José Manuel Grau Navarro
«Para la formación espiritual, para el arte de ser humano», es esencial la lectura permanente de los clásicos
En Nobleza de espíritu, Riemen investigaba sobre la democracia para responder a la pregunta de Sócrates sobre cuál es la mejor forma de vivir. En Para combatir esta era reflexionaba sobre el regreso del fascismo. Ahora, en El arte de ser humanos, Riemen trata de arrojar luz a la esencia de la persona. En la medida en que se aclare lo que es ser humano, se podrá llevar una vida plena y se podrá construir una buena sociedad. Vivir dignamente supone la búsqueda de la verdad metafísica y de los valores espirituales que el individuo debe apropiarse, incluidos el pensamiento crítico y la autocrítica.
La respuesta a las grandes preguntas metafísicas no la pueden proporcionar las ciencias. Las matemáticas no nos ayudarán a combatir la ansiedad y el miedo que produce la certeza de la muerte. La física no nos resolverá nuestros problemas de adicciones… Y sin embargo, para un ser humano cualquiera, la muerte y el sentido de la vida pesan más que todo racionalismo científico.
Ser humano es un arte y radica en la nobleza de espíritu, afirma Riemen. La nobleza de espíritu nos libera de nuestra propia estupidez, de nuestros propios prejuicios, de nuestra propia ignorancia, de nuestros propios miedos. Equivale a lo que Sócrates llama παιδεία (paideía) y los alemanes llaman Bildung. Apunta a formar el carácter, a convertirse en auténtica persona, en vez de simple individuo parte de la multitud.
Ser humanos es «un arte que comienza con la bendición del recuerdo del amor que te dieron» (p. 75). Sabiendo en lo que consiste ser humano se intentará vivir de la mejor manera y se sabrá construir una sociedad justa.
El arte de ser humanos consta de cuatro relatos. El primero se titula «La guerra como aprendizaje: carta a mis estudiantes mexicanos». Riemen describe la búsqueda para conocerse a sí mismo. Se necesita para ello formación. Ayuda aquí la recomendación de Nietzsche, según Riemen: reflexionar sobre nuestros educadores y nuestros formadores. Pero ayuda más aún la consideración de la guerra. «Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo» (p. 81). La guerra es la «desaparición de cualquier rastro de humanidad» y «el campo de batalla del corazón humano, que tiene que elegir entre el valor y la resistencia, por un lado, y la cobardía, la traición y el conformismo obsecuente con los poderes de turno, por el otro» (p. 35).
En la decisión de mantenerse humano, juega una gran importancia la memoria. El recuerdo es nuestra primera y más genuina defensa porque con él reconocemos las fuerzas del mal tan pronto como germinan, y las podemos combatir. La memoria mantiene presente aquello por lo que hay que luchar: «Nuestra democracia liberal, la vigencia de los valores morales universales y de los derechos humanos, y la libertad e igualdad de los individuos» (p. 41).
Riemen relata las experiencias de su tía Lenie en un campo de concentración japonés y lo que la ayudaba: rezar y confiar en Dios (p. 63). ¿Es posible confiar en Dios cuando hay tanto mal en el mundo? Según su tía Lenie, sí. Más aún, hay que «ayudar a Dios» «dando vida»: «Todo lo que es bueno, todo lo que es bello, el amor, la amistad, todo eso es vida. Así es como puedes ayudar» (p. 65).
«Para la formación espiritual, para el arte de ser humano», es esencial la lectura permanente de los clásicos (p. 74). Riemen cita un soneto de Quevedo a este respecto, cuya primera estrofa dice: «Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos […]» (p. 75).
Concluye este primer estudio con un nuevo encomio del recuerdo: «Nada hay más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa paterna» (p. 74).
