Juan Luis Selma
Condenando sin más podemos caer en la hipocresía. Antes de juzgar debemos mirarnos a nosotros, ver qué podemos hacer para mejorar esa situación o ayudar a esa persona.
Cada vez es más frecuente, en mi opinión, valerse de un chivo expiatorio sobre el que descargamos las culpas, y nos quedamos tranquilos. Se busca un culpable, se le zarandea, se le condena con razón o sin ella y a otra cosa. La Iglesia católica, los carcas, los que tienen muchos hijos, los que van por libre, Trump; ahora, el malísimo Rubiales…, no suele faltar un apestado público para tranquilizarnos.
Una de las fiestas más importantes del pueblo hebreo era el Día de la expiación. En esa fecha se purificaba el tabernáculo de los pecados del pueblo de Israel. Se echaban suertes sobre dos machos cabríos; uno era sacrificado por el Sumo Sacerdote; mientras que el otro cargaba con los pecados del pueblo y era llevado al desierto. El chivo expiatorio, o el cabeza de turco, designan a la persona- colectivo que, sin culpa, carga con las faltas del otro.
Psicológicamente necesitamos un culpable. Es saludable endilgar los deslices, manchas, pecados sobre otros. Nos sentimos mejor. Los griegos llamaban catarsis a la purificación ritual que libraba a las personas o cosas de su impureza. Este efecto purificador se lograba, en ocasiones, a través de las tragedias teatrales, se suscitaba la compasión, la pena, el horror y otras emociones. Todos nos quedamos más tranquilos saliendo a la calle y condenando.
La persona humana no es ajena al mal, al pecado, al daño. No es verdad que todo nos da igual. Lo de la tiranía del relativismo es real, pero no logra inmunizarnos de la culpa, de la maldad. Es verdad que tenemos bastante anestesiada la conciencia, que tiene una boquita muy pequeñita y que apenas se hace oír, pero ahí está.
¿Es la condena la solución a los problemas? ¿Basta con culpar a otro? Pienso que condenando sin más podemos caer en la hipocresía, siempre mala a nivel personal, pero catastrófica si afecta a la sociedad. Además, que no arregla nada. Me hacen gracia las declaraciones gratuitas como la de espacio libre de violencia de género, o la antigua zona desnuclearizada. Junto a la declaración de principios, hay que hacer un buen examen y dar formación. Si nos reímos de la moral, si despreciamos la ética, si fomentamos el desamor, qué podemos esperar.
Dice el libro del Eclesiástico: “Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados. Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados? Si él, simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados? Piensa en tu final y deja de odiar, acuérdate de la corrupción y de la muerte y sé fiel a los mandamientos”.
Escuché del beato Álvaro del Portillo que, en una ocasión en la que le relataban que algo no iba bien en una de las labores, respondió con estas palabras: “La culpa la tengo yo”. Pensaba que no había rezado lo suficiente, o que no había apoyado como era debido esa iniciativa. Antes de juzgar, de condenar, debemos mirarnos a nosotros. Ver qué parte de culpa tenemos, qué podemos hacer para mejorar esa situación o para ayudar a esa persona.
También hay que distinguir entre el delito y quien delinque, entre el pecado y el pecador. El mal siempre será mal, no lo podemos justificar; pero a quien lo comete, en primer lugar, le debemos comprender y luego corregir o castigar en su caso. No bastan las penas vindicativas, el escarnio.
Me comentaba un amigo, capellán penitenciario, lo poco que sirven los castigos, la privación de libertad sin una buena reeducación. Muchos chicos que entran en un correccional acaban en un centro penitenciario. Hay que formar, hay que educar, tenemos que ir nosotros por delante: políticos, padres, profesores, sacerdotes. Para poder ayudar, para poder corregir; nosotros primero: ¡la culpa también es mía!
El Evangelio de hoy lo muestra magistralmente: “¡siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste, ¿no debías tener tú también compasión de un compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Primero pongámonos de rodillas, pidamos perdón de nuestros pecados -que eso son nuestras faltas: pecados- y pongámonos en paz con Dios. ¡Hemos perdido el sentido del pecado! Luego, desde la misma fila, podremos corregir y ayudar; pero sin miradas de desprecio, sin hipocresía.
Dice Benedicto XVI: “La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego este proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados. En este punto nos encontramos con el misterio de la cruz de Cristo”. Pidamos perdón y perdonemos.
Fuente: eldiadecordoba.es