9/30/23

Los dos hijos

Domingo 26.º del Tiempo Ordinario (Ciclo A).


Evangelio (Mt 21,28-32)

¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña”. Pero él le contestó: “No quiero”. Sin embargo se arrepintió después y fue. Se dirigió entonces al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: “Voy, señor”; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?

— El primero — dijeron ellos.

Jesús prosiguió:

— En verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros con un camino de justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las meretrices le creyeron. Pero vosotros, ni siquiera viendo esto os arrepentisteis después para poder creerle.

Comentario

La escena del Evangelio se sitúa en el Templo de Jerusalén. Jesús estaba allí enseñando a la gente y se acercaron unos príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo, interrumpiéndolo de malos modos y pidiéndole explicaciones acerca de quién le había dado poder para llevar a cabo lo que hacía (cf. Mt 21,23-27). Estos personajes pensaban que sólo ellos estaban capacitados para enseñar al pueblo la ley de Dios, como intérpretes auténticos de la voluntad divina y guías del pueblo elegido por el Señor.

Jesús les responde con una parábola que se ajusta a una temática con una gran tradición en Israel: la distinta reacción de dos hermanos ante un mismo hecho. Los relatos acerca de Caín y Abel, Ismael e Isaac, o Esaú y Jacob eran bien conocidos por aquellos hombres. En este caso, uno de los hermanos presume de querer cumplir la voluntad del padre -como esos personajes que se enfrentan a Jesús-, pero sin embargo no lo hace. En cambio, el otro manifiesta públicamente su rechazo a hacer lo que el padre les ha pedido -como cualquier pecador, que actúa en contra de la ley divina- pero luego recapacita, se arrepiente, y cumple la voluntad de su padre.

Entonces, y ahora, no faltan personas que no tienen nada contra Dios, pero su respuesta a los requerimientos divinos es tan desganada que, a la menor complicación, ya no hacen aquello que debían y, además, se consideran suficientemente excusados de hacerlo. Su práctica religiosa es tan rutinaria que no les inquieta lo más mínimo dejar al margen de sus vidas lo que para Dios es importante.

Las palabras de Jesús son una invitación a reaccionar. “Tú y yo -decía san Josemaría- hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña. Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces. Quizá en alguna ocasión nos rebelemos -como el hijo mayor que respondió: no quiero-, pero sabremos reaccionar, arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al cumplimiento del deber”.

Jesús conoce bien el corazón humano, y se hace cargo de las dificultades y conflictos con los que hemos de enfrentarnos cada día, tanto en la propia interioridad -la tensión por vencer la pereza o la desgana- como en el ámbito familiar, profesional o entre amigos -el estar más atentos a qué hacen los demás que a ocuparnos de hacer bien lo nuestro, aunque otros no lo hagan. Como observa el Papa Francisco mencionando entre otras esta escena, Jesús “conoce las ansias y las tensiones de las familias incorporándolas en sus parábolas: desde los hijos que dejan sus casas para intentar alguna aventura (cf. Lc 15, 11-32) hasta los hijos difíciles con comportamientos inexplicables (cf. Mt 21, 28-31) o víctimas de la violencia (cf. Mc 12, 1-9)”[2]. Dios se hace cargo de nuestras dificultades, pero aguarda con paciencia nuestra rectificación y nuestra respuesta generosa como la del hijo rebelde.

La conclusión de la parábola tiene palabras fuertes: “en verdad os digo que los publicanos y las meretrices van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios” (v. 31). Esto es, los que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cerca del Reino de Dios que muchos que se llaman cristianos pero que son indolentes. Piensan que ya hacen suficiente, y no dejan que el arrepentimiento de sus culpas ni el amor de Dios toque sus corazones.

Fuente: opusdei.org


9/29/23

Laudate Deum. El buen uso de la naturaleza contra la degradación ambiental y humana

Antonino Piccione

Laudate Deum, que se publicará el día de la fiesta de San Francisco de Asís, el 4 de octubre, pretende integrar los temas de Laudato si, publicada en 2015.

El título de la próxima Exhortación Apostólica del Papa Francisco será Laudate Deum. Así lo anunció el propio Pontífice el pasado jueves 21 de septiembre (la noticia no fue dada a conocer hasta el lunes por Vatican News), durante un encuentro con algunos rectores de universidades latinoamericanas. Entre los temas tratados estuvieron las migraciones, el cambio climático y la exclusión.

El Papa instó a los responsables de las universidades a ser creativos en la formación de los jóvenes partiendo de las realidades y desafíos actuales. Los rectores plantearon al Papa preguntas sobre cuestiones medioambientales y climáticas a las que respondió señalando la deplorable “cultura del usar y tirar o cultura del abandono”.

Explicó que se trata de “una cultura del mal uso de los recursos naturales, que no acompaña a la naturaleza a su pleno desarrollo y no la deja vivir”. Esta cultura del abandono -dijo- nos perjudica a todos”.

Laudate Deum, que se publicará el día de la fiesta de San Francisco de Asís, el 4 de octubre, pretende integrar los temas de Laudato si, publicada en 2015. El mismo día de la solemne apertura de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y de la conclusión de la Fiesta de la Creación (también conocida como Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación).

La fiesta de San Francisco de Asís fue también la fecha de publicación de la encíclica Fratelli Tutti.

La reflexión sobre la cultura del despilfarro, que encontrará un tratamiento más amplio y específico en las páginas del documento anunciado, parte de lo que el Santo Padre denuncia como “una falta de educación para utilizar las cosas que quedan, para rehacerlas, para sustituirlas en el orden del uso común de las cosas”.

Integrar a los descartados

Al animar a un “buen uso de la naturaleza”, que incluya acciones prácticas que puedan ayudar al medio ambiente, Francisco señaló cómo la degradación medioambiental puede llevar a otro tipo de “degradación”, a saber, en el modo en que tratamos a los demás, especialmente a aquellos que ya viven con menos recursos.

Las palabras del Pontífice fueron duras: “Los descartados, los marginados, son hombres y mujeres, pueblos enteros que dejamos en la calle como basura, ¿no es así? Debemos ser conscientes de que utilizamos la riqueza de la naturaleza sólo para pequeños grupos a través de teorías socioeconómicas que no integran la naturaleza, los descartados’.

En el trasfondo, pues, está la llamada a la ecología humana, formulación utilizada por primera vez por el Papa Benedicto XVI, con reverberaciones sobre la defensa de la vida y la dignidad humana.

Y la llamada al mantenimiento de los “valores humanísticos” y a la promoción del “diálogo fraterno”. Sin olvidar la vocación más noble de la persona humana, la política. “En el sentido más amplio del término. (…) Tener apertura política y saber dialogar con madurez con los grupos políticos, la política no es una enfermedad, en mi opinión es la vocación más noble de una sociedad, porque es la que lleva adelante los procesos de desarrollo”.

En este sentido, el Papa instó a las universidades a crear redes de sensibilización. A uno de los participantes dijo: “Y en este punto usted utiliza una palabra muy hermosa, que es organizar la esperanza”.

“Recuperar y organizar la esperanza”, dijo Francisco, “me gusta esta frase que usted me ha dicho y no se puede dejar de considerarla en el contexto de la ecología integral, en esta dimensión según la cual los jóvenes de hoy tienen derecho a un cosmos equilibrado y tienen derecho a la esperanza, y debemos ayudarles a organizar esta esperanza, a tomar decisiones muy serias a partir de este momento”.

Tras subrayar la importancia de una “cultura regenerativa” frente a la “cultura de la desposesión”, fruto envenenado “de una crisis económica que no siempre está al servicio del desarrollo de los más necesitados”, Francisco abogó por alternativas que ayuden a superar la crisis medioambiental y puso como ejemplo el uso de paneles solares para suministrar electricidad al Aula Pablo VI y otras zonas del Vaticano. “Tenemos que ser muy creativos en estas cosas para proteger la naturaleza” porque obviamente la electricidad se hace a base de carbón u otros elementos, que siempre crean problemas en la propia naturaleza y “los jóvenes que formamos deben convertirse en líderes en este punto, convencidos.”

Fuente: omnesmag.org


9/28/23

Jean-Luc Moens: “Yo no quiero ir al cielo sin mi mujer”

Leticia Sánchez de León

Jean-Luc Moens es un laico, padre de familia, conocido en todo el panorama carismático católico.

Matemático, casado y padre de siete hijos, Jean-Luc Moens, es miembro de la comunidad del Emmanuel, una de las comunidades carismáticas de la Iglesia católica. En una entrevista concedida a Omnes, nos cuenta cómo vive esta llamada de Dios en medio del mundo con las particularidades de la comunidad a la que pertenece.

