Enrique Gª-Máiquez
La envidia, ay, es una marca de la inferioridad: quien no envidia pertenece a un noble linaje
Albert Camus vivió una infancia tan pobre en Argelia que no tenía dinero ni para llevar zapatos. Su madre, viuda y analfabeta, se ganaba la vida limpiando casas. Camus fue, no obstante, muy feliz con su familia. Escribió: “Junto a ellos, lo que sentí no fue la pobreza, ni la indigencia, ni la humillación...; ante mi madre siento que pertenezco a un noble linaje: el que no envidia nada”. Uno lee esa frase y siente –qué trallazo de emoción– su profunda verdad. El resto de mi artículo consistirá en racionalizar por qué es tan verdad, así que quizá no le haga falta a usted seguir leyendo, sobre todo si ya pertenece a tan noble linaje.
En la envidiable falta de envidia, hay una nobleza que se impone por sí misma. Lo atestiguan los expertos. Dante dice, chulito, que es el pecado de todos que él menos tenía. Rémi Brague considera que el Decálogo es “un código de honor” y lo argumenta así: “Resulta clarísimo que es el conjunto de cosas —no mentir, no robar, no envidiar, etc.— que un caballero no hace jamás, obviamente”. El filósofo francés no da puntada sin hilo: uno de los ejemplos principales que pone es no envidiar, como es lógico. Nuestro marqués de Tamarón, en su novela El rompimiento de gloria, nos deja esta lección a Saturnino, el protagonista aldeano al que unos apolíneos aristócratas educan y adiestran: “—No, Sátur —me replicó inclinándose un poco hacia mí en la silla de pino —tú no puedes sentir envidia. Tienes que cumplir con tu deber de depositario. Tienes que dar y contar”.
Se acerca al meollo de la cuestión, pero es Ortega y Gasset el que lo desvela del todo. Élite, aristócrata o noble es el que se exige a sí mismo cumplir su misión o su vocación o su destino personal e intransferible. Tiene que extraer su mejor yo de la piedra que ahora es, como Arturo extraía su Excalibur y sólo él podía hacerlo.
El auténtico noble no envidia. No tiene tiempo. Sabe que su papel es único y suyo exactamente igual que si fuese un título. “No hay otro yo en el mundo”, decía don Quijote. Envidiar es distraerse, equivocarse, desear una vida que, aunque objetivamente parezca mejor, no lo es, porque no es la tuya. La madre de Albert Camus no envidiaba a nadie porque cualquier otro destino implicaba no ser la madre de Albert. El noble linaje de quien no envidia vive concentrado en el cumplimiento de su aventura. La que nos tienen reservada los siglos, como también nos enseñó don Quijote.
Fuente: diariodecadiz.es