Alejandro Pardo
«Los intentos de desarraigar al hombre de sus creencias religiosas, de anular o apagar su sed de trascendencia, no han surtido efecto o, al menos, no en el grado esperado»
Después de la deriva secularista de los últimos siglos, algunos pensadores vaticinan una vuelta a la experiencia religiosa. Sin embargo, sus planteamientos parecen entrar en conflicto con la idea de que pueda haber una religión que esté en lo cierto y otras que se equivoquen.
El debate entre fe y razón, religión y sociedad, dogma y autonomía, creencia y libertad adopta en cada época unos matices diferentes, pero se mantiene constante. ¿Es razonable creer? ¿Cuál debe ser el papel de la religión en la sociedad contemporánea? ¿Puede ser el hombre verdaderamente libre si está sujeto a una instancia superior a la que llamamos Dios? ¿Es posible defender algo como una verdad absoluta sin caer en la intolerancia y el fanatismo?
Estas y otras cuestiones semejantes han estado periódicamente presentes en la conciencia humana y en el debate social, si bien cobraron singular protagonismo a partir de la Ilustración. Tras unos siglos de alianza entre trono y altar, en el mundo occidental, donde la religión cristiana era la del Estado y donde no había lugar para la increencia, la humanidad pasó paulatinamente al lado contrario. La rebeldía del hombre moderno y su reivindicación de total autonomía frente a poderes mundanos y espirituales llevó a un nuevo orden político, social y cultural donde la religión no tenía cabida, salvo en la esfera privada y casi por condescendencia. No obstante, los intentos de desarraigar al hombre de sus creencias religiosas, de anular o apagar su sed de trascendencia, no han surtido efecto o, al menos, no en el grado esperado.
Este proceso de des-religiosidad del mundo contemporáneo se ha denominado indistintamente secularismo o secularización. Pueden parecer términos sinónimos y, sin embargo, no lo son. Mientras la palabra secularismo posee una connotación peyorativa, secularización resulta más aséptica y permite un uso positivo. Por secularización entendemos aquí la legítima reivindicación de la autonomía de los asuntos temporales con respecto a los poderes o intereses religiosos: separación entre trono y altar, entre Iglesia y Estado. Equivale a secularidad y se opone a clericalismo, que vendría a ser la invasión de lo civil por parte de las instancias religiosas. Esta intromisión no acarrea la necesidad imperiosa de eliminar toda huella de la religión en la sociedad contemporánea (perenne reivindicación del secularismo), sino más bien el compromiso de respetar las propias esferas de competencia.
«Los intentos de desarraigar al hombre de sus creencias religiosas, de anular o apagar su sed de trascendencia, no han surtido efecto o, al menos, no en el grado esperado»
Hecha esta apreciación, resulta interesante observar un cambio de tendencia que pone en crisis uno de los postulados típicamente pos-modernos, condensado en la máxima «Cuanta más modernidad, menos religiosidad». En efecto, el hombre posmoderno ha logrado deshacerse de las ataduras de la religión, que lo cohíben y reprimen, y vuela a su aire, con las alas de la libertad y la razón. Han sido innumerables los esfuerzos por confirmar la muerte o el eclipse de Dios, por reescribir la historia de Europa sin mencionar siquiera sus raíces cristianas, por lograr una sociedad laica y aconfesional donde cualquier símbolo religioso —en especial si es cristiano— se considera una provocación.
En cambio, en un nuevo movimiento pendular, cobra fuerza entre algunos pensadores y sociólogos la crítica al axioma del antagonismo entre modernidad y religiosidad. Es más, uno de los frutos maduros de la época actual es que el hombre vuelve a creer, y lo hace por decisión propia, no por imposición o por la presencia institucional de la religión en la vida política, social o cultural. Así lo ponen de manifiesto autores como Charles Taylor, Karen Armstrong, Peter Berger o Jürgen Habermas. Con distintos matices propios de sus diferentes puntos de partida —Taylor y Amstrong, inicialmente católicos; Berger, luterano; Habermas, inicialmente posestructuralista—, estos pensadores coinciden en afirmar que, entre los cambios culturales que ha traído la posmodernidad, se encuentra el regreso a la creencia, fruto ahora de una decisión libre y reflexiva. En este sentido, la secularización debe entenderse no solo como la posibilidad de creer o no, sino también de transformar la vivencia de lo sobrenatural en beneficio del propio individuo y de la sociedad. A esto llamamos «orientación ética». Así, la fe se vuelve valiosa porque inspira el actuar del hombre y le proporciona un sentido en medio de un mundo al que mira desencantado. A nivel político y social, la religión ofrece unos criterios de comportamiento éticos. Al fin, ese vivir «como si Dios no existiera» (Grocio), propio del secularismo más radical o ateo, parece dejar paso a unos nuevos aires en los que, dentro de la asfixia inmanentista, el hombre intenta conseguir unas bocanadas de oxígeno trascendente. El eclipse o muerte de Dios da paso nuevamente a la sed de Dios.