Leticia Sánchez de León en omnesmag.com

Fue el primer moderador de Charis, institución erigida el 8 de diciembre de 2018 por voluntad del papa Francisco y que reúne a diversas entidades carismáticas de la Iglesia Católica en todo el mundo.

Durante su mandato como moderador, Moens defendió la importancia de una experiencia espiritual auténtica, la unidad entre los miembros de la comunidad carismática y la colaboración con otras realidades de la Iglesia católica.

En el año 2021 dejó su cargo como moderador de Charis para ocuparse de su familia y, especialmente de su hija, que en ese periodo enfermó gravemente.

¿Cómo está su hija?

– Igual. Tuvo una embolia, se le paró el corazón. No está claro por qué ocurrió, pero durante un tiempo no se encontraba bien, y un día se cayó al suelo, delante de su hija. Mi hija le dijo a la suya en ese momento: “llama a la ambulancia”. Cuando llegó la ambulancia se le paró el corazón. Le hicieron -como es normal en estos casos- la maniobra de reanimación, solo que se la hicieron durante 45 minutos…. tenía en ese momento 42 años.

Cuando aún estaba en coma después de la primera embolia su marido la abandonó. Mi hija se quedó sin nada: perdió su cuerpo, su marido, su casa, sus hijos, su trabajo. Lo perdió todo. Ahora tiene una hemiplejia (parálisis de la mitad del cuerpo) del lado izquierdo; y tampoco le funciona bien la pierna derecha.

Además, el ictus le dañó el cerebro y ha perdido la memoria inmediata, olvida las cosas recientes. En algún momento, hablando con sus hijos, les dice: “¿Qué tal el colegio?” -y le cuentan- y al cabo de una hora, la misma pregunta: “¿Qué tal el colegio?”. Es muy duro para ellos porque no entienden lo que pasa.

Al principio, mi mujer y yo buscamos un lugar donde pudieran acogerla y atenderla bien, con todas las particularidades que la enfermedad conlleva, pero todas eran residencias para personas mayores y ella es tan joven…así que transformamos nuestra casa para que pudiera vivir con nosotros. Pusimos todo eléctrico para que pudiera abrir las puertas, un ascensor para que pudiera subir al segundo piso, etc.

Todo esto lo cuento para decir que, a pesar de todo, sé que Dios me ama. Y veo en esta situación un plan de Dios para mí. No se si veremos ese plan aquí en la tierra, pero sin duda lo veremos en el cielo. Hay que pensarlo así, porque si no, es imposible seguir adelante.

Santa Teresa de Lisieux siempre decía en sus cartas: “Jesús me ha enviado este sufrimiento, gracias Jesús”. Todo esto hace crecer nuestra fe. Sin fe es difícil afrontar las dificultades. Lo que el Señor nos da para vivir, es también para dar testimonio y esperanza, porque debemos esperar.

Cuando Jesús pregunta a sus apóstoles: “¿Quién decís que soy yo?” Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, y Jesús le responde como diciendo: “Bien hecho, mi Padre te ha inspirado esto”. Pero luego añade -“Ahora tengo que ir a Jerusalén para ser rechazado, encarcelado, crucificado…” y entonces Pedro dice: “Ah no, eso no”.

Nosotros somos como Pedro: queremos un Cristo glorioso, pero no aceptamos un Cristo crucificado. Y ésta es también nuestra vocación. Porque todo cambia si vemos nuestra vida como un todo. Puede que viva 80 u 85 años o que muera mañana, pero no es el final.

Yo veo el tiempo en la tierra y el tiempo después de la muerte de una manera matemática: el tiempo en la tierra es un tiempo limitado que está insertado en un todo infinito, la “intemporalidad”. Lo importante es observar nuestra vida como un todo, de manera que lo que vivo ahora encontrará su sentido y su recompensa en la segunda parte.

A propósito del infinito, usted es matemático. Ésta idea del infinito, el concepto de eternidad, ¿Cómo la entiende? ¿Cómo se puede aceptar ese tiempo infinito, eterno, al que todos aspiramos?

– Decía alguien “La eternidad es muy larga, sobre todo al final” (se ríe). Yo pienso mucho en la eternidad: los humanos vivimos insertos en un tiempo concreto, y no tenemos la capacidad de imaginar cómo es la eternidad.

Pero, como matemático, me lo explico de la siguiente manera: Vivimos en tres dimensiones: la primera dimensión es lineal, es el tiempo, como una línea horizontal. Si añadimos una segunda dimensión, una línea vertical, tendríamos el espacio. Y con esas dos condiciones de tiempo y espacio cabe que exista el movimiento, la tercera dimensión. Si salimos por un momento de esas tres dimensiones (espacio, tiempo y movimiento) y vemos todo desde fuera, estaríamos en una cuarta dimensión, y si estoy fuera de estas dimensiones, lo veo todo en un instante.

Así es Dios para nosotros: está fuera del espacio-tiempo y lo ve todo en un instante. La eternidad es un instante y un presente que nunca termina. Pero es un presente, no una espera.

Porque si pensamos en la eternidad como un tiempo que no acaba, no querríamos ir, porque nos parecería aburrido. Dicho esto, sigue siendo un misterio a los ojos humanos.

Matemático, casado, con 7 hijos y 13 nietos. Su vocación fue tardía. ¿Qué es para usted la vocación?

– Llamada. “Vocare” es “llamar”. Estoy convencido de que Dios llama a cada uno con un plan único. Dios nunca hace las cosas en serie, cada uno es único. ¿Qué es la santidad? Es llegar a ser lo que Dios quiso que yo fuera. El santo es el que realiza plenamente su vocación.

Carlo Acutis decía: “Todo el mundo nace original y desgraciadamente mueren como fotocopias”. El santo es el que sigue siendo original, y ésa es nuestra vocación.

Para mí la vocación no es sólo saber si me casaré, si seré sacerdote, etc. Ciertamente, es parte de la vocación, pero la vocación es también mi lugar en la Iglesia, lo que el Señor me pide, mi misión, cómo estoy llamado por Él a servir -a servirle- en el mundo. En este sentido existe una infinidad de vocaciones, y eso es lo bonito. Claramente la realización de mi vocación es estar casado, ser padre, abuelo, etc., pero también mi vocación es evangelizar, dar a conocer a Dios.

La vocación implica algo más amplio, más extenso y que yo acepto libremente. No es que Dios me haya llamado y me haya puesto sobre unos raíles como el tren que sigue un camino preestablecido y no se sale de los raíles. Cuando uno toma otra ruta que quizá no es la que Dios quiere para él, Dios adecúa su plan de alguna manera.

También me siento muy afortunado de vivir en esta época de la Historia. Porque en este tiempo, después del Vaticano II, como laico, puedo estar seguro de que mi vocación es la santidad. Como laico, he sido evangelizador toda mi vida.

Hace 45 años hablé con un sacerdote, y le dije: “Me gustaría ser misionero”, y me dijo: “Pero usted está casado y tiene hijos, eso es imposible”. Pero fue posible. Fui elegido para evangelizar a tiempo completo. ¡Qué gracia tan inmensa! Todos estamos llamados a ser testigos de la Fe en el mundo, pero yo tuve la gracia de poder hacerlo a tiempo completo, en comunidad. Y esto es un regalo de Dios en mi vida que le agradezco todos los días.

Esta “llamada”, esta misión que menciona, se hace realidad en su vida a través de la comunidad a la que pertenece, la Comunidad del Emmanuel. ¿Cuál es el carisma de esta comunidad?

– Como cualquier carisma es difícil de explicar en pocas palabras, pero podemos decir que la base es la efusión del Espíritu Santo. Y esta efusión ha cambiado mi vida. Yo era cristiano porque nací en una familia cristiana: iba a misa todos los domingos y rezaba las tres avemarías junto a mi cama cada noche, nada más. Después, recibí la efusión del Espíritu Santo y empecé a tener una relación personal con Dios, con Jesús. Jesús se convirtió en una persona para mí, con quién hablo mucho. Y al que también intento escuchar (se ríe).

Nuestra comunidad nació de la efusión del Espíritu Santo y, junto a eso, son importantes los momentos de convivencia fraterna con los demás miembros de la comunidad. De hecho, la vocación del Emmanuel es dar a conocer a Dios a todos los hombres, lejanos o cercanos a la Iglesia. Sus miembros se comprometen juntos a vivir la adoración, la compasión por los necesitados, la evangelización, la comunión de estados de vida (laicos, sacerdotes, consagrados juntos) y la especial devoción a Teresa de Lisieux para avanzar en el camino de la santidad.

