José Antonio García-Prieto Segura
Parece que el secularismo se ha hecho dueño de las políticas y nada importa, solo lo que ellas se proponen
Hace muy pocos días el Monte del Gozo ha vuelto a ser noticia en diversas publicaciones y redes sociales. Medio mundo sabe dónde está y qué significa ese Monte, porque desde hace siglos, millones de peregrinos llegados a Santiago de Compostela, han podido contemplar desde la altura del Monte y llenos de gozo, las torres de la Catedral donde podrían rezar ante la tumba del apóstol Santiago, meta de su largo caminar.
Allí, el 19 de agosto de 1989 un peregrino excepcional, el Papa Juan Pablo II, en víspera de la Jornada Mundial de la Juventud, se dirigía a los cientos de miles de jóvenes -peregrinos como él- llegados desde los cinco continentes. En recuerdo de aquella visita las instituciones ciudadanas decidieron erigir un monumento conmemorativo. En la persona del Papa santo, sintetizaban la figura de los incontables peregrinos que desde mediados del siglo IX hicieron el Camino. Este monumento ha sido la manzana de la discordia y el motivo por el que el Monte del Gozo ha saltado de nuevo a los medios informativos.
El paso del tiempo fue deteriorando los materiales del simbólico monumento y la Xunta de Galicia, informó en enero de 2020 sobre su intención de intervenir. Fuentes de la administración autonómica dijeron que “la estructura interna era irrecuperable”, y habría que “reordenar el espacio y mejorar el mirador”.
En marzo de 2021 se iniciaron los trabajos y pocos meses después el monumento había desaparecido, incluyendo la cruz que lo coronaba, con una concha de vieira en el centro y dos figuras de peregrinos bajo sus brazos. En el suelo solo yacían las cuatro grandes planchas metálicas, representativas de la peregrinación de Juan Pablo II.
El deseo de restaurar un monumento simbólico no debería ser, en principio, motivo de discordia sino más bien de aplauso y agradecimiento. ¿Entonces…? En este caso, las numerosas voces de discordia suscitadas, no lo han sido lógicamente por el hecho de restaurarlo, sino por intuir que tras esa propuesta latía el intento de hacerlo desaparecer por completo, pretextando la “reordenación del espacio” y la creación de “un espacio simbólico”, según dijeron las autoridades, pero sin especificar más el contenido de esas expresiones.
Por esto, la Asociación Española de Abogados Cristianos en agosto pasado pidió a la Xunta que se repusiera el monumento y mencionó la posibilidad de iniciar un procedimiento contencioso. Transcurridos tres meses para que la administración diera una respuesta, la mencionada Asociación ha hecho efectiva su avanzada posibilidad del contencioso y esto es lo que ha vuelto a dar actualidad al Monte del Gozo.
Los usuarios de las redes han manifestado numerosas opiniones al respecto. He leído las suficientes como para comprobar que las hay de todos los gustos y colores. Entre las más serenas y abiertas me ha parecido que una intuía bien el meollo del tema; la formulaba una mujer, Ana María, y decía así: “Vivo en Argentina, pero me siento absolutamente identificada con el pesar que esto significa. Por aquí sucede lo mismo con los símbolos cristianos y nuestras raíces y costumbres. Parece que el secularismo se ha hecho dueño de las políticas y nada importa, solo lo que ellas se proponen.”
En su escueta formulación, pienso que esta mujer ponía el dedo en la llaga, apuntando al principio de la “libertad religiosa”: un derecho que, por parte de la autoridad civil, debe dejar amplios espacios de expresión a los sentimientos y opciones de toda persona, sean cuales fueren sus creencias, siempre que estas respeten los diferentes modos de pensar de otros, la dignidad de la persona, el bien común y el orden social.
No se trata, en consecuencia, de suprimir sin más ni más esas mediaciones monumentales, artísticas, o del tipo que fueren, siguiendo la actual moda de la “cancelación” de símbolos, efigies, sucesos históricos, etc. El hecho de que no gusten o se piense de modo contrario a lo que esas realidades suponen o representan para otros, no es razón para hacerlas desaparecer.
La libertad religiosa pide respetarlas y, en su caso, argumentar serena y razonadamente por qué no se comparte ese modo de pensar y, eventualmente recurrir a otros símbolos y manifestaciones externas conformes al propio juicio. Pero siempre, sin enfrentamientos destructivos del modo de pensar o expresarse del oponente, por el hecho de no ver la realidad como él la ve y expone según su personal consideración.
En un artículo reciente me he referido a un caso similar, de una propuesta nacida en Bruselas para suprimir la palabra “Navidad” en las felicitaciones de las pasadas fiestas. En esta ocasión hasta el papa Francisco se pronunció abiertamente contrario, razonando con claridad su rechazo y divergencia.
Es cierto que palabras, monumentos, efigies…, son símbolos y por eso mismo debemos ir más allá: hasta las realidades que representan o rememoran. Estas últimas son las que tocan el corazón de la persona y, según el trato dado a las mediaciones simbólicas, los sentimientos más íntimos de quienes las proponen y defienden serán respetados o, por el contrario, quedarán heridos.
Volviendo al peregrino Juan Pablo II, borrar el recuerdo de su presencia en el Monte del Gozo -si se consumara la desaparición del monumento-, no sería suficiente para justificar el título de este artículo, porque quizá no se llegaría a las lágrimas. Pero sí supondría muy dolorosa infamia para multitud de creyentes y también para muchas personas de buena voluntad que, sin ser cristianos, valoran el testimonio de hombre íntegro y universal del Papa polaco.
Más aún: considero que no sólo sería motivo de propio pesar, sino que muchos también lo sentirían -me incluyo entre ellos- por aquellas personas que, quizá sin valorar bien las realidades que están en juego, hubieran contribuido con su granito de arena, por su propuesta o voto decisivo, a la desaparición de esa memoria, minando así una manifestación más del derecho a la libertad religiosa. A la postre, sería un obstáculo más para la serena convivencia social, en un ambiente de armonía y respeto, que siempre debe primar a pesar de las humanas y lógicas divergencias.