6/19/23

Dar razón de nuestra esperanza

Juan Luis Selma

Cuando consideramos que algo es importante lo valoramos y procuramos trasmitirlo. Hace poco hablaba con unos padres jóvenes, estaban encantados con su hija y les salía de modo espontáneo los planes que tenían con ella. En concreto, el padre, que es gran deportista, decía que enseguida la iban a llevar a la piscina, para que supiera nadar, cosa fundamental para su seguridad; y también a artes marciales para que pudiera defenderse. Eso sí, cuando fuera mayor, ya decidiría ella si seguía con estos deportes o no.

Por mucho respeto que tengamos a la libertad de los demás, si los queremos, procuramos darles lo mejor, lo que pensamos que más les puede servir. Cuando experimentamos algo verdaderamente bueno: una película, un restaurante, un libro, lo compartirlo. Diría muy poco de una persona que se guardará para sí lo bueno.

La mejor propaganda de algo es la que pueden hacer los que lo prueban: lectores, pacientes, consumidores, etc. El bien, lo bueno, siempre es apetecible. Atrae. Pero, en muchos casos, hay que presentarlo, ofrecerlo, para que se conozca. Nadie desea lo que desconoce. Cuántas veces hemos probado algún plato nuevo que nos ha gustado o hemos disfrutado de la compañía de alguien que pensábamos que era un pesado. La ignorancia y los prejuicios son obstáculos que nos impiden disfrutar de amistades o de cosas buenas.

Vemos en el ambiente a mucha gente desorientada, infeliz, vacía. En el ámbito laboral se piensa que lo único importante es ganar dinero, medrar en la empresa, lograr la aprobación de los jefes; tener una buena posición para poder gastar. Así piensa que será feliz. Pero este ritmo de vida es un espejismo, no hay tiempo para disfrutar de la familia, para respirar. Se intenta compensar este vacío con largos viajes, con diversiones espectaculares. Pero en lo diario estamos vacíos, sin paz.

Se cree que el amor es sexo, que la felicidad está en relación directa con las con las convulsiones logradas, que lo que llena es mi disfrute. Esto nos encierra en el egoísmo, en la autocomplacencia, olvidando que la sexualidad es fuente de disfrute complaciendo a la persona amada, que además es fuente de vida.

Son tendencia las relaciones efímeras, el “amor” temporal, pasajero. Se considera el compromiso como obstáculo, en vez de verlo como seguro de felicidad. Esto lleva a no luchar por el amor, a no cuidarlo ni defenderlo. Actitud que lleva a la soledad del que no sabe amar.

Leemos en el Evangelio: “En aquel tiempo, al ver Jesús a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”. Ahora también lo vemos. Basta fijarse en quien está sentado enfrente en el autobús o cercanías. Caras taciturnas, somnolientas, malhumoradas. Colas en la consulta del psicólogo o psiquiatra. Gente deprimida. Familias rotas. Niños que se suicidan. Jóvenes marchitos, apagados, con miedo a la vida. Ancianos solos.

Sigue el Evangelio: “Entonces dice a sus discípulos: La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia”. Hoy también son muy necesarios los apóstoles. Todo aquel que ha encontrado la felicidad en Cristo, que se ha topado con “el Camino, la Verdad y la Vida”, está llamado a compartirlo.

Hacen falta apóstoles, profetas no de desgracias sino de venturas. El discípulo de Cristo del siglo XXI está obligado a dar esperanza, alegría, paz. No puede ser un “maestrillo” que repite la lección bien aprendida, sino alguien que se sabe afortunado, querido, privilegiado. Alguien al que le ha tocado “el gordo” de la lotería y está feliz, radiante. Uno que ha experimentado en carne propia la misericordia, el perdón, la luz. Quien puede decir que es feliz a pesar de sus limitaciones, defectos y contrariedades. Un testigo de lo bonita que puede ser la vida con Dios, desde Dios.

Los padres que quieren que sus hijos se sientan seguros, que quieren transmitirles ganas de vivir, sentido a sus vidas, si son creyentes, han de transmitirles la fe, el sentido cristiano de la vida. Y, para que su enseñanza sea eficaz, lo han de hacer con su vida, no solamente con su palabra o llevándolos a colegios católicos o a catequesis. Ellos son los mejores maestros si procuran vivir lo que creen.

“Cuando se ve esta coherencia de vida con aquello que decimos, siempre surge la curiosidad: pero, ¿por qué este vive así? ¿Por qué lleva una vida de servicio a los demás?. Y esa curiosidad es la semilla que recoge el Espíritu Santo y la lleva adelante. Y la transmisión de la fe nos hace justos, nos justifica. La fe nos justifica y en su transmisión damos justicia verdadera a los demás” dice el Papa.

Fuente: eldiadecordoba.es