dios utiliza la iglesia, como su instrumento, pero el instrumento no debe jamás usurpar la decisión final que solo corresponde a Dios. No puede decir: la elección de los ministros es una cuestión puramente eclesiástica, en el sentido de que la determinación de quienes puedan ser ministros y la elección de ellos sea una decisión de la iglesia, independiente de la voluntad de Dios.
La primera asamblea de la iglesia cristiana, cuyo primer asunto administrativo fue la elección de un ministro, para integrar el grupo apostólico, no lo entendió así. Se sometió a la voluntad de Dios y siguió la orientación divina. ¿Cómo produjo Dios su orientación?
3. La asamblea votó
“Entonces echaron suertes sobre ellos —dice la traducción de lo que Lucas escribió— y la suerte cayó sobre Matías, quien fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).
¿Fue este echar suertes como tirar una moneda al aire para saber qué elegir o fue como usar dados para saber de qué lado está la suerte, como una apuesta? La respuesta obvia es no. Y la razón es sencilla. La moneda en el aire y el rodar de los dados no son instrumentos que Dios usa para expresar su voluntad. Cuando están en el aire o rondando, sin control racional alguno, Satanás puede manejarlos con suma facilidad y, bajo la superstición de que Dios pudiera intervenir a través de ellos, imponer su voluntad en los asuntos que, así, estuvieran en juego para una decisión. “Echar suertes para elegir los dirigentes de la iglesia no está en el sistema de Dios. Dios influye en las decisiones de la iglesia utilizando la mente de sus hijos, la Escritura y el Espíritu Santo”.
Cuando la asamblea oró, Dios impresionó la mente de ellos y ellos, al expresarse, lo hicieron bajo esas impresiones. ¿Cómo se expresaron? La siguiente frase lo explica: “Fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).
Fue contado, es la traducción de una palabra griega que significa “fue votado contando las piedras”. Eran piedras pequeñas, negras y blancas. Las blancas eran voto positivo y las negras, negativo. Este tipo de votación implicaba un intercambio previo de opiniones que se expresaban en alta voz. Pablo usa el mismo término cuando cuenta al rey Agripa los daños que él, antes de su conversión, hizo contra los cristianos, en Jerusalén (Hch 1, 26b). “Y cuando los mataban –le dijo– yo di mi voto” (Hch 26, 10).
Después de votar, contaron las piedras y eligieron oficialmente a Matías para que ocupara la vacante que Judas había dejado. La votación fue libre. Cada miembro de la asamblea, por medio de la oración colectiva, dejó su mente abierta a la influencia del Señor, por medio del Espíritu Santo, para que él, como anteriormente había elegido a sus apóstoles, eligiera al que faltaba. Y él lo hizo expresando su voluntad a través de la mente de todos los que votaron.
Del mismo modo, la iglesia cristiana, en todos los tiempos, debiera decidir sus asuntos administrativos. Por votación libre. Cada votante, sin coerciones de ninguna naturaleza, con la mente abierta a la influencia del Espíritu Santo, vota. Los asuntos que afecten a la iglesia local, por los miembros de la iglesia local; los que afecten a un grupo de iglesias en un territorio específico, por los delegados de ese territorio; y así sucesivamente hasta llegar a los asuntos que afecten a la iglesia mundial, cuyas decisiones debieran ser hechas por los representantes de la iglesia mundial, reunidos en asamblea debidamente convocada. Veremos más adelante que el ministerio, las doctrinas, las prácticas de la iglesia y el estilo de vida de sus miembros, eran asuntos que afectaban a la iglesia mundial.
El Espíritu Santo actuó creando un ambiente integrado por libre expresión, voto personal ante Dios y la conciencia de cada uno, ausencia de presiones para inclinar la votación en la dirección establecida por alguna persona en particular o por los líderes, profunda espiritualidad en el proceso, sumisión incondicional a la voluntad de Dios, votación general de todos los presentes en la asamblea integrada por hombres y mujeres. Con esos principios, el Espíritu guió la primera asamblea administrativa de la iglesia cristiana apostólica.
El Espíritu conduce la evangelización
Ocurrió en la fiesta de Pentecostés (Hch 2, 1-13). Durante los días que precedieron a la fiesta, los discípulos estuvieron todos juntos, unidos. Lucas ya había informado acerca de la unidad espiritual de sus pensamientos ocurrida cuando volvieron del Monte de los Olivos, después de la ascensión de Jesús (Hch 1, 14). Al llegar la fecha de la fiesta, presintiendo que el tiempo de recibir el poder estaba llegando, agregaron un elemento más a su unidad: la acción. Sus mentes se acercaron aún más uno al otro y todos al Señor, motivados por la misión cuyo comienzo, para ellos, tenía que ocurrir en cualquier momento. Estaban listos. Habían confesado sus pecados y sentían el perdón. Analizaron sus pensamientos y sentimientos con profundo escrutinio tratando de descubrir en ellos cualquier resquicio de egoísmo. No había. Solo un intenso deseo de redimir el tiempo y, con todas sus energías, consagrarse a la misión. Pedían capacidad para ejecutarla y disposición para hablar el evangelio a la gente utilizando el trato diario normal y cualquier otra oportunidad que se les presentara.
De repente, vino del cielo un estruendo con un viento fuerte que llenó toda la casa donde ellos estaban. Había llegado el momento.