Porque ¿Cómo habla el Espíritu? A menudo nos gustaría oír la voz de Dios: “Jean Luc, tienes que hacer esto”, pero normalmente no es así. Yo he oído la voz de Dios en mi vida, pero lo normal es escuchar a los hermanos y Dios habla a través de los hermanos.

A mí siempre me gusta hacer una comparación. ¿Qué es un carisma comunitario? Es como un cóctel. La Iglesia es como una bodega donde están todos los ingredientes, todos ellos pertenecen a la Iglesia. Cada comunidad coge ciertos ingredientes en cantidades diferentes.

Por ejemplo, si se coge el ingrediente de la pobreza, la evangelización, el amor a la Iglesia, y se mezcla bien, tenemos a los franciscanos. Si añadimos la predicación, el estudio, tenemos a los dominicos; y si cogemos la efusión del Espíritu Santo, la vida fraterna, la adoración, la compasión por los pobres…lo mezclamos todo bien et voilà: la Comunidad del Emmanuel. Que es única. Pero en todo cóctel hay un líquido de base o ingrediente principal: para nosotros es la efusión del Espíritu Santo y la vida fraterna.

Un carisma comunitario es, de hecho, un camino hacia la santidad. Yo entré en una comunidad para ser santo, nada menos. Quiero ser santo. Y con nuestro carisma particular y junto con mis hermanos, y a través de los otros elementos que ya he mencionado, recorro un camino de santidad, pero, que dura una vida obviamente, no es que cuando entré, me hice santo, es un camino y esa es mi verdadera vocación. Y ésto me da una alegría inmensa.

Usted fue moderador de Charis hasta que decidió dejar el cargo por los problemas de salud de su hija. ¿Considera la familia el primer lugar donde se materializa su vocación?

– Desde luego. Mi primer lugar de santidad, de esta llamada, es mi familia, y antes de nada mi mujer. No me casé para estar por ahí haciendo otras cosas. Creo que la vocación a la santidad, sea donde sea, se vive sobre todo en familia; no puedo hacerme santo lejos de mi familia, o a pesar de mi familia.

No, yo puedo llegar a ser santo porque estoy casado, soy padre, soy abuelo, y es ahí donde el Señor me está esperando y, cuando decía que el Señor habla a través de los hermanos, el Señor me habla a través de mi mujer primero de todo, porque no puedo escuchar a los demás y sin escuchar primero a mi mujer.

Creo que hemos llegado a un momento en la historia de la Iglesia en el que esta llamada a la santidad de los laicos, de los casados y de la familia en su conjunto, es cada vez más clara.

Yo veo que empieza a haber conciencia de la santidad familiar: la familia Ulma, por ejemplo, una familia polaca, serán beatificados todos juntos, como una familia: los padres y los seis hijos y también el séptimo niño que estaban esperando.

Otro ejemplo es la familia Rugamba, de Rwanda, -yo estoy ayudando en la causa de beatificación y espero que sean beatificados pronto-, y tantos otros ejemplos que están dejando claro que la vida de pareja es también una llamada a la santidad, y la Iglesia quiere dar esta señal a los casados.

Yo no quiero ir al cielo sin mi mujer. Y quiero que todos mis hijos, incluso mis hijos políticos, todos, vayan conmigo al cielo. Y por eso rezo por cada uno de ellos todos los días.

Fuente: omnesmag.org


Viaje apostólico del Santo Padre a Marsella con ocasión de los "Encuentros del Mediterráneo"

 El Papa ayer en la Audiencia General


Catequesis. 

¡Queridos hermanos y hermanas!

A finales de la semana pasada fui a Marsella para participar en la conclusión de los Rencontres Méditerranéennes, que han involucrado a obispos y alcaldes de la zona mediterránea, junto con numerosos jóvenes, para que la mirada se abriera al futuro. En efecto, el evento de Marsella se titulaba “Mosaico de esperanza”. Este es el sueño, este es el desafío: que el Mediterráneo recupere su vocación, de ser laboratorio de civilización y de paz. 

¡El Mediterráneo, lo sabemos, es cuna de civilización, y una cuna es para la vida! No es tolerable que se convierta en tumba, y tampoco en lugar de conflicto. El Mar Mediterráneo es lo más opuesto que hay al enfrentamiento entre civilizaciones, a la guerra, a la trata de seres humanos. Es exactamente lo contrario, porque el Mediterráneo comunica África, Asia y Europa; el norte y el sur, oriente y occidente; las personas y las culturas, los pueblos y las lenguas, las filosofías y las religiones. Cierto, el mar siempre es de alguna manera un abismo que superar, e incluso puede llegar a ser peligroso. Pero sus aguas custodian tesoros de vida, sus olas y sus vientos llevan embarcaciones de todo tipo. 

Desde su costa oriental, hace dos mil años, partió el Evangelio de Jesucristo. 

Su anuncio, naturalmente, no sucede por arte de magia y no se logra de una vez por todas. Es el fruto de un camino en el que toda generación está llamada a recorrer un tramo, leyendo los signos de los tiempos en los que vive. 

El encuentro de Marsella viene después de otros similares que tuvieron lugar en Bari en 2020 y en Florencia el año pasado. No ha sido un evento aislado, sino el paso adelante de un itinerario, que tuvo sus inicios en los “Coloquios Mediterráneos” organizados por el alcalde Giorgio La Pira, en Florencia, a finales de los ’50 del siglo pasado. Un paso adelante para responder, hoy, al llamamiento lanzado por san Pablo VI en su encíclica Populorum progressio, a promover «un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44).

Del evento de Marsella, ¿qué ha salido? Ha salido una mirada al Mediterráneo que definiría simplemente humano, no ideológico, no estratégico, no políticamente correcto ni instrumental, humano, es decir capaz de referirlo todo al valor primario de la persona humana y de su inviolable dignidad. Al mismo tiempo salió una mirada de esperanza. Esto es hoy muy sorprendente: cuando escuchas los testimonios que han atravesado situaciones deshumanas o que las han compartido, y precisamente de ellos recibes una “profesión de esperanza”. Y también es una mirada de fraternidad. 

Hermanos y hermanas, esta esperanza, esta fraternidad, no debe “volatizarse”, no, al contrario, debe organizarse, concretizarse en acciones a largo, medio y corto plazo. Para que las personas, en plena dignidad, puedan elegir emigrar o no emigrar. El Mediterráneo debe ser un mensaje de esperanza. 

Pero hay otro aspecto complementario: es necesario volver a dar esperanza a nuestras sociedades europeas, especialmente a las nuevas generaciones. De hecho, ¿cómo podemos acoger a los otros, si no tenemos nosotros antes un horizonte abierto al futuro? Los jóvenes pobres de esperanza, cerrados en lo privado, preocupados por gestionar su precariedad, ¿cómo pueden abrirse al encuentro y al compartir? Nuestras sociedades muchas veces enfermas de individualismo, de consumismo y de vacías evasiones necesitan abrirse, oxigenar el alma y el espíritu, y entonces podrán leer la crisis como oportunidad y afrontarla de forma positiva. 

Europa necesita volver a encontrar pasión y entusiasmo, y en Marsella puedo decir que los he encontrado: en su pastor, el cardenal Aveline, en los sacerdotes y en los consagrados, en los fieles laicos comprometidos en la caridad, en la educación, en el pueblo de Dios que ha demostrado gran calor en la misa en el Estadio Vélodrome. Doy las gracias a todos ellos y al presidente de la República, que con su presencia ha testimoniado la atención de toda Francia en el evento de Marsella. Pueda la Virgen, que los marselleses veneran como Notre Dame de la Garde, acompañar el camino de los pueblos del Mediterráneo, para que esta región se convierta en lo que desde siempre ha estado llamada a ser: un mosaico de civilización y de esperanza. 


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a María, Consuelo de los Migrantes, que acompañe el camino de los pueblos del Mediterráneo, para que entre todos construyamos un mosaico de esperanza y fraternidad. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.


Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada estuve en Marsella, donde participé de la conclusión de los “Encuentros del Mediterráneo”. El sueño y el desafío compartido es que el Mediterráneo recupere su vocación de cuna de civilización, de vida y de paz. No podemos permitir que se convierta en una tumba, o que facilite la guerra y la trata de personas. Hace dos mil años, de su costa oriental partió el Evangelio de Jesucristo, para que todos los pueblos conocieran el amor del Padre, que nos llama a vivir en fraternidad. 

