José Antonio García-Prieto Segura
Y de nuevo me he hecho deudor de la Santísima Virgen
La foto que encabeza este artículo y sugerido su título, dio la vuelta al mundo en un santiamén. Yo vivía por entonces en Roma y recuerdo, como si fuera ahora, el instante en que recibí la noticia, así como la vela de oración convocada para la noche, en la Plaza de san Pedro, con el fin de pedir por Juan Pablo II. En aquellas horas, en un quirófano del Policlínico Gemelli su vida pendía de un hilo; el Dr. Crucitti y su equipo médico la pusieron a salvo, después de casi seis horas de intervención quirúrgica. Los disparos de Alí Agcá, dirigidos al corazón del Papa no alcanzaron su objetivo, pero los proyectiles produjeron abundantísima pérdida de sangre y cinco perforaciones intestinales; una de las balas rozó la aorta abdominal y, de haberla lesionado, la muerte habría sobrevenido como si el proyectil hubiese alcanzado el corazón.
Era el miércoles 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de Fátima. Y de nuevo, mi vivo recuerdo del domingo siguiente, porque se había anunciado la transmisión por Radio Vaticana, de unas palabras del Papa grabadas en el mismo lecho del Gemelli. Me encontraba en la Plaza de san Pedro llena de gente, y después del rezo del “Regina coeli”, oímos su voz trémula y dolorida, con este conmovedor mensaje:
“Sé que estos días, especialmente en esta hora del "Regina coeli", estáis unidos a mí. Emocionado, os doy las gracias por vuestras oraciones y os bendigo a todos. Me siento particularmente cercano a las dos personas que resultaron heridas juntamente conmigo. Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente.
“Unido a Cristo, sacerdote y víctima, ofrezco mis sufrimientos por la Iglesia y por el mundo. A ti, María, te digo de nuevo: ‘Totus tuus ego sum’”.
Sus palabras finales me parecieron un eco de la plegaria de Jesús, desde la Cruz, pidiendo perdón por todos. Juan Pablo II, además de unir sus propios sufrimientos a los de Cristo, perdonaba a su frustrado asesino llamándole hermano, y de nuevo se confiaba a María reiterándose enteramente suyo.
Aprovecho esta fiesta de la Virgen de Fátima y el recuerdo de este suceso, para resaltar la decisiva intervención de la Madre de Dios, que salvó la vida del Papa como él mismo reconoció poco después. En efecto, estando aún en el Policlínico Gemelli, pidió la documentación relativa a los testimonios de los tres videntes de la Virgen, que contenían las palabras y mensajes de María para todo el mundo, y que hacían también alusión directa a “un obispo vestido de blanco”, gravemente herido: obviamente, al obispo de Roma.
Al meditar aquellos testimonios, Juan Pablo II se sintió interpelado en primera persona y pidió preparar un estudio teológico y pastoral de los llamados “secretos de Fátima”, confiados por la Virgen a los tres videntes y que Lucía, la mayor de ellos, había consignado por escrito. Fue el cardenal Ratzinger el principal encargado de realizar ese estudio, dado a conocer ampliamente en el año 2000. En muy apretada síntesis para no alargar estas líneas, me limitaré a ofrecer algunos flashes relativos al atentado y a su providencial e inseparable relación con la Virgen de Fátima.
Hasta cinco meses después, el 7 de octubre de 1981, fiesta de nuestra Señora del Rosario, Juan Pablo II no pudo reanudar las audiencias públicas. En esta ocasión se refirió a la intervención maternal de María en todo lo acontecido. Animo a leer el texto completo de aquella audiencia, de la que solo recojo estas palabras: “Y de nuevo me he hecho deudor de la Santísima Virgen (…). ¿Podría olvidar que el evento en la plaza de San Pedro tuvo lugar el día y a la hora en que, hace más de 60 años, se recuerda en Fátima, Portugal, la primera aparición de la Madre de Cristo a los pobres niños campesinos? Porque, en todo lo que me ha sucedido precisamente ese día, he notado la extraordinaria materna protección y solicitud, que se ha manifestado más fuerte que el proyectil mortífero.”
En mayo de 1982 viajó a Portugal para agradecer a María su protección materna. En Fátima lo volvió a decir: “Vengo hoy aquí, porque exactamente en este mismo día del mes, el año pasado, se daba, en la Plaza de San Pedro, en Roma, el atentado a la vida del Papa, que misteriosamente coincidía con el aniversario de la primera aparición en Fátima, verificada el 13 de Mayo de 1917. Estas fechas se encontraron entre sí de tal manera, que me pareció reconocer en eso una llamada especial para venir aquí. Y es donde hoy estoy. Vine para agradecer a la Divina Providencia, en este lugar, que la Madre de Dios parece haber escogido de modo tan particular. "Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti" -Gracias al Señor no fuimos aniquilados (Lm 3, 22)- repito una vez más con el Profeta”.
En 1983, nuevos hechos inseparables del atentado: el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, Juan Pablo II envió una Carta a todos los obispos del mundo, expresando su deseo de consagrar Rusia al Corazón de María, tal como la Virgen lo había pedido en sus apariciones de Fátima. Y días después, el 27 de diciembre, visitó la cárcel de Rebibbia donde permanecía Alí Agcá, para reiterarle su cercanía y sincero perdón.
Ese mismo año regaló al Santuario de Fátima, para ser engarzada en la corona de la Virgen, una bala extraída por los médicos el día del atentado. Destinada a acabar con su vida, hoy luce en la corona de María. El 13 de mayo del año 2000 Juan Pablo II volvió nuevamente a Portugal; y un mes después, el 26 de junio, se hizo público el tercer secreto de Fátima. En su texto se recoge un extenso comentario teológico del cardenal Ratzinger, referido “a un obispo vestido de blanco”, que en uno de sus pasajes dice así:
“¿No podía el Santo Padre, cuando después del atentado del 13 de mayo de 1981 se hizo llevar el texto de la tercera parte del ‘secreto’, reconocer en él su propio destino? Había estado muy cerca de las puertas de la muerte y él mismo explicó el haberse salvado, con las siguientes palabras: ‘... fue una mano materna la que guió la trayectoria de la bala y el Papa agonizante se paró en el umbral de la muerte”.
Pero de poco servirían estos recuerdos y su dimensión trascendente, si el lector y quien esto escribe, no lo llevásemos al terreno personal y a la entera vida de la Iglesia. En otras palabras: aunque las necesidades de cada uno sean distintas, María como buena madre siempre está dispuesta a acoger y auxiliar a cada hija o hijo suyo como si fueran únicos. Su ayuda la notará cada uno en la medida en que, con cariño filial, acuda y cuente con Ella en el día a día. Entonces, no serán “balas” dirigidas a acabar con nuestra vida corporal las que María desviará; pero sí anulará o debilitará los dardos del demonio, enemigo de Dios, dirigidos a envenenar y hacer morir la vida divina en nosotros. Es lo que, en síntesis, le pedimos en el Ave María: “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y finalmente, si la invocamos como “Madre de la Iglesia” que es, su intercesión hará que “el humo de Satanás entrado por algún resquicio en el templo de Dios” -como dijo Pablo VI pocos años antes del atentado-, no impida la visión clara de los Pastores, ni el respirar hondo de vida cristiana en todos los fieles.