Enrique García-Máiquez
- (Prólogo de ‘G.K. Chesterton. Sabiduría e inocencia’, de Joseph Pearce, editado por Ediciones Encuentro.)
Gilbert Keith Chesterton me ha deparado, a lo largo de mi vida de lector, incesantes sorpresas. No hay una página suya que no ofrezca una como mínimo. Destacaré una sorpresa propia y otra ajena. La propia: la figura de Chesterton, que admiré desde muy pronto y que es inmensa (a la intelectual, me refiero), no para de crecer con el tiempo. Recuerda a su personaje Domingo de El hombre que fue jueves. Como Domingo en la escena final de la novela, Chesterton crece y crece. Cada vez que lo miro, compruebo que su envergadura ─como periodista, como apologeta, como narrador, como filósofo─ ha aumentado. Su caso se asemeja al del invitado de la parábola que se sentó en los últimos sitios del banquete, y le dijeron: «Amigo, sube más arriba» (Lc 14,7-11). GKC hizo todo lo que estaba en su mano para quitarse importancia ─decía de sí que era apenas un periodista jubiloso─, pero, en el banquete de la inteligencia y la literatura, su puesto está más arriba y más. Es un juego de matrioskas en las que cada nueva muñeca es mucho más grande que aquella de la que sale. Descubro en esta biografía que lo que me pasa a mí con él le pasaba a él con Frances Blogg, su mujer: «No creo exagerar al decir que jamás en mi vida te he contemplado sin pensar que te había subestimado anteriormente».
La segunda sorpresa es que llevo treinta años encontrándome con gente que todavía no lo conoce, que está descubriéndolo o deseando hacerlo. Me asombra hasta que advierto que la próxima vez que le lea también yo descubriré a un autor más grande y novedoso. A menudo me preguntan qué libro leer para comenzar.
«Depende ─les digo─ de lo que estéis buscando». Las historias del padre Brown son su obra más popular y se lo merecen, porque son inteligentísimos relatos policíacos que cambiaron el género para siempre; Ortodoxia es la quintaesencia de su visión del mundo; su novela Manalive es una delicia y una reflexión conyugal; sus poemas son divertidos e inolvidables; sus artículos de prensa son una lección continua de cómo estar en (y frente) al mundo; su pequeña obra de teatro La sorpresa, precisamente, es un cripto-auto-sacramental que explica la libertad y la redención de una sola tacada, etc. Después de todas esas disquisiciones previas y pudorosas, solía recomendar la colección de aforismos extraídos que hicimos Luis Daniel González y yo, titulada Un buen puñado de ideas, donde seleccionamos sus pensamientos exentos. Es lo que él mismo más valoraba: «Mi verdadero juicio sobre mi obra es que he echado a perder un buen puñado de ideas excelentes».
Sin embargo, releyendo esta biografía de Pearce he llegado a la firme conclusión de que no puede haber mejor introducción a Chesterton que G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia. Para empezar, porque el autor ─que no nos engañe su humildad─ no había echado a perder sus ideas excelentes, sino que, además, las había convertido en el motor de una vida extraordinaria. El propósito de esta presentación es explicar detenidamente el cuádruple acierto de Ediciones Encuentro al escoger justamente esta obra de su extenso catálogo chestertoniano para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento del maestro.
Primero, la primacía de la vida
«Los cumpleaños son una glorificación de la idea de la vida», escribió Chesterton. Así, para celebrar su 150 cumpleaños, ¿qué más a propósito que una biografía? Además, siendo él un escritor profundamente agradecido al hecho de vivir, la vida adquiere una dimensión de obra de arte escrita a cuatro manos, las dos de Dios, la suya y -como veremos-la de Frances Blogg, su mujer, coprotagonista principal de estas páginas.