Queridos amigos, necesitamos una mirada sobre el Mediterráneo que nos ayude a infundir esperanza en nuestra sociedad, y especialmente a las nuevas generaciones. El evento de Marsella nos ha planteado una mirada humana y esperanzada. Una mirada humana, es decir, capaz de referir todo al valor primario de la persona humana y de su dignidad inviolable. Y una mirada de esperanza, con experiencias y rostros concretos, que nos impulsen a construir relaciones fraternas y de amistad social. 

Fuente: vatican.va


9/27/23

Rob Riemen: «El arte de ser humanos»

José Manuel Grau Navarro

«Para la formación espiritual, para el arte de ser humano», es esencial la lectura permanente de los clásicos

En Nobleza de espíritu, Riemen investigaba sobre la democracia para responder a la pregunta de Sócrates sobre cuál es la mejor forma de vivir. En Para combatir esta era reflexionaba sobre el regreso del fascismo. Ahora, en El arte de ser humanos, Riemen trata de arrojar luz a la esencia de la persona. En la medida en que se aclare lo que es ser humano, se podrá llevar una vida plena y se podrá construir una buena sociedad. Vivir dignamente supone la búsqueda de la verdad metafísica y de los valores espirituales que el individuo debe apropiarse, incluidos el pensamiento crítico y la autocrítica.

La respuesta a las grandes preguntas metafísicas no la pueden proporcionar las ciencias. Las matemáticas no nos ayudarán a combatir la ansiedad y el miedo que produce la certeza de la muerte. La física no nos resolverá nuestros problemas de adicciones… Y sin embargo, para un ser humano cualquiera, la muerte y el sentido de la vida pesan más que todo racionalismo científico.

Ser humano es un arte y radica en la nobleza de espíritu, afirma Riemen. La nobleza de espíritu nos libera de nuestra propia estupidez, de nuestros propios prejuicios, de nuestra propia ignorancia, de nuestros propios miedos. Equivale a lo que Sócrates llama παιδεία (paideía) y los alemanes llaman Bildung. Apunta a formar el carácter, a convertirse en auténtica persona, en vez de simple individuo parte de la multitud.

Ser humanos es «un arte que comienza con la bendición del recuerdo del amor que te dieron» (p. 75). Sabiendo en lo que consiste ser humano se intentará vivir de la mejor manera y se sabrá construir una sociedad justa.

El arte de ser humanos consta de cuatro relatos. El primero se titula «La guerra como aprendizaje: carta a mis estudiantes mexicanos». Riemen describe la búsqueda para conocerse a sí mismo. Se necesita para ello formación. Ayuda aquí la recomendación de Nietzsche, según Riemen: reflexionar sobre nuestros educadores y nuestros formadores. Pero ayuda más aún la consideración de la guerra. «Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo» (p. 81). La guerra es la «desaparición de cualquier rastro de humanidad» y «el campo de batalla del corazón humano, que tiene que elegir entre el valor y la resistencia, por un lado, y la cobardía, la traición y el conformismo obsecuente con los poderes de turno, por el otro» (p. 35).

En la decisión de mantenerse humano, juega una gran importancia la memoria. El recuerdo es nuestra primera y más genuina defensa porque con él reconocemos las fuerzas del mal tan pronto como germinan, y las podemos combatir. La memoria mantiene presente aquello por lo que hay que luchar: «Nuestra democracia liberal, la vigencia de los valores morales universales y de los derechos humanos, y la libertad e igualdad de los individuos» (p. 41).

Riemen relata las experiencias de su tía Lenie en un campo de concentración japonés y lo que la ayudaba: rezar y confiar en Dios (p. 63). ¿Es posible confiar en Dios cuando hay tanto mal en el mundo? Según su tía Lenie, sí. Más aún, hay que «ayudar a Dios» «dando vida»: «Todo lo que es bueno, todo lo que es bello, el amor, la amistad, todo eso es vida. Así es como puedes ayudar» (p. 65).

«Para la formación espiritual, para el arte de ser humano», es esencial la lectura permanente de los clásicos (p. 74). Riemen cita un soneto de Quevedo a este respecto, cuya primera estrofa dice: «Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos […]» (p. 75).

Concluye este primer estudio con un nuevo encomio del recuerdo: «Nada hay más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa paterna» (p. 74).

Estupidez

En el segundo capítulo, «De la estupidez y la mentira», Riemen afirma que la «desolación de no saber nada y el fanatismo del saber único» son las larvas de la estupidez y de la mentira (p. 79). No ayudan las universidades a combatir esas lacras, según Riemen, porque no cumplen con su papel crítico y de búsqueda de la sabiduría (p. 79). Y lo empeora todo el hecho de que especialmente en el terreno político, «la mentira se convierte en el orden mundial» (p. 126). Una cultura no puede estar cimentada «sobre una relación equívoca con la verdad» (p. 131). Para la construcción de una sociedad y de una cultura sanas han de cuidarse el fomento del espíritu humano independiente, el respeto permanente a la libertad, la apertura, la valentía, la responsabilidad, el espíritu crítico y sobre todo el amor a la verdad (p. 135). También una clase con aparente buena Bildung puede ser estúpida, y entonces su estupidez será superior (p. 136).

Si la Iglesia habla de pecado original, Sigmund Freud de alguna manera le da la razón al poner el dedo en la llaga afirmando que un ser humano determinado es menos decente de lo que se piensa. Escribió Freud a propósito de la Primera Guerra Mundial y lo cita Riemen: «¿Creen realmente que un puñado de ambiciosos y farsantes inmorales habría logrado desencadenar todos esos malos espíritus si los millones de seguidores no fueran sus cómplices?» (p. 83). Más aún, como señaló Thomas Mann, entra aquí en juego «la quimera de que el hombre puede salvarse a sí mismo» (p. 124).

La democracia como tal no garantiza ni lo justo ni lo mejor: «Cualquier voluntad colectiva, ya sea la de los votantes en una democracia o la de las autoridades universitarias, siempre tiende a la mediocridad, nunca a las mejores cualidades» (p. 86). Es necesaria la «aristocracia espiritual» (p. 87), hay que saber cuáles son nuestras «responsabilidades» (p. 143), para rescatar el valor de las «palabras importantes», tales como «verdad, amor, fe y eternidad» (p. 93). Son ellas las que pueden juzgar sobre lo que se está gestando en la sociedad, no el análisis científico de una base de datos (p. 96).

La ciencia sola no salva (p. 145). Eso no quita la formulación de dos preguntas pertinentes e inquietantes: «¿Por qué las ciencias naturales saben encontrar soluciones efectivas a los problemas de la física, pero las humanidades, con la filosofía en primer lugar, no son capaces de curar la mente enferma de la sociedad europea?»; «¿no será que las humanidades, además de ser incapaces de curar la profunda crisis de la civilización europea, son, en parte, culpables de esa misma crisis?» (p. 146).

No hay «derecho a la estupidez» ni «a la incompetencia» (p. 152). La universidad actual ha caído en lo woke y «decide qué se puede leer o no, decir o no, pensar o no» (p. 155); ha transformado el concepto de identidad, que ya no se busca en los grandes valores sino en lo que diferencia: sexo, raza, religión, origen, nacionalidad y aspecto físico (p. 156).

Recalca otra vez Riemen que la mentira y la necedad socavan la democracia (p. 157). «Es una equivocación trágica pensar que las instituciones democráticas, o incluso las elecciones libres, garantizan la continuidad de la democracia liberal» (p. 158). La dignidad de la existencia humana consiste en impedir que triunfen «los dos poderes malignos» de la «necedad y la mentira» (p. 160). Y de nuevo, para combatir la estupidez y la mentira una gran ayuda es la lectura de grandes libros, como también recomendaba Thomas Mann (p. 168).

En el tercer estudio, sobre «la valentía y la compasión», Riemen describe el caso Dreyfus, el oficial francés, judío, falsamente acusado de traición, y alaba la actitud valiente de Émile Zola en su defensa. Con ello medita sobre el verdadero papel de los intelectuales. En el último capítulo, dedicado al «miedo y la musa», menciona una cualidad necesaria de todo buen libro, citando a Kafka: «Deber ser el hacha que quiebre el mar helado que tenemos dentro» (p. 216).

Fuente: nuevarevista.net

9/26/23

El trato con los sacerdotes

Alejandro Vázquez-Dodero


Entre los temas de interés de este breve artículo que con cierta periodicidad vengo escribiendo para Omnes, se me ocurría referirme al modo como tratamos a los sacerdotes, y en general a los consagrados.

Es algo que merece atención, la justa, pero la merece. Por ser quienes son, por representar a Quien representan –con mayúscula– pues es al Señor a quien se han consagrado y es a Él a quien quieren mostrar.