Renunciar a lo irrenunciable
Así pues, a la pregunta «¿Es razonable creer?» estos autores no dudan en responder afirmativamente, lo que contraviene uno de los principios posmodernos más consolidados. Y respecto de la segunda cuestión que planteábamos —cuál debe ser el papel de la religión en la sociedad de ahora—, subrayan su función de suplencia de la filosofía moderna en el ámbito moral. Eso sí: el carácter positivo de ambas respuestas tiene como contrapartida una renuncia a lo irrenunciable.
En efecto, tras estos postulados se esconde una visión aguada y condescendiente de la fe, que desemboca en un pacífico subjetivismo relativista. Para estos autores, la fe no entraña ninguna pretensión de verdad. Es más: cuanto más dubitativa, más veraz (Taylor); cuanto más light, más políticamente correcta (Armstrong); cuanto más pluralista, más social (Berger); cuanto más trascendente, más deficiente como verdadero conocimiento (Habermas). Se trata, pues, de una fe zero-zero, acomodada, desnaturalizada, sin entidad dogmática, de la que solo interesa su dimensión práctica, performativa. Al desligarlas de la verdad, las creencias son de por sí opinables. La duda se instala como actitud vital, aunque, en lugar de conducir a la desesperación y al nihilismo, promueve la religión como una especie de sucedáneo existencial (tranquilidad psicológica y preocupación social). Ahora bien, al no poderse hablar de una sola religión verdadera, el pluralismo de creencias se vuelve necesario para la convivencia social. En resumen: esta pretendida recuperación de la legitimidad de la creencia acaba, en el fondo, en el mismo punto que la situación anterior, negando la fe y la religión. Si en el movimiento precedente la religión debía ser un asunto a lo sumo privado (o reducido a la sacristía), ahora se permite su manifestación social, siempre y cuando nadie se sienta ofendido.
«Al desligarlas de la verdad, las creencias son de por sí opinables. La duda se instala como actitud vital, aunque, en lugar de conducir a la desesperación y al nihilismo, promueve la religión como una especie de sucedáneo existencial»
En otras palabras, la sed de trascendencia que ha provocado el desierto de filosofías inmanentes se intenta paliar con un sentimiento pseudo-trascendente, que proporciona un cierto alivio vital o existencial: facilita sentirse bien con uno mismo (feel good) y hacer lo correcto (do the right thing). Se trata de una especie de buenismo superficial, que incluso tiene expresiones caritativas o solidarias (dimensión comunitaria de esa sed de trascendencia), pero que no resiste los embates de situaciones críticas ni ofrece una razón profunda de esperanza.
De lo dicho hasta ahora podría deducirse la respuesta de estos autores al resto de preguntas que antes mencionábamos. La primera de ellas —«¿Puede el hombre ser verdaderamente libre si existe Dios?»— carece de sentido, ya que propiamente no existiría un solo Ser superior, sino varios (un dios a la medida de cada uno). No es el hombre quien gira alrededor de Dios, sino Dios quien se acomoda al hombre, sin comprometer o amenazar la autonomía del género humano. Es el hombre quien decide creer, y creer en la medida en que le conviene. De igual modo, la siguiente pregunta —«¿Cabe defender algo como una verdad absoluta sin caer en la intolerancia y el fanatismo?»— resulta fuera de lugar desde el momento en que no se admite ninguna verdad última, objetiva, y en que el pluralismo relativista se convierte en cláusula de convivencia social.