Chesterton expresaba la primacía de la vida poéticamente: «Si en la tierra negra la semilla se transforma en estas rosas tan bellas, ¿en qué se convertirá el corazón del hombre en su largo viaje hacia las estrellas?». El argumento verdadero de ese viaje es la novela más chestertoniana de todas, por no decir la mejor de las suyas. Él escribió que la fuga matrimonial de Elizabeth Barrett con el poeta Robert Browning fue «su mejor poema». Es un vigoroso reconocimiento de la preeminencia de la aventura de la vida. Todos sabemos, y Chesterton el primero, que los sonetos de Barrett son extraordinarios; pero aún mejor su historia de amor. Con la biografía de GKC, igual.
Ortega y Gasset había señalado en Historia como sistema que «el hombre es novelista de sí mismo, original o plagiario». Chesterton lo fue originalísimo. Sus amigos, rivales o partidarios, pero amigos todos, estaban de acuerdo ─por muy alto que hubiese puesto el listón de sus textos─ en la superioridad artística de su vida. H. G. Wells envió a Chesterton esta nota en 1933: «Si después de todo mi Ateología se equivoca y acierta su Teología, creo que siempre podré entrar en el cielo (si lo deseo) como buen amigo de GKC». Los libros y las ideas, obsérvese, quedaban por debajo del personaje real. Los partidarios pensaban más de lo mismo. Para Titterton, «extensivamente, su mayor influencia sobre el mundo ha sido su poder como polemista. Pero, intensivamente, fue mucho mayor la influencia de su personalidad, su ejemplo, su estilo de vida». Y rememora la frase que pronunció Hilaire Belloc al poco de morir Chesterton: «Conocerlo fue una bendición». Muchos veían su vida como una encarnación andante de sus doctrinas; el dominico irlandés Vincent MacNabb lo consideraba el epítome de la Merry England: «Desde que Dios permitió que le conociera, no he podido dejar de pensar que usted era Inglaterra, la alegre, caballerosa, ingenua e intrépida Inglaterra que yo amaba».
La preminencia de la vida se erigía, por tanto, como la prueba del algodón de su completa filosofía, que se probaba en la vida corriente. «Los escépticos no trabajan escépticamente ni los fatalistas fatalistamente», pero los realistas sí habitamos la realidad realistamente, sostenía Chesterton. Él pudo estar en la realidad como en su casa porque era tomista. Demostraba que su postura no sólo era fascinante y luminosa, sino también vivible, vividora y vivificante. Esta es la bendición ─como la de conocerlo─ que una buena biografía de Chesterton pone a nuestro alcance.
Entonces, ¿por qué no empezar con su Autobiografía? Por supuesto, hay que leerla, pero como culminación y fin de fiesta. Ocurre con Autobiografía lo que descubrió la ciencia en la experiencia de Michelson-Morley: «No se pueden hacer afirmaciones absolutas acerca de un sistema estando dentro de él». Chesterton estaba dentro de Chesterton la mayor parte del tiempo. En consecuencia, como explica William Oddie, Autobiografía no es una autobiografía fiable del todo. Conociendo la desmesurada humildad de Chesterton, se entenderá que hay un ángulo ciego inmenso en toda su Autobiografía: no ve su importancia, que es un factor importantísimo (valga la redundancia como subrayado) para entenderle. Al lector también puede chocarle la escasez de datos autobiográficos de su Autobiografía y cierta tendencia a la inexactitud. Con muchísima gracia, Chesterton era consciente: «He escrito varios libros, supuestamente vidas de hombres realmente grandes e ilustres, a quienes he rehusado, por mezquindad, los detalles más elementales de la cronología. Resultaría una mezquindad moral el que tuviera yo, ahora, la arrogancia de querer ser exacto respecto a mi propia vida, cuando he dejado de serlo en la de ellos. ¿Quién soy yo para estar fechado más cuidadosamente que Dickens o que Chaucer? ¡Qué blasfemia reservar para mí lo que no he dado a santo Tomás o a san Francisco de Asís! La humildad cristiana me manda continuar por la senda del crimen».