Nos referiremos al sacerdote secular, pero cuanto se exponga sería aplicable mutatis mutandis al religioso y, en general, a cualquier persona consagrada.

La condición, sagrada, del sacerdote

El sacerdote debe contar la cercanía, el cariño, la simpatía, de todo el mundo. Debe lograr un trato natural, sencillo, espontáneo. Pero al mismo tiempo debe saber que representa a Jesucristo, que es puente entre Dios y el hombre; y a esa causa, solo a esa, se debe.

Esto precisamente requiere prudencia, requiere evitar cualquier equívoco. Por parte de quien trata con un sacerdote debe haber siempre esa mirada no solo humana, pues, como decimos, tiene esa especial consideración por su condición sagrada. Por supuesto, como decíamos, que hay que mostrar afecto, cercanía, apertura, pero no es posible quedarse solo en eso ni solo en el plano humano.

La pregunta clave a formularse cuando tratamos con un sacerdote sería: “¿buscamos entonces a Cristo?”. Esa actitud dará forma al modo de tratarle, de mirarle, de presentarnos ante él, de quererle. La relación con el sacerdote siempre debe estar enfocada a un apoyo fraternal o guía espiritual, que es eso lo que aquél nos procurará.

Trato informal. ¿Sacerdote, monseñor, padre, cura…?

Ciertamente, según la cultura de que se trate, y según los tiempos, el trato con el sacerdote es uno u otro. Hay donde se le denomina sacerdote, tal cual, por ser su misión el trato de lo sagrado; y donde se le prefiere llamar cura –porque cura las heridas del alma dada su mediación entre Dios y el hombre–; o padre –al ejercer la paternidad espiritual de las almas que atiende–.

¿Y cómo saludarle informalmente? Lo propio sería el uso de términos como apreciado o estimado, según haríamos con cualquier persona que mereciera nuestro respeto y consideración.

En algunas zonas de Europa se acostumbra a usar el “don + nombre”. El uso de “padre + nombre” quizá sea más propio de países anglosajones o latino-americanos. Y ello por más joven que sea el sacerdote.

En el trato informal cabe tutearle, por supuesto, pero por lo anteriormente dicho cada uno debería hacer un ejercicio de consideración y determinar si ello preservaría la naturaleza o finalidad propia del trato con el sacerdote a la que ya hemos hecho mención.

Hay, sin embargo, quien prefiere tratar al sacerdote de usted y con expresiones no tan próximas, sin que ello implique distanciamiento o falta de naturalidad.

Obviamente la manera de presentarnos –que incluye la manera de vestir– y la comunicación gestual, deben tener presente la condición del sacerdote, que, según hemos referido, requiere el respeto que requiere.

En cuanto al trato de las mujeres con los sacerdotes, san Juan Pablo II, en su carta de 1995 a los sacerdotes, se refiere de este modo tan claro y elocuente, suficiente para nuestro propósito:

“Así pues, las dos dimensiones fundamentales de la relación entre la mujer y el sacerdote son las de madre y hermana. Si esta relación se desarrolla de modo sereno y maduro, la mujer no encontrará particulares dificultades en su trato con el sacerdote. Por ejemplo, no las encontrará al confesar las propias culpas en el sacramento de la Penitencia. Mucho menos las encontrará al emprender con los sacerdotes diversas actividades apostólicas. Cada sacerdote tiene pues la gran responsabilidad de desarrollar en sí mismo una auténtica actitud de hermano hacia la mujer, actitud que no admite ambigüedad. En esta perspectiva, el Apóstol recomienda al discípulo Timoteo tratar “a las ancianas, como a madres; a las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza” (1 Tm 5, 2).

Se trata, en definitiva, como hemos subrayado ya, de encontrarse cómoda y naturalmente tratando con un sacerdote, sin olvidar jamás cuál es su condición, por representar a Quien representa, y cuál es su misión –única– derivada de su vocacional ministerial.

Trato formal -protocolario- en las comunicaciones escritas

De otro lado, para la comunicación escrita con un sacerdote habrá que acudir a las normas protocolarias –algunas escritas, otras no– y adaptarlas al caso concreto. Las cuales también dependen, como el trato informal, del lugar y del tiempo que se vive.

Si se trata de una carta muy formal, lo propio sería utilizar como saludo “reverendo padre + apellido”, o “estimado reverendo padre”. Pero, aun así, si se conoce suficientemente al sacerdote, puede usarse “estimado padre + apellido”.

Si la comunicación se dirige a un sacerdote de una orden religiosa, conviene añadir las siglas de la orden a la que pertenece –OFM, CJ, etc.– tras el nombre.

Si se dirige a un hermano o hermana, monje o monja, puede usarse la fórmula “hermano + primer nombre y apellido”, añadiendo las iniciales que designan su orden. Y si se trata del abad o superior, “reverendo + primer nombre y apellido”, añadiendo igualmente las letras que designan su orden como abad o superior.

En esos tres supuestos, en cuanto al modo de despedirse por escrito, hay diversas fórmulas, una de las cuales sería “atentamente, en el sagrado nombre de Cristo + el nombre del remitente”.

Al obispo se le trataría con la expresión “su excelencia el reverendo obispo + nombre y apellido + de la localidad o jurisdicción”. Y se le despediría con un “rogándole su bendición, quedo respetuosamente de usted + nombre del remitente”.

Al arzobispo se le dispensa el tratamiento de “su eminencia, el reverendo arzobispo + nombre y apellido, así como el nombre de la ciudad donde fue designado como arzobispo”. Igualmente, se le despediría pidiéndole su bendición.

Al cardenal se le trata de “su eminencia + nombre + cardenal + apellido”, y se le despediría pidiéndole su bendición, como en los anteriores supuestos.

Por último, al Papa se le trata de “su santidad”, “soberano pontífice” o “Papa” sin más. Se le despediría con una fórmula del tipo “tengo el honor de manifestarme a usted, Su Santidad, con el más profundo respeto y como su servidor más obediente y humilde”; aunque si no se es católico lo propio sería decirle un escueto “con el mejor de los deseos para Su Excelencia, quedo de usted + nombre del remitente”.

Fuente: omnesmag.com

9/25/23

Yo no me vendo

Juan Luis Selma

Cuando todo tiene un precio, incluso las personas y las relaciones, nos prostituimos, nos convertimos en alcahuetes, meros tratantes, y los demás en pura carne de cañón

Quizá es un poco utópico, pero sería muy bonito que nuestra recompensa fuera el disfrutar haciendo bien las cosas: no necesitar que me devuelvan un favor, lo he pasado en grande haciéndolo; decir que me conformo amándote, teniendo la suerte de poder quererte. Si me correspondes, mejor, pero mi paga eres tú; lo de menos es lo que me den por este trabajo, he disfrutado y me he realizado haciéndolo.

En contraste, vemos a los padres ofreciendo recompensas a sus hijos por cumplir con sus obligaciones: si ordenas la habitación, te daré unas chuches; si sacas buenas notas, tendrás móvil nuevo, etc. Podemos caer en el mercantilismo al poner precio a todo. En el fondo nos estamos vendiendo, y tratamos a los nuestros como un producto más del mercado. Lo importante ya no sería lo que son, sino el precio que tienen.

La gratuidad es muy bonita, es una de las características del amor verdadero, de la amistad, del ágape. Es el modo con que somos amados por Dios, por puro desinterés y gratuidad. La falta de intereses, la ausencia de condiciones, la fidelidad absoluta son el sello del amor. Cuando nos mueve la ganancia, cuando pretendemos comprar el amor, estamos en otra órbita, la del egoísmo: giramos en torno al ego.

Parece que la eficiencia, el rendimiento, el propio provecho, las apariencias son lo que nos mueve. Cuando todo tiene un precio, incluso las personas y las relaciones, nos prostituimos, nos convertimos en alcahuetes, meros tratantes, y los demás en pura carne de cañón.

Debemos purificarnos para ser libres, romper las cadenas que nos atan. Con provecho por medio no hay liberalidad, libertad. Cuando el amor está   condicionado a la correspondencia, cuando los favores tienen precio, cuando buscamos ganancias en las relaciones conyugales, familiares, profesionales, etc. nos quedamos solos y empequeñecidos; perdemos la alegría, la luminosidad de la mirada, la juventud.