«La sed de trascendencia que ha provocado el desierto de filosofías inmanentes se intenta paliar con un sentimiento pseudo-trascendente, que proporciona un cierto alivio vital o existencial»
¿Cómo se puede argumentar en contra de este planteamiento desde una postura cristiana o, mejor aún, católica? Tiempo antes de que se publicaran las obras de Taylor, Berger, Habermas o Armstrong, algunos sociólogos como Pierpaolo Donati y teólogos como Joseph Ratzinger, Leo Scheffczyk y José María Galván habían afrontado ya este cambio de paradigma posmoderno. Estos últimos autores coinciden en afirmar que la cerrazón del hombre en el horizonte de su inmanencia, fruto de la modernidad, ha tenido como efecto la carencia de sentido de su existencia histórica. Los sistemas filosóficos y culturales emanados de la Ilustración se han demostrado incapaces de resolver los interrogantes radicales del ser humano. De ahí que el hombre posmoderno se haya visto obligado a elegir entre la búsqueda desesperada de un sistema inmanente de redención en la línea de lo expuesto por los autores mencionados al principio, o la renuncia definitiva a cualquier tipo de respuesta a los interrogantes radicales del ser humano y su acontecer histórico, como es el caso del llamado pensiero debole.
En este sentido, como indican con acierto Donati y Galván, el síntoma más claro que permite captar la diferencia entre la modernidad y la posmodernidad es el tipo de relación que se establece entre inmanencia y trascendencia. Mientras que en la primera la trascendencia se veía como un ámbito de dominio objetivo, la segunda entiende necesario establecer un vínculo relacional con ella. La dimensión religiosa de la persona deja de ser un dato supuesto o preestablecido para pasar a ser un status adquirido a través de la libre elección. Si para los modernos la religión debía ser subjetivizada y Dios despersonalizado, para los posmodernos es la misma idea de Dios la que se subjetiviza, y la religión —al menos en cuanto a creencias y comportamientos— comienza a socializarse, tal y como la interpretan estos representantes del nuevo secularismo a los que nos referíamos antes.
Zonas de encuentro
En este punto, que podríamos denominar «el descubrimiento de la dimensión sacra o religiosa de lo secular», entroncan tanto la corriente secularista —representada aquí por Taylor, Berger y Habermas— con la secularizadora (en el sentido positivo que mencionábamos al inicio), promovida por la Gaudium et spes y presente desde entonces en el Magisterio de la Iglesia, y a la que también cabría adscribir a los autores católicos anteriormente citados. La diferencia entre ambas corrientes la explica bien otro teólogo, Martin Schlag: mientras la secularidad que proclama Taylor se basa en un humanismo autosuficiente, la propuesta por el Vaticano II se basa en un humanismo trascendente.
Volvamos a las preguntas que hemos planteado aplicándoles el enfoque del encuentro entre el pensamiento católico y el llamado nuevo secularismo. Ambas corrientes coinciden en la apertura de lo secular a la dimensión trascendente y difieren en el fundamento y en su grado de apertura. Sin embargo, se distinguen en un punto fundamental: su aproximación a la verdad. Mientras el nuevo secularismo aboga por el subjetivismo religioso y el relativismo de los dogmas de fe y las normas morales, la Iglesia católica ha defendido siempre la existencia de una verdad trascendente y última, que fundamenta la compatibilidad entre la fe y la razón. Como explica muy bien Ratzinger, el cristianismo es la síntesis entre fe y razón, y por ello mismo no puede tratarse como «una religión más», sino la religio vera. Frente a las antiguas creencias mitológicas o naturales, el cristianismo significó un triunfo de la racionalidad de la religión, de la desmitologización, y con ella una victoria del conocimiento y de la verdad, que por su misma fuerza había de ser considerada universal. Fue precisamente esta síntesis entre razón y fe la que transformó el cristianismo en una religión global. Y no solo por su coherente racionalidad, sino también porque no se quedaba en una simple teoría ética, sino que conducía a una praxis moral.
«Mientras el nuevo secularismo aboga por el subjetivismo religioso y el relativismo de los dogmas de fe y las normas morales, la Iglesia católica ha defendido siempre la existencia de una verdad trascendente y última»
¿Por qué hoy en día encontramos esta dificultad para entender la razón y la fe como compatibles? O, en palabras de Raztinger, «¿por qué racionalidad y cristianismo se presentan hoy como contradictorios e incluso como excluyentes?». El propio Ratzinger confirma la respuesta: porque no existe certidumbre acerca de la verdad sobre Dios, sino solo opiniones. El pluralismo religioso que invocan los nuevos secularistas, basado en un falso ethos de la tolerancia, implica una verdad por consenso; o, mejor dicho, una imposibilidad de saber la verdad, ya que cada cual está capacitado o dispuesto para conocer solo una parte. La única vía de salida posible es recuperar la primacía de la razón, y su capacidad de alcanzar la verdad última y objetiva. Y junto con ella, la del amor —que se destila como consecuencia de la anterior— como recuerda Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est. Defender la verdad y testimoniarla mediante la propia vida es expresión auténtica de la caridad, que todos los hombres perciben en su interior.
