Esteban López
El no creyente se queda en este lado; el creyente sin embargo, mira más allá…, porque no puede entender que la trascendencia del ser humano acabe definitivamente con la muerte
Dar sentido a la existencia ha sido el constante empeño del ser humano. De ahí que se diga a menudo que la persona necesita «reinventarse» una y otra vez para seguir dando significado a su vida, incluso en medio de las circunstancias más adversas. En su libro «El verano», Albert Camus (1913-1960) lo expresa muy bien cuando dice:
«No es el flaco absurdo el que encontramos en su universo (el de Esquilo), sino el enigma, un sentido que no podemos descifrar bien, porque deslumbra: una luz en la cual hace millares de años los hombres aprendieron a celebrar la vida hasta en el sufrimiento; y lograr nombrar la cual es quizá el empeño de nuestras vidas antes de morir».
Severo Ochoa de Albornoz (1905-1993) por ejemplo, científico español Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1959, siempre mostró admiración por el misterio de la vida a medida que profundizaba en su quehacer investigador. Su obra es magnífica y su vida ejemplo de dedicación absoluta a la ciencia. Sin embargo poco antes de su muerte dijo, «siento mucho irme de este mundo sin saber exactamente dónde he estado». Lejos de las fáciles respuestas que suelen ofrecer algunas religiones (Ochoa no era creyente), aparece aquí la humildad y sinceridad de un ser humano sorprendido absolutamente por el misterio de la vida.
El doctor Viktor Emil Frankl(1905-1997), psiquiatra y escritor, solía preguntar a sus pacientes aquejados de múltiples padecimientos: «¿por qué no se suicida usted?» Y, muchas veces, de las respuestas extraía una orientación para la psicoterapia a aplicar: a éste, lo que le ata a la vida son los hijos; al otro, un talento, una habilidad sin explotar; a un tercero, quizá, sólo unos cuantos recuerdos que merece la pena rescatar del olvido. En definitiva, cada uno de nosotros puede encontrar su propio sentido a la existencia.
Ernst Bloch (1885-1977), filósofo alemán y autor de la obra «El principio esperanza», tampoco era creyente. Sin embargo, nunca soportó la idea de que la falta de esperanza llevara a un existir sin sentido y de vacío. Dijo de hecho que «la desesperanza es en sí, tanto en sentido temporal como objetivo, lo insostenible, lo insoportable en todos los sentidos”. De ahí que defendiera la trascendencia (en minúscula) para el ser humano en esta vida, abriendo su espíritu a la historia, a la ciencia, a la teología, a la filosofía, a la vida o a la muerte. Lo Trascendente (con mayúsculas) pertenecería según él solo a Dios.
El filósofo español Javier Muguerza (1936) trata muy bien, en un pequeño artículo de la revista Fe y Secularidad, el asunto del sentido de la existencia. Aunque también él suele declararse no creyente, afirma que siempre le ha gustado mirar el otro lado, el de la creencia. En su reflexión, sugiere qué cosa podría ser más importante que la inmortalidad para el ser humano. Dice:
«Pero, ¿quién poseería, en definitiva, la clave del “sentido de la vida”? y, más concretamente, del sentido de nuestra vida? En mi opinión, esta “demanda de sentido”, de sentido “absoluto” o un “último” sentido, personal o colectivo, de nuestras vidas, es todavía más acuciante, o más universalmente compartida por los seres humanos, que la demanda misma de inmortalidad… Lo que difícilmente resisten los seres humanos, ni individual ni socialmente, es que sus sufrimientos, lo mismo que sus alegrías, sus éxitos lo mismo que sus fracasos, sus afectos lo mismo que sus desafectos carezcan de sentido y no signifiquen algo para alguien además de uno mismo, es decir, comenzando por uno mismo pero trascendiendo ese ámbito egocéntrico y abriéndose al otro o a los otros… Incluso convertidos en despojos, los seres humanos perseverarán en esa exigencia y, como escribiría Quevedo, “serán ceniza, mas tendrán sentido” o aspirarán al menos a tenerlo. Y ese sentido de la vida que demandan los individuos lo demandan también las sociedades transformándolo en “sentido de la historia».–Creencia e increencia: un debate en la frontera, Cuadernos Fe y Secularidad, nº 48
Muguerza entrevistó hace años al respetado pensador, también español, José Luis López Aranguren. En cierto momento de la entrevista, Muguerza preguntó a Aranguren si creía él que pudiera haber algo después de la muerte. Su respuesta fue en aquel momento de su experiencia vital, sincera: «No sé. Si me tienta pensar en ello es, más que nada, por la posibilidad de seguirla compartiendo con los seres queridos. Pero habría que dejarlo, me parece, en puntos suspensivos». Muguerza le dijo entonces, «¿lo dejamos pues en puntos suspensivos?” Y la respuesta de Aranguren fue, “Dejémoslo en puntos suspensivos”.
Esa es quizá la diferencia entre el creyente y el que no lo es: los puntos suspensivos. El no creyente se queda en este lado; el creyente sin embargo, mira más allá de esos puntos suspensivos porque no puede entender que la trascendencia del ser humano acabe definitivamente con la muerte. Es como pensaba Johann Gottlieb Fichte. El profesor de filosofía de la religión en la UNED, Manuel Fraijó, explica muy bien su sentir:
«Fichte pensaba que el hombre no puede estar destinado a ser un mero ‘portador de fardos.’ Como Kant, Fichte auguraba al hombre una paz perpetua. Se resistía a que ‘la vida consista en comer y beber, para volver luego a tener hambre y sed y poder de nuevo comer y beber hasta que se abra ante mis pies el sepulcro y me trague, y ser yo mismo alimento que brota del suelo. No me resigno a que todo gire en torno a engendrar seres semejantes para que también ellos coman y beban y mueran y dejen detrás de sí otros seres que hagan lo mismo que yo hice».
«No es necesario acumular trazos patéticos de la vida como el que nos ofrece Fitche. Pero sería fácil hacerlo. Mircea Eliade evoca el ‘terror de la historia.’ Y Bloch se rebelaba, ‘por dignidad personal’, contra la sangrante evidencia de que el hombre ‘acaba igual que el ganado.»–De la sobriedad ética a la esperanza religiosa, Isegoría, revista de filosofía moral y política, nº10.
Y como decía el escritor español Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948): «Cuando Paul de Man estaba en su lecho de muerte, rodeado de alumnos, todos ellos estructuralistas que no dejaban de hablar del estructuralismo, de repente dijo: “¡No puedo más! La única cuestión que interesa es saber si existe o no Dios.» – Entrevista en Crónica Global, 8/4/2019.
Parece claro entonces que el fantasma del absurdo acecha y que a veces se impone. Es entonces cuando para muchos la vida aparece carente de todo sentido. Según Paul Tillich a ello contribuye lo que él llama la «falta de profundidad», es decir, una existencia en la que no hay ninguna clase de espiritualidad y que se vive sin esperanza. Una sociedad en la que impera el reino de la banalidad, el «cinismo de la obviedad», que carece incluso de capacidad de asombro y que se resiste a reconocer con humildad que todo lo que nos rodea nos supera absolutamente porque es en realidad un enorme misterio.
Es ese mismo «Misterio« que le rodea y su propia dignidad personal lo que en realidad interpela al ser humano, lo que le hace sentir que todo su buen hacer y todo el amor plantado para siempre ahí queda, y que merece realmente la pena; eso mismo es lo que da sentido a su existencia, lo que le da plenitud y esperanza, esa a la que no puede renunciar y que siempre espera.
Fuente: womanessentia.com