Cuando Cristo entró por los portales celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. Tan pronto como esta ceremonia hubo terminado, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en abundantes raudales, y Cristo fue de veras glorificado con la misma gloria que había tenido con el Padre, desde toda la eternidad. El derramamiento pentecostal era la comunicación del Cielo de que el Redentor había iniciado su ministerio celestial. De acuerdo con su promesa, había enviado el Espíritu Santo del cielo, a sus seguidores como prueba de que, como sacerdote y rey, había recibido toda autoridad en el cielo y en la tierra, y era el Ungido sobre su pueblo.
Aparecieron unas lenguas de fuego que descendieron sobre cada uno de los discípulos y todos fueron llenos del Espíritu Santo. Comenzaron a hablar en otros idiomas, como el Espíritu les daba que hablasen. Había una razón muy grande por la cual el Espíritu Santo actuó con ellos de esa manera. Estaban en Jerusalén, por causa de la fiesta, judíos piadosos que, procedentes de todas las naciones existentes bajo el cielo, habían llegado a Jerusalén para adorar. Muchos de esos judíos, integrantes de la diáspora judía, dispersos por todo el mundo, habían nacido en los países donde vivían y solo hablaban el idioma local.
Cuando oyeron el estruendo, se juntaron en torno a los discípulos que comenzaron a hablarles en los distintos idiomas de ellos. Se asombraron. ¿No son galileos estos que hablan?, preguntaban. ¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablando cada uno en nuestro idioma, en el que hemos nacido? El mundo de entonces estaba presente allí. Desde el imperio parto, más allá de Persia, en el Oriente, hasta Roma en el Occidente. Y desde el Ponto, en el norte, junto al Mar Negro, hasta Egipto y más allá de Cirene, África, en el sur.
La enumeración de los lugares, ofrecida por Lucas, es detallada. Dice que había partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, de Capadocia y el Ponto, de Asia, Frigia y Panfilia, de Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, romanos —tanto judíos como prosélitos—, cretenses y árabes.
¿Qué quiere decir esto?, se preguntaban muchos. Atónitos y perplejos, no sabían que Dios estaba haciendo un gran milagro para que ellos escucharan el evangelio y lo llevaran a todo el mundo. Y lo harían cuando llegaran a sus lugares, por convicción o sin ella, pues los incrédulos nunca dejan de contar lo que han visto en sus viajes. Contarían esta extraordinaria experiencia que, en ese momento, comenzaban a vivir en Jerusalén. Y los incrédulos ciertamente estaban allí: “Están borrachos”, dijeron ellos.
Discurso de Pedro bajo el poder del Espíritu
“Estos no están borrachos como ustedes suponen” (Hch 2, 15ª), comenzó Pedro su discurso. Era el primer discurso de Pedro pronunciado fuera del círculo íntimo de la iglesia. Lo pronunció bajo la dirección del Espíritu Santo, que estaba operando en él, como en todos los demás discípulos (Hch 2, 14-36).
Se dirigió Pedro a los judíos de la diáspora y a todos los habitantes de Jerusalén.
“No pueden estar borrachos puesto que es la hora tercera del día” (Hch 2, 15b), agregó. Las nueve de la mañana. Hora de trabajo. Nadie comía ni bebía a esa hora. Desayunaban antes de ir al trabajo que comenzaba a las seis de la mañana. La otra comida principal la tenían cuando el trabajo terminaba, poco antes de la puesta del sol.
Luego de esa introducción aclaratoria, entró de lleno en el tema de su discurso. Aparece claramente enunciado en la conclusión cuando dice: “Sepa, pues, ciertísimamente, toda la casa de Israel, que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hch 2, 36). El tema, entonces, fue: Jesús, Señor y Mesías.
Los argumentos que Pedro utiliza para probar que Jesús es Señor y Mesías, son los siguientes: No olvidemos que por estar, Pedro, bajo la conducción del Espíritu Santo, son argumentos del Espíritu.
1. Cumple la profecía del profeta Joel y es el Señor quien trae salvación (Hch 2,16-31). En realidad lo que está ocurriendo es lo que el profeta Joel anunció, dijo Pedro, y citó textualmente la profecía de Jl 2, 28-32, a través de la cual Dios revela su plan de otorgar las bendiciones espirituales al estado de Israel restaurado, inaugurando el reino mesiánico después del cautiverio babilónico. Pero Israel no cumplió las condiciones. Por eso, la bendición del Espíritu, como promesa y como realidad, pasó a la iglesia cristiana.
La profecía, de acuerdo a la interpretación de Pedro, debía cumplirse en dos momentos específicos: en los últimos días, últimos días de la nación israelita como pueblo de Dios o comienzos de la iglesia cristiana, y antes del día del Señor o día del juicio final. Lo que están presenciando es el primer cumplimiento.
La profecía también informaba cómo se cumpliría el derramamiento del Espíritu Santo: visiones, sueños, profecías. Tomando como base la familia entera —padre, madre, hijos, hijas, abuelos y abuelas, siervos y siervas—, estos dones serían otorgados a todos indiscriminadamente. Lo mismo ocurrirá antes que llegue el día del Señor, antes del juicio final que será precedido y anunciado por señales especiales en la tierra, en el sol y en la luna.
Entre esos dos momentos de la historia cristiana, todo aquel que invocara el nombre del Señor sería salvo. La salvación viene por medio de Jesús, él es el Señor.