Autobiografía no cuenta su muerte, pero, según Esquilo, «ningún hombre se puede decir feliz hasta el día de su muerte». A nosotros nos interesa muchísimo saber que durante su última enfermedad susurró esta frase que resume toda su obra: «El asunto está claro ahora. Entre la luz y las sombras, cada uno debe elegir de qué lado está». Chesterton estaba en el lado de la luz y aquí sigue. Por último, hay otro vacío esencial en la Autobiografía. A Frances Blogg, definida por Titterton como «la mejor mitad de Chesterton», no le gustaba nada la fama y pidió expresamente a su marido que no la mencionase en el libro. Todos, empezando por George Bernard Shaw, reconocían la importancia capital de Frances. Entre ellos, el padre O'Connor, que disculpaba la tardanza de Chesterton en convertirse al catolicismo entendiendo que «necesitaría a Frances para llevarle a la iglesia, para encontrar el sitio en el misal o para examinar su conciencia por él cuando fuese a confesar». Sin Frances, se entiende que, si queremos recibir la bendición de conocer a Chesterton, su Autobiografía, tan excelente, no nos sirve para empezar. Pearce, en cambio, como hemos dicho, reconoce el papel protagonista de su mujer y arroja toda la luz sobre la que había elegido Chesterton en su vida y en su obra.
Segundo acierto, Pearce
El pudor de los ingleses de hablar de su propia vida se compensa con su afición a escribir espléndidas biografías de otros. De Chesterton hay muchas, lo que demuestra la tesis de estas páginas: su vida fue su obra más imprescindible. Luis-Daniel González, que no da puntada sin hilo y las ha repasado todas y ha escrito un ensayo sobre Chesterton, ha sentenciado: «De las biografías de Chesterton en castellano la de Joseph Pearce, G. K Chesterton: Sabiduría e Inocencia, es la más completa y, además, tiene un rasgo que le da mucho valor: el de que, como menciona muchos testimonios de personas que trataron y admiraron a Chesterton, coloca su figura en un marco amplio». Estoy de acuerdo: la figura de Chesterton necesita un marco amplísimo.
Joseph Pearce reúne las condiciones que lo hacen el escritor ideal para acercarse a Chesterton. Tiene el don de narración. Consigue que la vida de Chesterton fluya con pulso de novela. ¿Cuál es su secreto? Está el misterio del fraseo preciso, que no puede desentrañarse y se tiene o no. Ramón Gaya decía que lo primero que había que exigir a un poeta es que «tenga verso». A un prosista hay que pedirle que «tenga frase», y Joseph Pearce la tiene. De la biografía (meticulosa y meritoria) de lan Ker, se dijo que arrastra el defecto de ser aburrida ─lo que versando del Chesterton que había dicho: «Un hombre no envejece sin ser molestado; pero yo he envejecido sin aburrirme» era más imperdonable aún─. Pearce hace honor a la amenidad y la cortesía, a la claridad del siempre divertido y luminoso GKC.
Pero sí podemos revelar el secreto de Pearce en lo que tiene de técnica. Entra y sale de la historia con mucho sentido del ritmo y de la oportunidad. Cuenta los hechos y luego cuenta cómo los veían los contemporáneos de Chesterton, y vuelve a los datos de la vida ─muy bien contrastados─ y, entonces, recoge opiniones de otros críticos o biógrafos posteriores, y vuelve a la vida, y tampoco teme dar sus opiniones. Este sistema logra dar a G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia no sólo un dinamismo indiscutible, sino un perspectivismo que se pone ─como quería Ortega y Gasset, inventor del término─ al servicio de la verdad completa en sus 360°.
Aporta las anécdotas justas. De Chesterton no hay duda acerca del humor y el jolgorio; pero hay que verlos en acción. Pearce los muestra con generosidad. El más impresionante reconocimiento a su humor, que nos sirve para calibrar su trascendencia, lo hizo nada menos que Kafka: «Chesterton es tan gracioso que se podría pensar que ha encontrado a Dios». Con todo, de esta biografía llama la atención a la vez la cantidad de sufrimientos personales y familiares que Chesterton, el de la alegría perenne, tuvo que atravesar. Como ha detectado uno de los más conspicuos chestertonianos españoles, el filósofo Fernando Savater: «La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir».