El Evangelio nos habla de los obreros de la viña. Son llamados a trabajar a distintas horas, desde al amanecer hasta casi el anochecer. Al final reciben el salario estipulado para jornada entera: un denario. Los que han soportado el peso del día y el calor se quejan de los que apenas se han cansado ni sudado. Todos reciben lo mismo. ¿No es esto una injusticia? Sorprende el modo de funcionar de Dios. No estamos acostumbrados a su liberalidad, a su magnanimidad. Pensamos que también le podemos comprar a Él; le medimos con nuestros parámetros rastreros y egoístas. Vamos por la vida con una calculadora en la mano, y lo peor es que acabamos convirtiendo el corazón en una computadora. Todo medido y tasado. Nada de magnanimidad y desinterés.

Estas palabras desconcertantes intentan indicarnos que es ganancia trabajar en la viña del Señor, en su compañía, bajo su cuidado. Pensamos que las “obligaciones” religiosas son pesadas, que la fe nos ata, y lo que hace es darnos alas. La enseñanza de esta parábola denuncia la estrechez del corazón, el oscurecimiento de nuestra mente incapaz de disfrutar de lo bueno, de lo bien que se está con Él.

Cuando lo pasamos mal, cuando surgen dificultades, incomprensiones, cuando nos encontramos vacíos, solos, cuando vemos sufrir a los que amamos, o somos nosotros la causa, cuando todo parece perdido, no podemos olvidar quienes somos: hijos amados de Dios; ni los recursos que tenemos para salir a la luz, para reconstruirlo todo, para recomenzar.

Armando Valladares, poeta cubano que pasó 22 años en las cárceles de Castro, cuenta en su libro Contra toda esperanza que, entre otras muchas perrerías, pasaba mucha hambre; pero para no perder la dignidad, siempre apartaba unos granos de arroz de la escudilla y no los comía. Esto le hacía sentirse libre; le diferenciaba de un irracional; era dueño de su vida, de sus actos, a pesar de las circunstancias.

En un precioso poema se expresaba así: “Me lo han quitado todo/ la pluma/ los lápices/ la tinta/ porque ellos no quieren/ que yo escriba/ y me han hundido/ en esta celda de castigo/ pero ni así ahogarán mi rebeldía. / Me lo han quitado todo / -bueno, casi todo-/ porque me queda la sonrisa/ el orgullo de sentirme un hombre libre/ y en el alma un jardín/ de eternas florecitas. / Me lo han quitado todo/ la pluma/ los lápices/ pero me queda la tinta de la vida/ -mi propia sangre-/ y con ella escribo versos todavía”.

No vendernos; no caer en las garras del consumismo; no buscar nada en provecho propio; dar sin límites, sin tasa nos consigue la libertad de amar. Ser un “humilde trabajador de la viña del Señor”, como decía Benedicto XVI, puede llenar nuestra vida de felicidad.

Dios es un gran pagador, y el buen hacer lleva consigo la recompensa económica en el campo profesional. Felicidad que compartiremos con los demás que, a su vez, nos la devolverán aumentada. Las cosas grandes funcionan así: al revés. Si logramos transmitirlo a los jóvenes, a tus hijos, les haremos el mejor servicio.

Fuente: eldiadecordoba.es

Una parábola sorprendente

El Papa ayer en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia del día nos presenta una parábola sorprendente: el propietario de una viña sale desde las primeras horas del alba hasta la noche para llamar a algunos jornaleros, pero, al final, paga a todos del mismo modo, incluso a los que han trabajado solamente una hora (cf. Mt 20,1-16). Podría parecer una injusticia, pero no hay que leer la parábola a través de criterios salariales; más bien nos quiere mostrar los criterios de Dios, que no hace el cálculo de nuestros méritos, sino que nos ama como hijos.

Detengámonos sobre dos acciones divinas que emergen del relato. En primer lugar, Dios sale a todas las horas para llamarnos; en segundo lugar, paga a todos con la misma “moneda”.

Ante todo, Dios es Aquel que sale a todas las horas para llamarnos. La parábola dice que el propietario «al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña» (v. 1), pero después continúa saliendo a varias horas del día hasta el atardecer, para buscar a aquellos a los que nadie había incorporado al trabajo todavía. Comprendemos así que en la parábola los trabajadores no son solamente los hombres, sino Dios, que sale siempre, sin cansarse, todo el día. Así es Dios: no espera nuestros esfuerzos para venir a nosotros, no nos hace un examen para valorar nuestros méritos antes de buscarnos, no se rinde si tardamos en responderle; al contrario, Él a menudo ha tomado la iniciativa y en Jesús “ha salido” hacia nosotros, para manifestarnos su amor. Y nos busca a todas las horas del día que, como afirma San Gregorio Magno, representan las diversas fases y estaciones de nuestra vida hasta la vejez (cf. Homilías sobre el Evangelio,19). Para su corazón nunca es demasiado tarde, Él nos busca y nos espera siempre. No nos olvidemos de esto: El Señor nos busca y nos espera siempre, ¡siempre!

Precisamente porque tiene el corazón tan amplio, Dios – es la segunda acción – paga a todos con la misma “moneda”, que es su amor. He aquí el sentido último de la parábola: los jornaleros de la última hora son pagados como los primeros, porque, en realidad, la de Dios es una justicia superior. Va más allá. La justicia humana dicta “dar a cada uno lo suyo, según lo que merece”, mientras que la justicia de Dios no mide el amor en la balanza de nuestros rendimientos, de nuestras prestaciones y de nuestros fallos: Dios nos ama y basta, nos ama porque somos hijos, y lo hace con un amor incondicional, un amor gratuito.

Hermanos y hermanas, a veces corremos el riesgo de tener una relación “mercantil” con Dios, centrándonos más en nuestras propias bondades que en su generosidad y su gracia. A veces también como Iglesia, en vez de salir a cada hora del día y tender los brazos a todos, podemos sentirnos los primeros de la clase, juzgando a los demás lejanos, sin pensar que Dios los ama también a ellos con el mismo amor que tiene para nosotros.

Y también en nuestras relaciones, que son el tejido de la sociedad, la justicia que practicamos a veces no es capaz de salir de la jaula del cálculo y nos limitamos a dar según lo que recibimos, sin atrevernos a más, sin apostar por la eficacia del bien hecho gratuitamente y del amor ofrecido con amplitud de corazón. Hermanos, hermanas, preguntémonos: Yo cristiano, yo cristiana, ¿sé salir hacia los demás? ¿Soy generoso, soy generosa hacia todos, sé dar ese “más” de comprensión, de perdón, como Jesús hizo conmigo y hace todos los días conmigo?

Que la Virgen nos ayude a convertirnos a la medida de Dios, esa de un amor sin medida.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy se celebra el Día Internacional del Migrante y del Refugiado, sobre el tema «Libres de elegir si migrar o quedarse», para recordar que migrar debería ser una elección libre y nunca la única posible. El derecho a migrar, de hecho, hoy para muchos se ha convertido en una obligación, mientras que debería existir el derecho a no emigrar para permanecer en la propia tierra. Es necesario que a todo hombre y a toda mujer se le garantice la posibilidad de vivir una vida digna, en la sociedad en la que se encuentra. Desafortunadamente, miseria, guerras y crisis climáticas obligan a tantas personas a huir. Por eso, estamos todos llamados a crear comunidades preparadas y abiertas para acoger, promover, acompañar e integrar a quienes llaman a nuestras puertas.

Este desafío estuvo en el centro de los Rencontres Méditerranéennes, que se llevaron a cabo los días pasados en Marsella y en cuya sesión concluyente participé ayer, dirigiéndome a esa ciudad, cruce de caminos de pueblos y culturas.

Agradezco de manera especial a los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana que hacen de todo para ayudar a nuestros hermanos y hermanas migrantes. Hace poco, hemos escuchado a mons. Baturi en televisión, en el programa “A Sua Immagine” que explicaba esto.

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de Italia y de tantos países, en particular al Seminario diocesano internacional Redemptoris Mater de Colonia, en Alemania. Como también saludo al grupo de personas afectadas por la enfermedad rara denominada “ataxia”, con sus familiares.

Renuevo la invitación a participar en la Vigilia ecuménica de oración, titulada “Together – Insieme” (juntos), que tendrá lugar el próximo sábado 30 de septiembre en la Plaza de San Pedro, en preparación de la Asamblea sinodal que iniciará el 4 de octubre.

Recordemos a la martirizada Ucrania y recemos por este pueblo que sufre tanto.

Os deseo a todos un feliz domingo. por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!.

Fuente: vatican.va

9/22/23

Los obreros de la viña

 25º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo A) 

Evangelio (Mt 20,1-16)

El Reino de los Cielos es como un hombre, amo de una casa, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora de tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo». Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?» Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña». A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: «Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros». Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaban que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Cuando lo tomaron murmuraban contra el amo de la casa: «A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor». Él le respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?» Así los últimos serán primeros y los primeros últimos.