1. Fue aprobado por Dios con maravillas, prodigios y señales (Hch 2, 22-23). Jesús de Nazaret —continuó Pedro— fue un hombre aprobado por Dios delante de ustedes. Les mostró su aprobación por medio de las maravillas, los prodigios y las señales que Dios hizo entre ustedes por medio de él. Ustedes lo vieron, fueron los beneficiarios de sus milagros y, por eso, lo saben bien. Sin embargo, sabiéndolo Dios anticipadamente y en armonía con su plan, ustedes lo prendieron, lo mataron y lo crucificaron con la mano de los inicuos. Y ustedes lo saben. Saben bien que ningún mortal, por sí mismo, puede hacer todas esas maravillas. Solo el Hijo de Dios puede. No puede ningún mortal morir como él murió, pero él pudo porque era el Hijo de Dios.
2. Dios lo resucitó (Hch 2, 24-28). Además, Dios lo resucitó. Destruyó los dolores de la muerte pues era imposible que fuese retenido por ella. ¿Por qué imposible? Jesús era el Señor y el Señor tenía poder sobre la muerte. Esta no podía retenerlo.
David lo dijo, y todos ustedes lo saben:
Veía al Señor siempre delante de mí –escribió–, porque está a mi diestra no seré conmovido. Por eso mi corazón se gozó y se alegró mi lengua y hasta mi carne descansará en esperanza. No dejarás mi alma en el hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer los caminos de la vida y me llenarás de alegría en tu presencia (Sal 16, 8-11).
David no se refiere a sí mismo, argumenta Pedro, porque él murió y su cuerpo se corrompió. Solo Jesús de Nazaret puede ser el Mesías porque Dios lo resucitó y su cuerpo no quedó en el sepulcro para corromperse.
3. Es la descendencia de David (Hch 2, 29-32). David fue sepultado y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy, siguió diciendo Pedro. Pero como él era profeta y sabía que Dios, con juramento, le había prometido que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentara en su trono, habiendo visto de antemano lo que le ocurriría, habló de la resurrección de Cristo, el Mesías, que su alma no sería dejada en el Hades ni su carne vería corrupción. A este descendiente de David, Jesús, el Mesías, resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de estas cosas.
4. Jesús subió a los cielos y envió al Espíritu Santo (Hch 2, 33-35). Así que, la conclusión inevitable es esta, dijo Pedro. Ya que Jesús fue exaltado por la diestra de Dios, y valiéndose de la promesa sobre el Espíritu Santo hecha por Dios, derramó esto que ustedes ven y oyen. No fue David quien subió a los cielos, pues él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hch 2, 34-35). Fue Jesús. Y porque él subió al Padre, envió al Espíritu Santo. Sepan bien, todos ustedes, israelitas, que a este Jesús, crucificado por ustedes, Dios lo ha hecho Señor y Cristo.
El diálogo de la conversión: resultados
La argumentación de Pedro, para la mente israelita de la época, fue extremadamente convincente. Unió las profecías mesiánicas, bien conocidas por sus oyentes, con la experiencia que todos los habitantes de Jerusalén habían tenido sobre Jesús y que los extranjeros, llegados allí para asistir a la fiesta, habían oído de ellos desde que llegaron a Jerusalén. Escritura y experiencia personal de los oyentes, integrados por la fe de convicción sólida y atractiva del predicador, bajo el poder del Espíritu Santo, produjeron uno de los mejores sermones de la iglesia cristiana del tiempo apostólico y de siempre. Por eso, generó un diálogo entre Pedro, el predicador, y sus oyentes (Hch 2, 37-42).
“Al oír esto —dice Lucas— se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ‘Hermanos ¿qué haremos?’” (Hch 2, 37).
La convicción de Pedro, sustentada por el Espíritu Santo, clara y sin vacilaciones, con respecto a Jesús como Señor y Mesías, produjo convicción en sus oyentes. Los convenció de que Jesús, en verdad, era el Mesías. La convicción, cuando auténtica, siempre se manifiesta en acciones. Por eso, lo primero que pensaron los oyentes de Pedro, cuando se convencieron, fue:
¿Qué haremos? Procedían de muchos lugares del mundo, dispersos y distantes, pero eran todos judíos.
¿Era esa una pregunta legalista o no? Sería muy superficial someter a juicio la reacción de gente cuyo corazón fue tocado espiritualmente por el poder del Espíritu Santo. No, ciertamente no pedían una religión de salvación por obras. Querían responder a Jesús de una manera total. Por eso, Pedro no argumentó con ellos. Simplemente cubrió, con su respuesta, la totalidad de la persona humana: lo interno y lo externo.
El apóstol les dijo que se arrepintieran —atendiendo así la parte espiritual de ellos— y que se bautizaran. De este modo, demandó una acción externa y visible. La religión cristiana no es un misticismo espiritual cuyo contenido y expresión total se reducen a lo que está dentro de la persona cristiana. Abarca sus capacidades espirituales internas y sus acciones externas, sin despreciar una ni otra. El cristianismo es una religión para la persona entera. El bautismo tenía que ser en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados y para la recepción del Espíritu Santo. La promesa del Espíritu Santo no era solo para los apóstoles o dirigentes. Era para todos los cristianos.
“Para ustedes es la promesa, —dijo Pedro— para los hijos de ustedes y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llame” (Hch 2, 39).