Así, pues, y siguiendo de nuevo a Ratzinger, si en medio de esta crisis posmoderna se quiere recuperar el sentido del cristianismo como religio vera, se debe apostar tanto por la ortopraxia como por la ortodoxia. Bien (amor) y verdad (razón) coinciden como pilares fundamentales de las relaciones humanas: «La razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera», tal y como sintetiza este mismo teólogo. ¿Cuál debe ser entonces el papel de la religión en la sociedad contemporánea? Asegurar en el mundo la permanencia de la verdad y del amor; permitir al hombre que se abra al verdadero conocimiento y que experimente la verdadera caridad.
«Defender la verdad y testimoniarla mediante la propia vida es expresión auténtica de la caridad, que todos los hombres perciben en su interior»
Ahora bien, ¿puede realmente el hombre sentirse libre si está sujeto a una instancia superior llamada Dios? La respuesta cristiana no cae en el falso concepto de libertad ilustrada que mantienen los nuevos secularistas. La libertad de indiferencia —o sea, la capacidad de elegir por igual el bien o el mal— no hace mejor al hombre. Lo que sí lo mejora es su capacidad de elegir el bien sobre el mal. Un bien que existe ajeno a él mismo; un mal que no tiene entidad propia, sino que se entiende como ausencia de ese bien. La compatibilidad entre libertad humana y creencia en Dios, desde el punto de vista católico, es mucho más auténtica y profunda que en el modo de entender del nuevo secularismo, donde en el fondo Dios está sujeto a la decisión libre del hombre. Tras la pretensión de ser entera y radicalmente libre, sin unas verdaderas coordenadas trascendentes —como explica Ratzinger—, el hombre cae en una idea de divinidad que es profundamente egoísta: se convierte en su propio dios. Y cuando esto sucede, como la historia ha demostrado una y otra vez, el hombre se deshumaniza. Libertad sin Dios equivale a libertad sin verdad. Y sin verdad, el hombre acaba destruyéndose a sí mismo y al mundo que le rodea. Tampoco el verdadero amor se sostiene.
«Tras la pretensión de ser entera y radicalmente libre, sin unas verdaderas coordenadas trascendentes —como explica Ratzinger—, el hombre cae en una idea de divinidad que es profundamente egoísta: se convierte en su propio dios»
Una última cuestión queda pendiente de respuesta: ¿puede defenderse una sola religión verdadera sin caer en la intolerancia y el fanatismo? Parece claro, según lo visto hasta ahora, que la tolerancia es un valor irrenunciable de la modernidad. En este caso, ¿es compatible la fe cristiana, manifestación de esa religión verdadera, con la modernidad? ¿No debería el cristianismo reducir sus pretensiones de verdad única y absoluta para reconciliarse con el pensamiento moderno y posmoderno? Tal y como hemos visto, justo esto es lo que ha hecho el nuevo secularismo pseudo-trascendente, en su afán por asegurar la paz social (pluralismo de creencias). Es de nuevo Ratzinger quien explica que la fuerza de la religión cristiana a lo largo de la historia ha arraigado en la firme unión de logos (verdad) y agapé (amor), que conduce al ethos más coherente y humano, garantía de la verdadera paz social. En el cristianismo, verdad y amor se identifican. Y esta proposición, comprendida en toda su profundidad —y al margen de algunas equivocadas actuaciones históricas—, es la suprema garantía de la tolerancia.
Con todo, esta nueva apertura hacia lo trascendente del pensamiento posmoderno presenta un lado positivo: el hombre admite la dificultad de vivir y de sostener un mundo solidario sin la idea o presencia de Dios. En este movimiento de apertura, se puede volver a enlazar la historia con la trascendencia en clave relacional, como apuntan Donati o Galván, insistiendo primero en la concepción de Dios como amor y en el esfuerzo por hacer experimentable al hombre esta definición fundamental de la divinidad. Una vez logrado, el siguiente paso sería hacer visible la íntima relación que el bien tiene con la verdad. Al fin y al cabo, no se pueden mantener unas enseñanzas éticas universales sin tener la certeza acerca de su verdad.
Fuente: nuestrotiempo.unav.edu/es