Comentario

La parábola de los obreros de la viña es una de las explicaciones más gráficas del Reino de los cielos y, por extensión, de cómo debe ser la respuesta humana a la llamada divina. La imagen de la viña tiene mucha raigambre bíblica y es empleada habitualmente en el Antiguo Testamento para simbolizar la acción de Dios sobre el pueblo elegido, asemejado éste a un campo de viñedos que se cuida con esmero y debe producir el buen vino de la salvación (cfr. Is 5,1-7; Sal 80; Ez 15,1-8).

En la parábola, Jesús se refiere a la contratación de jornaleros que trabajan el campo. Como sucede con otras parábolas, el desarrollo de la historia nos desconcierta y desafía nuestros criterios y esquemas. En principio, parece que los obreros contratados a primera hora tienen razón cuando dicen que han trabajado mucho más que aquellos que el amo contrata a última hora de la tarde. Si el amo es bueno con estos por trabajar un poco, ¿por qué su bondad no se refleja más con los que han trabajado más? En cambio, el amo responde a uno de los que se quejan: “Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?” (vv. 13-15).

En cierto sentido la lección de la parábola versa sobre la caridad hacia Dios y hacia los demás: ya que todos nos acogemos y beneficiamos de la misericordia divina, (que cuenta con una viña y puede dar trabajo a quienes carecen de él), no tiene sentido exigir a Dios supuestos derechos de justicia, o quejarse de que otros se beneficien de su amor. Ya que Dios es magnánimo, nos pide a todos ser magnánimos como Él.

El Papa Francisco lo explicaba así: “Con esta parábola, Jesús quiere abrir nuestros corazones a la lógica del amor del Padre, que es gratuito y generoso. Se trata de dejarse asombrar y fascinar por los «pensamientos» y por los «caminos» de Dios que, como recuerda el profeta Isaías no son nuestros pensamientos y no son nuestros caminos (cf Is 55, 8). Los pensamientos humanos están, a menudo, marcados por egoísmos e intereses personales y nuestros caminos estrechos y tortuosos no son comparables a los amplios y rectos caminos del Señor. Él usa la misericordia, perdona ampliamente, está lleno de generosidad y de bondad que vierte sobre cada uno de nosotros, abre a todos los territorios de su amor y de su gracia inconmensurables, que solo pueden dar al corazón humano la plenitud de la alegría”.

San Josemaría deducía también de la parábola la necesidad de aprovechar el tiempo para hacer el bien, para trabajar en la viña del Señor, en medio de nuestras ocupaciones corrientes: “aquel hombre vuelve en diferentes ocasiones a la plaza para contratar trabajadores: unos fueron llamados al comenzar la aurora; otros, muy cercana la noche. Todos reciben un denario: el salario que te había prometido, es decir, mi imagen y semejanza. En el denario está incisa la imagen del Rey. Esta es la misericordia de Dios, que llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, porque quiere que todos los hombres se salven. Pero nosotros hemos nacido cristianos, hemos sido educados en la fe, hemos recibido, muy clara, la elección del Señor. Esta es la realidad. Entonces, cuando os sentís invitados a corresponder, aunque sea a última hora, ¿podréis continuar en la plaza pública, tomando el sol como muchos de aquellos obreros, porque les sobraba el tiempo?”.

“Acude conmigo a la Madre de Cristo. —invitaba san Josemaría como conclusión—. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos”.

Fuente: opusdei.org

Hacia una teología litúrgica musical, una nueva disciplina

Giovanni Tridente


Se ha organizado en Roma, del 21 al 22 de septiembre, un taller que pretende abrir nuevas perspectivas de reflexión en las ciencias eclesiásticas, en concreto en relación al canto.

¿Es posible concebir una teología que tenga como ramificación y especialización el aspecto “música litúrgica”? ¿O más bien que pueda llevar a los teólogos a profundizar en los elementos fundadores de la música litúrgica? Para responder afirmativamente a estas preguntas, se ha organizado en Roma, del 21 al 22 de septiembre, un taller que pretende abrir nuevas perspectivas de reflexión en las ciencias eclesiásticas. En concreto, los expertos quieren determinar cómo acompañar el “bello canto” vinculado a las celebraciones litúrgicas “en su profundidad, en su altura y en su vida”.

En este sentido, los promotores de esta nueva disciplina, que se reunirán en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en presencia y streaming, pretenden precisamente hacer emerger una teología “hecha desde la experiencia de la liturgia vivida”. Una teología litúrgica, en definitiva, que “busque captar la chispa de Cristo que sale a nuestro encuentro en cada celebración”.

En perspectiva, además de hacer de ella una disciplina a estudiar con todos los criterios metodológicos de la reflexión teológica, se trata de intentar que la música litúrgica resulte familiar a cada creyente, para que cada participación en la celebración sea cada vez más profunda. No se trata de Musicología -se empeñan en aclarar los promotores-, sino de una Teología que casa en su método Filosofía, Música y la propia Musicología.

En un futuro inmediato, sin embargo, si comienza a desarrollarse como una verdadera disciplina, esta TLM (Teología Musical Litúrgica) puede servir de guía a los maestros de capilla, directores de coro y músicos, permitiéndoles elegir repertorios e interpretaciones musicales adecuadas para cada momento de la celebración.

Los promotores de la TLM continúan explicando: “Es necesario conocer la teología de los momentos específicos de la Misa, pero también -dando un paso más- la teología de los momentos específicos de cada Misa individual”, atendiendo al carácter teológico de cada celebración concreta. Entendida así, la teología litúrgico-musical se convierte en “una guía para que la música responda verdaderamente al espíritu de la acción litúrgica”, como ya pedía el Concilio Vaticano II en Sacrosanctum Concilium.

El evento de Roma

El taller de Roma -que también se retransmitirá por streaming- reunirá a expertos de distintos campos relacionados con la interdisciplinariedad de esta nueva materia: teología, liturgia, filosofía, música y musicología. El primer objetivo será iniciar una reflexión epistemológica para enmarcar bien el TLM, también en el ámbito académico. En segundo lugar, se pretende sentar las bases para una investigación académica más profunda sobre estos temas, con futuros congresos, diferentes tipos de actuaciones musicales, premios para composiciones musicales, etc.

La iniciativa se enmarca en el MBM International Project, del que es coordinador el sacerdote Ramón Saiz-Pardo, que trabaja en el Instituto de Liturgia de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Intervendrán, entre otros, profesores de la Universidad del Opus Dei, como José Ángel Lombo; el Decano del Pontificio Instituto Litúrgico de Roma, Jordi-A. Piqué; el Rector de la Pontificia Universidad Juan Pablo II de Cracovia, Robert Tyrała; Marco Cimagalli, del Pontificio Instituto de Música Sacra, y Juan Carlos Asensio, de la Escola Superior de Música de Catalunya. También está prevista una meditación musical sobre la Eucaristía.

Fuente: omnesmag.com

Fe y razón, una relación complementaria y necesaria

David Torrijos-Castrillejo

Hace veinticinco años, el 14 de septiembre de 1998, el Papa san Juan Pablo II publicaba ‘Fides et ratio’. Una encíclica que ha marcado, sin duda, la Iglesia en los últimos decenios.


El Papa conocía bien su misión: guiar la nave de Pedro hasta el océano del tercer milenio cristiano. No es, pues, poco significativo que, después de un ya largo pontificado, decidiera tratar la cuestión de “la fe y la razón” en una encíclica.

No es que sea un problema exclusivo de nuestro tiempo, pero cada época debe abordarlo de manera propia, de modo que Fides et ratio proporcionaba claves para hacerlo en la nuestra.

La fe

Cuando se habla de “fe y razón” no se quiere decir que en el hombre haya dos tipos de funciones por completo diversas. No es que creer y razonar sean tan distintos como escuchar música y montar en bicicleta. Son más bien distintos como lo son montar en bicicleta y hacerlo en patinete: ambas operaciones se hacen con las extremidades, no con los oídos. Pues bien, tanto creer como razonar se hacen con una sola facultad humana: con la razón.

Cuando los cristianos hablamos de fe pensamos en algo que sólo pueden hacer los seres racionales. Creer es por sí mismo algo racional. En general, creer es saber algo aprendiéndolo gracias a otra persona: es, pues, una especie de conocimiento.