Esto, naturalmente, incluía los llamados en el tiempo de los apóstoles y en todos los tiempos que vinieran después de ellos. Ocurre que, sin la presencia del Espíritu Santo, no es posible, para nadie, nunca, vivir el cristianismo con autenticidad. Y no existe un cristianismo hipócrita. Pueden existir cristianos hipócritas, pero el cristianismo como tal, como creencia y modo de vida, como imitación de la persona entera de Jesús, no puede ser falso. Sin embargo, para que ese cristianismo sea una realidad en la persona creyente, esta necesita la acción del Espíritu Santo en su vida. Acción por presencia real. El Espíritu Santo no realiza acciones virtuales. Todas ellas son reales, hechas a la medida de la persona cristiana individual: en ella y con ella, para el éxito en su vida, para el servicio de la misión y para gloria de Dios.
El punto de partida para una vida cristiana genuina es el arrepentimiento como acción de arrepentirse.
Arrepentirse implica saber lo que es el arrepentimiento y transformar ese conocimiento en vida además de experimentar un cambio de corazón, abandonando el corazón de piedra y adquiriendo un corazón de carne, por obra del Espíritu Santo, donde él escribe las leyes de Dios y todo el estilo de vida aprobado por Jesús. Es un cambio del estilo de vida propio, egoísta y perdedor por el estilo de vida cristiano, centrado en Cristo, altruista y vencedor, para servir a los demás y para glorificar a Dios.
Cambian los pensamientos y las actitudes con respecto al pecado y a la justicia. Ya el pecado no produce placer sino tristeza y rechazo. La sola insinuación de su presencia provoca una especie de asco espiritual, náusea, repulsión. Una repugnancia que nace de las vísceras espirituales más íntimas de la persona arrepentida. También esa repulsión, en sí misma, es obra del Espíritu Santo.
El arrepentimiento produce un cambio de la mente y de la conducta. Modifica los pensamientos y las acciones. La justicia se torna una atracción y un gozo, porque el pecador arrepentido la posee por regalo de Jesucristo, como justificación; y la vive, por obra del Espíritu Santo, como santificación.
A la predicación siguió el testimonio.
“Con otras muchas palabras —escribió Lucas— Pedro testificaba y los exhortaba diciendo: Sean salvos de esta perversa generación” (Hch 2, 40).
El resultado del primer sermón fue extraordinario. “Los que recibieron su palabra —agregó Lucas— fueron bautizados y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hch 2, 41).
Un crecimiento asombroso. Unas horas antes eran ciento veinte, después de la predicación, en el día de Pentecostés, tres mil ciento veinte. Un aumento de 2500 por ciento. Además de eso estaba la calidad de vida espiritual y comunitaria que vivían esos nuevos cristianos. Lucas la describe con el verbo perseverar: continuamente dedicados a Cristo y a sus prójimos, con intenso esfuerzo, enfrentando cualquier clase de dificultades que pudieran surgir.
Perseveraban en cuatro actividades o experiencias clave de la vida cristiana (Hch 2, 42).
1. En la doctrina de los apóstoles. No significa que los apóstoles hubieran inventado una nueva doctrina, propia de ellos, diferente de las enseñanzas del pasado. Tampoco era un credo. El llamado Credo de los Apóstoles, derivado del Antiguo Credo Romano (s. IV), adquirió su forma actual en los siglos VII y VIII. La doctrina de los apóstoles estaba basada en la palabra de Dios y era la misma doctrina del Señor (Hch 13, 5.7.12). La recibieron directamente de Jesús y a través del Espíritu Santo. Por eso era autoritativa y confiable como la Escritura.
Los nuevos cristianos perseveraban en oír y en practicar la enseñanza de los apóstoles. Cada vez que un apóstol predicaba o enseñaba, ellos estaban presentes. Nunca faltaban a las reuniones de la naciente iglesia, sino que perseveraban en ellas.
2. Perseveraban en la comunión unos con otros. Vivían en koinonía con la íntima relación que se produce, en un grupo pequeño, cuando todos tienen igual derecho a un regalo común o a una herencia recibida. Esa asociación dura hasta que el regalo o la herencia se haya repartido. Después, se deshace el grupo. Solo que la integración de los cristianos se producía por Jesús, el regalo de Dios, otorgado a todos los que creían. Cuanto más se repartía, más presente estaba entre ellos, más personas se agregaban a ellos, y el grupo, por permanecer en él, se consolidaba como grupo para siempre.
El modo de perseverar en este compañerismo era doble: siempre estaban con Jesús y siempre lo compartían con otros.
3. Perseveraban en el partimiento del pan. Entre los judíos, partir el pan significaba comer las comidas normales de cada día. Perseverar en el partimiento del pan, según esto, podría significar que muchas veces comían juntos disfrutando de una integración comunitaria muy rica. Más tarde, cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.
Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.
1. Perseveraban en las oraciones.
Todos oraban constantemente. Cada uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.
Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.
El Espíritu conduce la acción de los dirigentes
Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.
Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.
cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.
Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.
1. Perseveraban en las oraciones. Todos oraban constantemente. Cada uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.
Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.
El Espíritu conduce la acción de los dirigentes
Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.
Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.
