Pedro Estaún
El Padre Damián fue un misionero belga del siglo XIX que marchó a Hawai para cuidar de los leprosos cuando fueron desterrados a la isla de Molokai.
En el año 2005 la nación de Bélgica designó al padre Damián como “el belga más grande de todos los tiempos”. Pero ¿quién era este hombre y cuáles fueron las causas para ser designado con tan alta distinción?
Jozef Van Veuster nació en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840, de una familia de campesinos. De pequeño en la escuela gozaba haciendo obras manuales, casas como las de los misioneros en las selvas; tenía un deseo interior de ir un día a lejanas tierras a misionar. De joven fue arrollado por una carroza y se levantó sin ninguna herida. El médico que lo revisó exclamó: “Este muchacho tiene energías para emprender trabajos muy grandes”. De joven tuvo que trabajar muy duro en el campo para ayudar a sus padres que eran muy pobres. Esto le dio una gran fortaleza y le hizo práctico en muchos trabajos de construcción, de albañilería y de cultivo de tierras, lo que le sería muy útil en la isla lejana donde más tarde iba a vivir.
A los 18 años lo enviaron a Bruselas a estudiar, y dos años después decidió ingresar en la orden religiosa de los Sagrados Corazones en Lovaina, adoptando el nombre de Damián. El ejemplo de san Francisco Javier despertó en él el espíritu misionero. La enfermedad de otro religioso hizo que recayese sobre él un lejano destino: Hawai. En 1863 zarpó hacia su misión y en el viaje se hizo amigo del capitán del barco, el cual le dijo: “yo nunca me confieso. Soy mal católico, pero le digo que con usted sí me confesaría”. Damián le respondió: “Todavía no soy sacerdote pero espero un día, cuando lo sea, tener el gusto de absolverle todos sus pecados”.
El 19 de marzo de 1864 llegó a Honolulú. Allí fue ordenado sacerdote poco después en la Catedral de Nuestra Señora de la Paz. Trabajó en varias parroquias en la isla de Oahu mientras el reino sufría una crisis de salud. Los nativos hawaianos se vieron afectados por enfermedades que, inadvertidamente, llevaron los comerciantes europeos. Miles murieron por la gripe y la sífilis, y por otras enfermedades que nunca antes habían afectado a los hawaianos. Esto incluyó la plaga de la lepra que amenazaba con convertirse en epidemia. Temeroso de que se esparciera esta incurable enfermedad, el rey Kamehameha IV segregó a los leprosos del reino enviándolos a una isla alejada: Molokai.
La ley establecía que quien arribase a aquel rincón de dolor y podredumbre ya no podría salir para no propagar la enfermedad. De ahí que el obispo de Hawai, aunque preocupado por las almas de los enfermos, no se decidiera a mandar a ningún sacerdote. Sin embargo, al conocer la situación de Molokai, Damián solicitó ser enviado entre aquellos enfermos. “Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo”, dijo a su obispo. Unos días más tarde, el 10 de mayo de 1873, ya estaba en Molokai.
El panorama que encontró fue desolador. La falta de medios había hecho del lugar una antesala del infierno: no había leyes, ni hospitales; los enfermos agonizaban en cuevas oscuras e insalubres; pasaban el tiempo ociosos, bebiendo alcohol y en peleas.
La llegada del padre Damián fue un punto de inflexión. La primera misión que se impuso fue construir una iglesia, y después un hospital y varias granjas (los leprosos, con sus miembros casi pútridos, apenas podían levantar una vivienda por sí mismos). Bajo su liderazgo se restablecieron las leyes básicas, se pintaron las casas, comenzaron a trabajar en las granjas convirtiendo algunas de ellas en escuelas y estableció normas de higiene. Además emprendió una campaña internacional para recabar fondos, que comenzaron a llegar de todo el mundo. Pero lo que más le importaba era el alma de sus leprosos. Catequizaba puerta a puerta, los bautizaba, comía con ellos, limpiaba sus pústulas y les saludaba dándoles la mano, para que no se sintiesen despreciados.
En diciembre de 1884 Damián introdujo los pies en agua hirviendo y no sintió dolor. Entonces lo comprendió: él también se había contagiado. Enseguida, se arrodilló ante un crucifijo y escribió: “Señor, por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepto esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo, pero me alegra pensar que cada día que esté enfermo, estaré más cerca de Ti”.
Junto a las ayudas internacionales, llegó también un grupo de franciscanas, con las que empezó a compartir la misión pastoral. En vísperas de su muerte, con los miembros impedidos, escribió a su hermano: “Continúo siendo el único sacerdote en Molokai. Por tener tanto que hacer, el tiempo se me hace muy corto; pero la alegría del corazón que me prodigan los Sagrados Corazones hace que me crea el misionero más feliz del mundo. El sacrificio de mi salud, que Dios ha querido aceptar para que fructifique un poco mi ministerio entre los leprosos, lo encuentro un bien ligero e incluso agradable”.
Al no poder salir de la isla, el sacerdote llevaba años sin poder confesarse. Un día, al acercarse un barco que llevaba provisiones para los leprosos, el padre Damián se subió a una lancha y casi pegado al barco pidió a un sacerdote que allí viajaba, que lo confesara. Y a grito entero hizo desde allí su única y última confesión, y recibió la absolución de sus faltas.
Poco antes de que el padre Damián muriera, llegó a Molokai un barco. Era el del capitán que lo había traído cuando llegó de misionero. Recordó que en aquel viaje le había dicho que con el único sacerdote con el cual se confesaría sería con él. Ahora, el capitán venía expresamente a confesarse con el Padre Damián. Desde entonces la vida de este hombre de mar cambió, mejorando notablemente. También un hombre que había escrito calumniando al santo sacerdote llegó a pedirle perdón y se convirtió al catolicismo.
El 15 de abril de 1889, el padre Damián, el leproso voluntario, cerró sus ojos, ya ciegos, por última vez. El mismo Gandhi dijo de él: “El mundo politizado de nuestra tierra puede tener muy pocos héroes que se puedan comparar con el Padre Damián de Molokai. Es importante que se investigue por las fuentes de tal heroísmo”. En 1994 el Papa Juan Pablo II, después de haber verificado varios milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero, lo declaró beato, y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra. El papa Benedicto XVI le proclamó santo el 26 de abril de 2009.
Fuente: omnesmag.org