Hay que destacar la honestidad de Pearce: su desenvoltura. No deja de recoger las críticas y desdenes que recibió Chesterton en su momento, ni tampoco deja él, como biógrafo, de reconocer errores y debilidades en su admirado protagonista. Es el mejor modo de ponernos ante los ojos a un Chesterton de carne y hueso, vivo. Qué graciosa, por ejemplo, la crítica que hace Rudyard Kipling a El fiero caballero, el primer libro de Chesterton. impresionantemente apreciativa, pero con este reparo delicioso: «Chesterton sufre un maligno ataque de 'aureolas'. Salpican todo el libro. Creo que todos nos vemos obligados a emplear inconscientemente en los libros alguna palabra favorita, pero 'aureolas' ya era la de Rossetti».
Joseph Pearce se guarda un penúltimo pero imprescindible as en la manga. Él mismo lo muestra: «El estudioso de Chesterton debe carecer de dicha timidez; comprender su fe es primordial para entenderle, de la misma manera que la religión fue absolutamente primordial en su vida. Su lema podría ser casi credo, ergo sum». Sólo un católico confesional y combativo podría escribir una biografía de Chesterton que no se dejase lo principal en el tintero. Joseph Pearce cumple el requisito a la perfección. Se confiesa converso gracias a la influencia de la «bomba benéfica» (como Dorothy L. Sayers llamó a Chesterton). Está, por tanto, en la mejor disposición para calibrar la herencia de Chesterton. ¡Qué reguero de conversiones, como de pólvora, nos ha dejado! Ha seguido y sigue actuando después de muerto, un poco como un Cid Campeador de las ideas. Recoger esas batallas que aún gana es una parte irrenunciable de una biografía completa.
Tercero, puñados de ideas
¿Ha podido parecer que nuestra apuesta por este libro como vía de acceso prioritaria a Chesterton implicaba poner sus ideas y sus libros en un segundo plano? No es nuestra intención, en absoluto, ni la de Pearce. Chesterton es un intelectual, como decíamos, un filósofo camuflado pero auténtico, el gran actualizador de un tomismo contemporáneo práctico. Minusvalorar su pensamiento y su literatura sería amputar el legado de su vida.
Este libro también recoge ideas chestertonianas a puñados, muy atinadamente escogidas. Siempre que oigo la famosa frase, tan malinterpretada, de que «hoy hacen falta testigos más que maestros>> me entra una inmensa desazón. En realidad, lo que pide la frase es coherencia de vida en los maestros, esto es, que practiquen lo que predican. Ahí Chesterton, maestro de la alegría y el agrade cimiento, no se quedó corto porque sus ideas eran largas, hondas y altas. Cuando he hecho la ficha de lectura de este libro, más de tres cuartos de mis notas eran frases del gran escritor inglés. Como quien no quiere la cosa, Pearce nos ofrece, junto a la biografía de Chesterton y al repaso exhaustivo de la bibliografía sobre él, un análisis de su propia bibliografía, libro a libro, cada uno en su contexto y acompañado de una antología muy afinada de sus mejores extractos.
Decíamos que la técnica de Pearce es un ágil entrar y salir sin perder ni el ritmo ni el hilo, y eso también vale para los libros y las ideas de Chesterton. Que vengan enhebrados en el hilo cronológico de su vida resulta muy enriquecedor, porque hay una evolución sutil que no debemos perdernos. Chesterton era bien consciente de ella y la expresó con insuperable belleza:
Hojas de oro
Llegué al otoño, mira,
cuando todas las hojas son de oro. Que el año y yo somos
más viejos
mis canas y las hojas nos lo cantan a coro.
De joven yo buscaba al príncipe encantado para seguirle
fiel en todas sus querellas, incluso en las más cósmicas.
Podíamos desafiar furiosos las estrellas.
Pero ahora un milagro en plena calle
es que alguien nos diga: «Hola» o «adiós»; porque
cualquiera es, en nuestra democracia, una entre
los millones de máscaras de Dios.