El Espíritu Santo en acción
Un día todo cambió para él, sin tiempo en el tiempo, instantáneamente. El cojo había pasado, casi todo el día, repitiendo su rutina diaria. Lo trajeron temprano, lo convirtieron en un don nadie que mendigaba, lo dejaron junto a la puerta llamada La Hermosa (Hch 3, 1-10). Nombre desconocido. Ninguna descripción del templo, bíblica o extra-bíblica, la menciona. Los eruditos han tratado de identificarla con alguna de las puertas, ya que se conocen los nombres de todas ellas, pero en vano. Símbolo de la vida anónima que vivía el cojo. Lo único seguro es que se trataba de una entrada al templo y que el cojo era dejado en esa entrada, sin nunca haber podido entrar en él. No iba allí para adorar a Dios. Iba para pedir limosna.
A las tres de la tarde, ese día, el cojo de nacimiento, inmóvil por cojo y por atrofia de sus músculos sin actividad durante cuarenta años, vio a dos hombres que se aproximaban. No sabía que eran dirigentes de la iglesia. No los conocía. Ni le importó eso. Siguió su rutina. Extendió la mano hacia ellos y les suplicó una limosna.
¿Cuánto esperaba de ellos? Su agotada imaginación no produjo cifra alguna. Lo que fuera. Siempre ocurría lo mismo. Los pocos que le daban algo, lo hacían como de paso, sin detenerse, sin mirarlo siquiera. Solo miraban su mano y, colocando la limosna en ella, entraban en el templo.
Pedro y Juan se detuvieron. Fijando los ojos en él, Pedro le dijo: “Míranos”. Los miró. Su atención concentrada en ellos, seguro de que le darían algo. “No tengo plata ni oro”, le dijo. Y el ciego bajó su mano sin esperar ya nada. “Mas lo que tengo te doy”, continuó Pedro (Hch 3, 4-6a).
De nuevo, sus emociones reactivadas, sintió que, después de todo, algo le darían. No sería mucho, pero ¿cuál era la diferencia? Todos le daban poco. Aunque poco fuera, sumando todos los pocos del día, algo tendría en la tarde.
“En el nombre de Jesucristo de Nazaret —continuó diciendo Pedro— levántate y anda” (Hch 3, 6b).
Algo extraño ocurrió en la mente del cojo. Olvidó la limosna. Olvidó sus expectativas, tan limitadas, tan rutinarias, tan tristes. Olvidó las monedas del día. Todo cayó en el olvido y una especie de luz, nunca antes vista por él, penetró los rincones oscuros, abandonados y solos de su mente cansada y sin vida. ¿Caminar? Nunca aprendió a caminar. Nunca pudo. ¡Caminar! Sintió que la mano de Pedro tomaba la suya y una fuerza firme y gentil, levantaba su cuerpo, sin que el peso ni el tiempo resistieran en nada. Se afirmaron sus pies. Sus tobillos, herrumbrados y viejos, nunca activados, muertos, se llenaron de vida, con fuerza y con acción, con movimiento. Saltó. Quedó erguido su cuerpo y anduvo.
La nueva luz de su mente se hizo un grito de gozo. No lo detuvo su espacio, tan limitado y tan fijo; no lo detuvo el prejuicio. Entró en el templo con ellos. Él ya no era un mendigo de puertas afuera. Se había convertido en un adorador de puertas adentro, en el templo. Andando y saltando alababa a Dios con el gozo más libre; con la libertad más alegre; con la alegría más suelta, más contagiosa, más fuerte.
Todo el pueblo lo vio, lo reconoció, antes cojo y limosnero, ahora saltando y alabando a Dios. Llenos de asombro, espantados, también ellos alababan a Dios, como si ellos mismos hubieran recibido el milagro.
Consecuencias del milagro conducidas por el Espíritu
Además de la reacción en la gente, el milagro produjo otras consecuencias más amplias y más influyentes, consecuencias positivas multiplicadas por el Espíritu Santo.
Primera consecuencia: el segundo discurso de Pedro ante la multitud. Esta vez, en la puerta de Salomón. Objetivo: el mismo del milagro, glorificar a Jesucristo como Dios (Hch 3, 13b-15).
Segunda consecuencia: testimonio de los apóstoles ante el Sanedrín (Hch 4, 1-22). Esta ocasión ofreció la oportunidad para responder la pregunta: ¿con qué poder, o en qué nombre han hecho ustedes esto? Lucas, en su relato afirma: “Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo...” y sigue el relato de todo el testimonio (Hch 4, 7-8).
Tercera consecuencia: toda la iglesia unida ora pidiendo valentía para predicar y Dios responde su oración: ¿Cómo? Enviando su Espíritu Santo. Lucas lo informa de la siguiente manera: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hch 4, 31).
El Espíritu Santo conducía la acción de los dirigentes de la iglesia y también la acción de sus miembros para que todos tuvieran la osadía espiritual necesaria y el poder divino indispensables para la predicación del evangelio.
El Espíritu en la elección de los siete
La acción del Espíritu conduciendo a los dirigentes de la iglesia vuelve a aparecer en la elección de los siete, más tarde llamados diáconos. La instrucción que los apóstoles dieron a los miembros, en cuanto a quiénes elegir, incluyó la acción del Espíritu Santo en ellos. “Busquen, pues, hermanos, de entre ustedes a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría a quienes encarguemos de este trabajo” (Hch 6, 3).