Igual que lo que aprendemos por nosotros mismos, lo que creemos lo hemos de entender y nuestra inteligencia reclama que nos esforcemos por entenderlo cada vez mejor. Que por la fe cristiana creamos Dios bajo el impulso del Espíritu Santo no la convierte en algo totalmente distinto a nuestro humano creer, sólo lo eleva —que no es poca cosa—.

La encíclica venía a recordar este carácter racional de la fe y la natural afinidad entre el creer y el razonar. Debería resultarnos evidente si pensamos que, allí donde los cristianos han anunciado el evangelio, se han ocupado de acaparar y difundir toda clase de saber, han fundado colegios y universidades, han escrito miríadas de libros…

La razón

Pese a tan patentes hechos, oímos la cantinela de un presunto enfrentamiento de la fe contra la ciencia. Incluso algunos cristianos han integrado semejante discurso y temen hacerse demasiadas preguntas, no vaya a ser que la verdad desmorone su fe. Por tales motivos, nunca está de más recordar que la fe es amiga de la razón.

La amistad entre la razón y la fe se aprecia en que la fe, que es recibida en la razón del ser humano, está llamada a ser conocida mejor y ser profundizada. Lo fundamental es entender lo anunciado por quien nos enseña la fe, lo que se ha de creer, pero detenerse con la inteligencia sobre ello también supone un crecimiento en la fe.

Viceversa, también la fe nos impulsa a conocer mejor, no sólo a Cristo y el evangelio, sino incluso las demás cosas. No nos debería extrañar el gran interés que han cultivado tantos cristianos por estudiar toda clase de temáticas, pues en la naturaleza y en los productos del ingenio humano destella la benigna intervención del creador.

Me hago cargo aquí de una de las ideas más conocidas de Fides et ratio, la de la “circularidad” entre razón y fe. La fe cristiana nos invita a razonar, tanto a razonar lo que creemos como a sumergirnos en toda suerte de saber; igualmente, cuanto más profundizamos en la verdad en todas las facetas que nos revelan los diversos conocimientos humanos, se nos brindan sendas oportunidades de ahondar en nuestra fe cristiana. Así, ambos tipos de exploración se benefician mutuamente.

Fe y razón en el pontificado de Benedicto XVI

Contemplando la vida de la Iglesia desde 1998 hasta aquí, cabe reconocer la presencia del mensaje de la encíclica. El pontificado de Benedicto XVI (2005-2013) estuvo marcado por el propósito de mostrar al hombre contemporáneo, al hombre postmoderno, que creer es razonable, es profundamente humano.

El Papa era en especial sensible a una idea aún presente entre nosotros: para muchas personas la “verdad” es un concepto agresivo, violento. Decir que uno tiene la verdad y quiere transmitirla a otro es percibido como un deseo de dominación del prójimo.

La verdad es así representada como una suerte de artefacto por el cual los hombres riñen entre sí e incluso como un pedrusco que unos arrojan a otros. El hombre postmoderno cree necesario abandonar la verdad en beneficio de la paz. Sacrifica la verdad en el altar de la concordia.

Fides et ratio ya insistía en que, en nuestros tiempos, forma parte de la misión de la Iglesia reclamar los derechos de la razón: es posible y urgente conocer la verdad. De manera similar, Benedicto XVI rehusó a abandonar a los postmodernos en su voluntario ayuno de verdad. El ser humano vive de la verdad como los árboles de la luz solar y del agua: sin ella, nos marchitamos. De ahí el esfuerzo de Benedicto por mostrar el carácter amable de la verdad.

En concreto, la verdad cristiana adopta, según él, la forma de un encuentro. Encontrarse con alguien no es como tropezarse con el pedrusco que alguien acaba de tirar a su rival; sobre todo si nos encontramos con alguien que nos ama y, buscando eficazmente nuestro bien, suscita nuestra correspondencia. Con todo, el encuentro significa un choque con la realidad. No es lo mismo encontrarse con una persona que con otra. No depende de nosotros cómo es la persona con quien nos encontramos, no lo decidimos, tampoco es producto de nuestra fantasía.

Además, el encuentro nos obliga a decidirnos, no hay manera de permanecer neutros. No reaccionar es ya tomar partido: el levita que pasa de largo ante el hombre herido no echa menos mano de su libertad que el buen samaritano.

Pues bien, la fe puede ser vista como un encuentro porque encontrarse con Cristo (en la Iglesia) es dar con alguien que viene a amarnos. Por eso mismo, el creyente no puede prescindir de la verdad: Cristo es como es, nos ha amado dando la vida y no de cualquier manera.

Un auténtico amor significa entrar en relación con una persona real, no con la idea que uno se ha hecho de ella. Un encuentro nos obliga a ceder ante la realidad. No inventamos a Cristo, no decidimos quién es, sencillamente es Él quien irrumpe en nuestra vida.

Ahora bien, un cristiano no aprecia este encuentro como si hubiera sido aplastado por la verdad, como si una fatalidad se cerniese sobre él, sino como una liberación.

La verdad de Cristo viene a dar significado a la vida entera, puesto que le permite entender cuál es el significado fundamental de ella y, por tanto, de todo lo que le rodea. No es una verdad que excluya buscar otras verdades, no es que el cristiano averigüe en el acto todos los secretos del universo que son explorados por las ciencias. Sin embargo, proporciona un conocimiento seguro respecto de lo más importante.

Esta verdad no puede ser percibida como una apisonadora destructora porque es la revelación de un amor auténtico. Es decir, un amor que hace un verdadero bien al hombre. De esta manera, no cabe ver semejante verdad como algo amenazador o terrible.

Por otro lado, introduce al ser humano en un contexto de amistad: Dios se ha comportado como amigo del hombre y le ha mostrado que, aunque ama a cada persona particularmente, no hay nadie a quien no ame. Por eso, semejante verdad, por su propia naturaleza, no puede convertirse en un pedrusco que arrojar a nadie.

No crea adversarios sino hermanos. Al contrario, comunicarla, lejos de pretender el dominio sobre otros, será una comunicación desarrollada en el contexto del amor, que es recibido para ser entregado. Entregar el evangelio es un acto de cariño. No cabe altivez tampoco al dar aquello de lo cual uno no dispone, pues sólo lo retiene para darlo.

Fe y razón en Francisco

Después del pontificado de Benedicto XVI, también Francisco ha continuado estas enseñanzas, en primer lugar, publicando hace diez años la encíclica Lumen fidei, redactada en buena medida por su predecesor inmediato. Asimismo, en su enseñanza más personal podemos encontrar el desarrollo de estas ideas en sus advertencias acerca del “gnosticismo”, un mensaje ya presente en Evangeliigaudium (2013) pero ampliado en Gaudete et exultate (2018). Se designa gnosticismo a una antigua herejía de los primeros siglos cristianos y se ha vuelto a usar el término para denominar ciertos movimientos esotéricos más recientes.

El Papa se refiere con “gnosticismo” más bien a una enfermedad en la vida del creyente: convertir la enseñanza cristiana en uno de esos pedruscos que unos hombres lanzan a otros. En el mundo postmoderno que ha renunciado a la verdad, algunos han convertido el discurso “racional” en eso, en una herramienta de dominación de otras personas. Lo hacen deliberadamente porque creen que, no existiendo la verdad, lo crucial es ganar.

Francisco denuncia el riesgo del cristiano de valerse de tan malas mañas. Ello significaría extraer la verdad del evangelio de ese contexto amistoso en que nos aparece y hemos de comunicarla. Ni siquiera la verdad de la miseria moral de los otros es un pretexto para nuestra indiferencia ni para adoptar aires de superioridad. De hecho, la verdad que todos descubrimos en Cristo es también una buena noticia liberadora para el miserable, incluso para aquél cuya vida deja mucho que desear.

Estos veinticinco años de Fides et ratio han sido muy fecundos y entre teólogos e intelectuales esta apuesta de san Juan Pablo II por la razón ha recibido muchos aplausos. Quizá esta onomástica represente una buena oportunidad para examinar cómo ha calado en la vida cotidiana de la Iglesia.

Ante un generalizado desconocimiento de las más elementales verdades de fe, todo cristiano debería sentirse impulsado a dar a conocer el bello mensaje que ha recibido. También el aniversario debe ser un impulso para fomentar la formación.

Las estupendas herramientas tecnológicas que configuran nuestro paisaje en 2023 nos han proporcionado sin duda más información, pero ¿tenemos ahora más formación? Desde luego, no faltan motivos de esperanza si hay muchas personas como tú, amable lector, que has preferido gastar estos minutos en recordar Fides et ratio, en lugar de emplearlos vagabundeando por la red a la caza de otras lecturas más sensacionalistas.

Fuente: omnesmag.com