De joven yo busqué la flor dorada,
el Dorado, el Parnaso y La Cueva del Moro;
pero llegó el otoño y, mira,
todas las hojas son ahora de oro.
Sin argumento, nudo y desenlace intelectual la biografía de Chesterton no tendría esa deliciosa dimensión novelesca, que tan bien sabe mostrarnos Joseph Pearce.
Cuarto, nuestra necesidad de Chesterton
Seguro que no se ha escapado al atento lector que me había dejado a sabiendas un punto atrás. En mi enumeración de los talentos inmejorables de Pearce para ser el biógrafo de referencia de Chesterton, me quedé en el penúltimo. El último lo guardé para el final. Joseph Pearce es un escritor de nuestro tiempo y de Chesterton tenemos una necesidad imperiosa hoy. La onda expansiva cada vez más y más grande, como decíamos al principio, de la «bomba benéfica» que fue Chesterton es ahora más imprescindible que nunca.
Pearce destaca con mucha intención en su biografía que este aspecto explosivo del propio Chesterton, que hoy podría verse eclipsado por la imagen, igualmente cierta, de un escritor gordo, jovial y divertido, lo tenían muy presente sus contemporáneos. Dorothy L. Sayers, la impagable traductora de la Divina Comedia, explicó en 1952, en su prólogo a La sorpresa: «Para los jóvenes de mi gene ración GKC fue una especie de libertador cristiano». Es entonces cuando la escritora suelta su espléndida metáfora de la benemérita bomba benéfica. Justo esa misma imagen es la que utilizó el propio Chesterton para hablar de sí mismo y sus amigos, cuando parodió el final del poema de T. S. Eliot, titulado The Hollow Men, publicado en 1925, donde se leía que «el mundo no acabará con una explosión sino con un quejido». En realidad, Chesterton, con el pretexto de caricaturizar al grupo de Bloomsbury, tan esnob y pedante como depresivo, se hizo un sonoro autorretrato:
La de ellos es desdén, risillas y gemidos; fue nuestra
juventud carcajada y canción. Ellos quizá terminen
con un leve quejido, nuestro final será, seguro,
una explosión.
Como Como una explosión tuvo que sonar su carcajada al conocer, si lo conoció, el epigrama de un exasperado oxoniense. Éste, viendo la cantidad de sus discípulos y sus actitudes desprejuiciadas en el envarado Oxford, rabiaba:
Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos
reverencian: el chuletón, la ordinariez, la Iglesia,
el lío y la cerveza.
Y lo curioso es que el epigrama, pensado para denunciar la frivolidad chestertónica, es una radiografía de los temas más graves de nuestro tiempo, incluyendo la obsesión vegana, el puritanismo woke, lo políticamente correcto que considera muy ordinaria o populista cualquier resistencia o la fe. En el funeral de Chesterton, Ronald Knox profetizó que sería considerado por la posteridad como un profeta, y en eso estamos. Un poco más tarde observó Malcolm Muggeridge: «Es sorprendente de algún modo que aun cuando se ha demostrado tantas veces lo acertado de sus juicios, siga estando menos considerado que otros contemporáneos suyos que se equivocaban casi invariablemente, como Wells o los Webb». Pero ya está más considerado, y lo que le queda.
No hay debate actual que no predijese Chesterton: la importancia de la propiedad privada del hombre común, la vuelta del tomismo, la fe en la razón, la razón de la fe... Sus respuestas y argumentos nos dejaron muchísimo trabajo hecho. El ejemplo de su vida no nos hace menos falta, porque Chesterton fue sabio sin perder la inocencia, vio venir el peligro sin perder la alegría y defendió la verdad sin renunciar a la amistad de todos. C. S. Lewis recomendó la lectura de El hombre eterno, salvo si uno quisiera evitar convertirse. Leer G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia es altamente recomendable, salvo que uno prefiera pasar su vida entre quejidos lastimeros y murmullos apagados. La vida de Chesterton nos aboca a la emulación, esto es, a la explosión y a la carcajada.
Fuente: eldebate.com