El Espíritu Santo condujo la experiencia de la iglesia
La manera como el Espíritu condujo y conduce la experiencia de la iglesia se ejemplifica en Hechos de los Apóstoles con la vida y la misión de Pablo. Pablo es el personaje humano central en la segunda mitad del libro de Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo sigue siendo el actor divino, siempre presente, como en la primera mitad. La historia de Pablo abarca toda su obra, desde la conversión hasta el final de su vida.
Cuando Ananías, discípulo residente en Damasco (Hch 3, 10), se encontró con Saulo en esa ciudad, después de la visión que Pablo tuvo en el camino, le dijo: “El Señor Jesús que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hch 9, 17).
La idea de llenar la persona de Pablo, como cualquier persona, expresa el concepto de conducción de la personalidad entera, por consentimiento. Esta metáfora compara el cuerpo humano con un vaso. Cuando el vaso está lleno no existe ningún espacio vacío en él. Y el consentimiento elimina las reservas de espacio para uso propio. La persona entera está disponible para el Espíritu y el Espíritu la ocupa de manera total. Hay algo más en el vínculo del Espíritu con la persona que lo recibe de manera total. El Espíritu trae con él a Cristo y a la iglesia.
Cuando, en medio de su ciego error y prejuicio, se le dio a Saulo una revelación del Cristo a quien perseguía, se lo colocó en directa comunicación con la iglesia, que es la luz del mundo. En este caso, Ananías representa a Cristo, y también representa a los ministros de Cristo en la tierra, asignados para que actúen por él. En lugar de Cristo, Ananías toca los ojos de Saulo, para que reciba la vista, coloca sus manos sobre él, y mientras ora en el nombre de Cristo, Saulo recibe el Espíritu Santo. Todo se hace en el nombre y por la autoridad de Cristo. Cristo es la fuente, la iglesia es el medio de comunicación.
Sobre la base de este nuevo vínculo —con Cristo y con la iglesia, por medio del Espíritu Santo— Pablo adquiere una nueva misión, diferente de la extraña misión perseguidora que lo conducía a Damasco. Dios la informa a Ananías cuando lo envía a encontrarse con Saulo. Lucas dice lo siguiente: “El Señor le dijo: ‘Ve, porque instrumento escogido me es este para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de reyes y de los hijos de Israel’” (Hch 9, 15).
En ese instante, gracias a la presencia del Espíritu en él, Pablo lo tiene todo: Jesús, la iglesia, la misión y el poder espiritual necesario para ejecutarla.
Conducción del Espíritu Santo en la misión a los gentiles
El lugar donde la misión a los gentiles, los no creyentes, vivió su mayor impulso, fue Antioquía de Siria. Allí llegó Bernabé, “varón bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11, 24ª). Tuvo un éxito extraordinario: “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hch 11, 24b). Luego, invitó a Pablo, desde Tarso, donde estaba y durante un año enseñaron juntos en Antioquía. Como resultado, según el registro inspirado de Lucas: “El Espíritu Santo dijo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’” (Hch 13, 2).
Así se expandió el evangelio por Asia Menor y por Europa. El Espíritu realizó todas las actividades en la misión del equipo misionero de Pablo: algunas de ellas son notables.
El Espíritu ayuda a distinguir y reprimir la conducta engañosa y la maldad
Así ocurrió en el caso de Barjesús, también llamado Elimas, el mago, en Pafos, al comienzo del primer viaje misionero, cuando quiso desviar del evangelio a Sergio Paulo, procónsul romano.
“Entonces Saulo —informa Lucas— que también es Pablo, lleno del Espíritu Santo, fijando en él los ojos, le dijo: ‘¡Lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor?’” (Hch 13, 9-10).
El Espíritu ayuda a resolver problemas sobre doctrina
Ocurrió cuando algunos cristianos judíos, provenientes de Jerusalén, visitaron Antioquía y trataron de imponer la circuncisión entre los conversos gentiles. Pablo y sus asociados se opusieron. Hubo una gran disputa entre ellos. Los dirigentes de la iglesia convocaron un concilio general con representantes de todas las iglesias para estudiar el asunto. Se reunieron en Jerusalén en el año 49 d. C. En el concilio hubo una amplia discusión sobre el asunto (Hch 15, 7). Los principales argumentos utilizados fueron los siguientes:
1. Experiencias de aceptación guiadas por el Espíritu (Hch 15, 7-11). Caso específico recordado por Pedro: Cornelio, el centurión de Cesarea (Hch 10, 7-48). La intervención de Pedro ante el Concilio, de la siguiente manera:
Después de mucha discusión —cuenta Lucas—, Pedro se levantó y les dijo: ‘Hermanos, ustedes saben cómo ya hace algún tiempo Dios escogió que los gentiles oyeran por mi boca la palabra del evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros (Hch 15, 7-8).
El Espíritu tomó la iniciativa en la aceptación de los gentiles.
El argumento era contundente. ¿Podría haber una señal de aceptación mayor que la presencia del Espíritu Santo en ellos? Dios había hablado, por medio del Espíritu, en la propia experiencia de la iglesia. El poder no estaba en la experiencia como tal, ni la revelación surge de la vida histórica de la iglesia, como si hubiera en ella algún tipo de magisterio especial equivalente a la revelación de Dios o semejante a ella. No es eso lo que dice Pedro. Él da importancia a la intervención de Dios, por medio del Espíritu, en ella.