Estupidez
En el segundo capítulo, «De la estupidez y la mentira», Riemen afirma que la «desolación de no saber nada y el fanatismo del saber único» son las larvas de la estupidez y de la mentira (p. 79). No ayudan las universidades a combatir esas lacras, según Riemen, porque no cumplen con su papel crítico y de búsqueda de la sabiduría (p. 79). Y lo empeora todo el hecho de que especialmente en el terreno político, «la mentira se convierte en el orden mundial» (p. 126). Una cultura no puede estar cimentada «sobre una relación equívoca con la verdad» (p. 131). Para la construcción de una sociedad y de una cultura sanas han de cuidarse el fomento del espíritu humano independiente, el respeto permanente a la libertad, la apertura, la valentía, la responsabilidad, el espíritu crítico y sobre todo el amor a la verdad (p. 135). También una clase con aparente buena Bildung puede ser estúpida, y entonces su estupidez será superior (p. 136).
Si la Iglesia habla de pecado original, Sigmund Freud de alguna manera le da la razón al poner el dedo en la llaga afirmando que un ser humano determinado es menos decente de lo que se piensa. Escribió Freud a propósito de la Primera Guerra Mundial y lo cita Riemen: «¿Creen realmente que un puñado de ambiciosos y farsantes inmorales habría logrado desencadenar todos esos malos espíritus si los millones de seguidores no fueran sus cómplices?» (p. 83). Más aún, como señaló Thomas Mann, entra aquí en juego «la quimera de que el hombre puede salvarse a sí mismo» (p. 124).
La democracia como tal no garantiza ni lo justo ni lo mejor: «Cualquier voluntad colectiva, ya sea la de los votantes en una democracia o la de las autoridades universitarias, siempre tiende a la mediocridad, nunca a las mejores cualidades» (p. 86). Es necesaria la «aristocracia espiritual» (p. 87), hay que saber cuáles son nuestras «responsabilidades» (p. 143), para rescatar el valor de las «palabras importantes», tales como «verdad, amor, fe y eternidad» (p. 93). Son ellas las que pueden juzgar sobre lo que se está gestando en la sociedad, no el análisis científico de una base de datos (p. 96).
La ciencia sola no salva (p. 145). Eso no quita la formulación de dos preguntas pertinentes e inquietantes: «¿Por qué las ciencias naturales saben encontrar soluciones efectivas a los problemas de la física, pero las humanidades, con la filosofía en primer lugar, no son capaces de curar la mente enferma de la sociedad europea?»; «¿no será que las humanidades, además de ser incapaces de curar la profunda crisis de la civilización europea, son, en parte, culpables de esa misma crisis?» (p. 146).
No hay «derecho a la estupidez» ni «a la incompetencia» (p. 152). La universidad actual ha caído en lo woke y «decide qué se puede leer o no, decir o no, pensar o no» (p. 155); ha transformado el concepto de identidad, que ya no se busca en los grandes valores sino en lo que diferencia: sexo, raza, religión, origen, nacionalidad y aspecto físico (p. 156).
Recalca otra vez Riemen que la mentira y la necedad socavan la democracia (p. 157). «Es una equivocación trágica pensar que las instituciones democráticas, o incluso las elecciones libres, garantizan la continuidad de la democracia liberal» (p. 158). La dignidad de la existencia humana consiste en impedir que triunfen «los dos poderes malignos» de la «necedad y la mentira» (p. 160). Y de nuevo, para combatir la estupidez y la mentira una gran ayuda es la lectura de grandes libros, como también recomendaba Thomas Mann (p. 168).
En el tercer estudio, sobre «la valentía y la compasión», Riemen describe el caso Dreyfus, el oficial francés, judío, falsamente acusado de traición, y alaba la actitud valiente de Émile Zola en su defensa. Con ello medita sobre el verdadero papel de los intelectuales. En el último capítulo, dedicado al «miedo y la musa», menciona una cualidad necesaria de todo buen libro, citando a Kafka: «Deber ser el hacha que quiebre el mar helado que tenemos dentro» (p. 216).
Fuente: nuevarevista.net