6/15/24

El fruto eterno de la santidad

Domingo de la 11° del tiempo ordinario (Ciclo B).

Evangelio (Mc 4, 26-34)

En aquel tiempo, Jesús decía al gentío:

El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga. Y en cuanto está a punto el fruto, enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega.

Y decía: ¿A qué se parecerá el Reino de Dios?, o ¿con qué parábola lo compararemos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.

Y con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos.

Comentario al Evangelio 

Jesús tiene delante un gentío. Probablemente, muchos de los que le escuchan son personas que trabajan el campo y viven de sus frutos. Por eso, como leemos al final del pasaje, Jesús les hablaba conforme podían entender.

Pero el Señor no solo quería que entendieran desde el punto de vista intelectual: quería llenarlos de ilusión por el mensaje que estaba intentando transmitir, para que captaran que aquello que escuchaban estaba destinado a convertirse en vida.

¿Cuál es la ilusión de un sembrador? Sin duda alguna, ver fructificar aquello que sembró. Por eso, Jesús quiere sembrar en los que le escuchan el santo deseo de tener una vida fecunda. Quiere sembrar en ellos deseos de santidad, de vivir una vida plena.

Es por eso que les insiste en que la semilla nace y crece sin que el sembrador sepa cómo. El Señor nos quiere recordar que nuestras obras, cuando las hacemos en unión con Dios, cuando buscamos su gloria, nunca quedan estériles. El testimonio de la Sagrada Escritura es unánime en ese sentido: cuando obramos por amor de Dios, siempre, siempre hay fruto. “Mis elegidos no trabajarán en vano” (Isaías 65, 23); “Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (1 Corintios 15, 58).

Porque uno de los grandes retos de nuestra fe es ese: el paso del tiempo, la falta de brillo de nuestro trabajo cotidiano, la aparente falta de avance en nuestra vida espiritual. Por eso Jesús quiere animarnos a no desistir, a recordar que el Espíritu Santo actúa en nuestra alma sin darnos cuenta y va haciendo fecunda nuestra vida sin que nosotros sepamos cómo. Nuestra fe, tantas y tantas veces, habrá de traducirse en una tenaz perseverancia: “por vuestra perseverancia salvareis vuestras almas” (Lucas 21, 19).

Pero Jesús no se queda ahí: quiere que demos fruto, pero un fruto abundante (cfr. Juan 15, 5). Por eso trae a colación la imagen de la semilla de mostaza, que llega a hacerse la mayor de las hortalizas y echa ramas grandes.

Para comprobar que esa invitación del Señor es una realidad, basta fijarnos en la vida de los santos: tenemos gran cantidad de ejemplos de vidas aparentemente sin brillo, que quizá pasaron desapercibidas para sus contemporáneos, pero que dejaron una huella profunda y unos frutos que duran todavía. ¿Acaso no nos seguimos alimentando de la doctrina de san Agustín y de santo Tomás? ¿No seguimos deleitándonos con los escritos de santa Teresa y de san Juan de la Cruz? ¿No nos sigue removiendo el corazón el ejemplo de jóvenes valientes como los mártires san Tarsicio y santa María Goretti? Ellos fueron como granos de mostaza: vidas que a los ojos de muchos fueron insignificantes, pero que el día de hoy todavía permiten que vengan muchos a anidar bajo su sombra.

Así pues, como en tantas ocasiones, Jesús quiere animarnos a no tenerle miedo a la santidad. Dios Padre es el labrador (cfr. Juan 15, 1) que quiere vernos tener una vida fecunda. Por eso, este pasaje del evangelio puede ser una ocasión maravillosa para volver a abrir de par en par la puerta de nuestro corazón al Espíritu Santo, que es quien va llenando de valor eterno cada una de nuestras obras, incluso las más prosaicas y cotidianas, si las hacemos con amor.

Basta pensar en la vida de Santa María y de san José: dos semillas humildes que Dios quiso plantar en Nazaret, que dieron, dan y darán fruto abundante por toda la eternidad, y a cuya sombra se acoge toda la Iglesia universal.

Fuente: opusdei.org