2. Realización de señales y maravillas. Este fue el argumento de Pablo y Bernabé. Lucas no registra nada del discurso de ellos. Solo resume su contenido: “Entonces, toda la multitud calló —dice— y oyeron a Pablo y Bernabé que contaban cuán grandes señales y cuántas maravillas había hecho Dios por medio de ellos, entre los gentiles” (Hch 15, 12).
Así como la presencia del Espíritu Santo, según Pedro, había mostrado la aprobación divina en la experiencia vivida con Cornelio en Cesarea, las señales y maravillas que Dios hizo entre los gentiles demostraban que los había aceptado.
3. Las Escrituras aprueban la aceptación de los gentiles. El último en hablar fue Jacobo o Santiago, el hermano de Jesús, líder de la iglesia en Jerusalén. Habló con la prudencia de un verdadero presidente del concilio. El presidente preside, coordina, integra. No dicta. Eso lo hacen los dictadores. Muy acertadamente resumió los argumentos de Pedro y agregó el suyo, en la misma dirección de los anteriores (Hch 15, 13-18). Citó palabras del profeta Amós acerca de la incorporación de los gentiles la conformación del pueblo de Dios (Hch 9, 11-12).
Luego de oír los argumentos de todos, el Concilio, bajo la conducción del Espíritu Santo, decidió: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros, no imponer sobre ustedes ninguna carga más que estas cosas necesarias” (Hch 15, 28).
Luego, enumeró los asuntos decididos, pero lo más importante es el registro conciliar de sumisión de los delegados a la conducción del Espíritu Santo. Él decide y la iglesia de Cristo decide con él y como él.
El Espíritu Santo conduce el avance misionero en forma directa
Pablo, Silas y Timoteo, en el segundo viaje misionero, planearon seguir
penetrando el Asia Menor. Pero la autoridad del Espíritu Santo se hizo presente. El Espíritu se comunicó directamente con ellos. Lucas lo informa así: “Les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia” (Hch 16, 6).
Hay dos prohibiciones en este sentido. Esta es la primera. ¿Les prohibió predicar en Asia antes de llegar a Frigia y Galacia o cuando estaban en Galacia? Algunos piensan que fue antes. Pero como el verbo griego no coloca el acento en el tiempo sino en la calidad de la acción, uno tiene que prestar atención al carácter terminante de la orden de no continuar predicando en Asia fuera de los lugares donde ya habían predicado, esto es Derbe, Listra, otras ciudades que estaban en el camino, Frigia y Galacia. De ahí en adelante tenían que avanzar hacia otro lugar que el mismo Espíritu Santo les mostraría después.
De hecho, cuando llegaron a Misia, territorio contiguo a Frigia hacia el Oeste, pensaron en avanzar hacia el norte de Asia para predicar en Bitinia, junto al Mar Negro, pero entonces, ocurrió la segunda prohibición del Espíritu Santo. Lucas dice: “Pero el Espíritu no se lo permitió” (Hch 16, 7).
La orden directa del Espíritu Santo era terminante. Tenían que ser fieles al gobierno directo del Espíritu, más aún que la fidelidad manifestada por ellos al gobierno institucional de la iglesia, en lo tocante a los acuerdos del Concilio general de Jerusalén.
Obedecieron. Lucas lo dice claramente: pasaron de largo por el límite de Misia (Hch 16, 8). No entraron en ese territorio. Hacerlo no tenía sentido alguno ya que no podían predicar el evangelio allí. Siguieron adelante abiertos a las indicaciones del Espíritu. Y en Troas, el Espíritu, por medio de una visión, le mostró a Pablo lo que debían hacer. “Un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: ‘Pasa a Macedonia y ayúdanos’” (Hch 16, 9).
Pablo no podía resistirse. ¿Cómo? Si desde su estada en Galacia, el Espíritu Santo lo estaba preparando para ese momento. Le prohibió predicar en Asia. No le permitió ir a Bitinia. Y en ese electrificado instante, como razón y objetivo de todo lo que le había dicho y hecho anteriormente, lo llamó a penetrar Europa. Pablo y su grupo sintieron tan intensamente la importancia crucial del momento que Lucas, al relatar lo ocurrido, a sí mismo se incluyó, por primera vez, en la historia de la iglesia apostólica, diciendo: “Cuando vio la visión, inmediatamente nos dispusimos a partir para Macedonia seguros de que Dios nos había llamado a anunciar el evangelio a los macedonios” (Hch 16, 10).
Bendita seguridad la que el Espíritu Santo transmite con cada orden que pronuncia. Sea en sueños o visiones, sea en fuertes impresiones sobre la mente o en las claras instrucciones de la Escritura Sagrada, siempre otorga una certeza inamovible a los que quieren cumplir la voluntad de Dios y están dispuestos a obedecerlo, en todo, especialmente en el cumplimiento de la misión.
El Espíritu Santo conduce la vida de los convertidos a Cristo
Cuando Pablo llegó a Éfeso, en su tercer viaje misionero, se encontró con un grupo de ciertos discípulos, siete en total, a quienes preguntó: “¿Recibieron ustedes el Espíritu Santo cuando creyeron?” (Hch 19, 2ª). La respuesta escueta y honesta fue: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hch 19, 2b).
Luego, Pablo conversó con ellos sobre Jesús y su obra y después fueron bautizados en el nombre del Señor Jesucristo (Hch 19, 5). A continuación, les ocurrió lo más importante para su vida de santificación y para la acción misionera que, como convertidos, debían realizar. “Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban” (Hch 19, 6).
El Espíritu Santo conduce la voluntad y las emociones del creyente. Cuando en Mileto, Pablo se encontró con los ancianos de Éfeso, entre otras cosas les habló acerca la manera cómo el Espíritu controlaba su voluntad y acerca de la seguridad que le daba en cuanto a los hechos futuros de su vida.
Ahora, bajo la conducción del Espíritu, que controla mi voluntad con su poder, voy yo a Jerusalén sin saber lo que allá me espera. Lo único que sé es que, por todas las ciudades, el Espíritu Santo me asegura que me esperan prisiones y sufrimientos (Hch 20, 23).
El control de la voluntad no es por la fuerza, como una imposición, pero ocurre con toda su fuerza, como una ayuda. Pablo aceptaba su control voluntariamente. En ese sentido, la voluntad del Espíritu y la voluntad de Pablo eran una sola y la misma: la del Espíritu. Por eso, el Espíritu controlaba la voluntad de Pablo.
La seguridad comunicada por el Espíritu es como la seguridad del testimonio. Cuando alguien habla de lo que vio y oyó, no vacila. No tiene dudas y, por no tenerlas, no las transmite. El Espíritu tiene más seguridad que un testigo. Él, como Dios, por ser Dios, sabe todas las cosas del pasado, del presente y del futuro. Por eso, además, posee el poder de la persuasión. La persona que se entrega a él, cumple su voluntad, con el poder que el mismo Espíritu le transmite y posee la capacidad necesaria para controlar sus emociones con la misma fuerza espiritual que el Espíritu le otorga.
El Espíritu Santo conduce la elección de los obispos-ancianos-pastores
A los mismos ancianos de Éfeso, en la misma reunión de Mileto, les dijo:
“Tengan cuidado de ustedes mismos y de todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha puesto como obispos para pastorear el rebaño compuesto por la iglesia de Dios” (Hch 20, 28).
La iglesia los elige, es cierto, pero no por ella misma ni ante sí. Los elige con un sistema creado por el Espíritu, bajo la dirección de Cristo y Dios, y los elige individualmente de acuerdo a sus orientaciones. Nunca sola. El ejemplo clásico está en la elección y ordenación de Pablo y Bernabé en Antioquía cuando fueron enviados a predicar a los gentiles de Asia Menor, primero, y de Europa, después. “Ministrando estos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron” (Hch 13, 2-3).
Conclusiones
El libro de Hechos contiene lo que el Espíritu Santo revela acerca de sus propias relaciones con los apóstoles y con la iglesia. No desarrolla una doctrina sobre la persona del Espíritu Santo. Solo se ocupa de su realidad, de sus acciones y de su intimidad con creyentes, líderes de la iglesia y con la iglesia misma como entidad divino-humana, sujeta a Cristo y a Dios el Padre en el cumplimiento de la misión que ellos le encomendaron.
De esa revelación acerca de sus relaciones surgen varios asuntos de importancia capital para los creyentes, para la iglesia, para su historia, para su administración, para la evangelización, para sus dirigentes y para su experiencia en general ejemplificada por el ministerio de Pablo en su acción misionera. La realizó, desde el comienzo, con la visión más universal que dirigente cristiano alguno de la época haya tenido.
1. Los creyentes, por el Espíritu, pueden obedecer los mandamientos de Jesús que también son mandamientos del Espíritu y pueden testificar de manera convincente por el poder del Espíritu Santo.
2. La iglesia, por la presencia del Espíritu en ella, es testigo de Cristo en todo el mundo, comenzando desde Jerusalén.
3. La historia de la iglesia, por el Espíritu, tiene tres dimensiones:
Primera. Como toda otra institución tiene una historia real: no está basada en mitos ni leyendas ni ideologías sino en hechos realmente ocurridos a través de su existencia, desde la ascensión de Cristo hasta hoy, y, en el futuro, hasta el retorno del Señor.
Segunda. Tiene una historia espiritual. Solo el Espíritu Santo otorga una vida espiritual verdadera a creyentes en forma personal y a la iglesia.
Tercera. Superior a las anteriores, tiene una historia divina, no porque esté integrada por personas santas sino por su vínculo con Cristo, de pertenencia plena, y por su intimidad con el Espíritu Santo, en todos los aspectos de existencia y de su actividad, especialmente en la misión.
4. La administración de la iglesia por el Espíritu adquiere una seguridad superior a la administración de cualquier institución humana. Sus acciones erradas se reducen. Su única posibilidad de errar se encuentra en una acción independiente, acción que puede ocurrir, y ocurre, por simple autoconsentimiento.
5. La evangelización de la iglesia por el Espíritu se torna bíblica y convincente.
6. Los dirigentes de la iglesia, por el Espíritu, adquieren valentía para realizar su obra y eficiencia para ejecutarla bien.
7. La experiencia general de la iglesia, por el Espíritu, es sólida, coherente, y fiel a Dios. Le ayuda a distinguir conductas engañosas y malvadas para rechazarlas; le da el conocimiento de la Escritura, necesario para resolver problemas doctrinales; le permite aceptar que el Espíritu intervenga directamente en sus planes de penetración misionera; la sostiene para vivir la realidad de la conducción directa del Espíritu en la vida de sus conversos; y la ayuda a aceptar que el Espíritu elija a sus dirigentes: ancianos, presbíteros, pastores y otros.
Fuente: dialnet.unirioja.es